martes, 18 de junio de 2019

CCLVIII

A Dios le goteó la barba el día que hizo todo. Puso en el medio a la tierra y eso estuvo bien, aunque después se aburrió y pintó galaxias y nebulosas y la tierra se le fue de las manos. Hizo la luz y la oscuridad y los escarabajos y las uvas. Hizo al hombre, escupió a la mujer y le parecieron demasiado felices. Eran épocas raras en las que la gente vivía demasiado, asesinaba a sus hijos y tejía palabras profanas y amargas. Los girasoles fueron lo que le salió mejor, eso sí. Y lo demás es más o menos conocido.
Pero la gota...
La peor omisión de Dios fue el olvido o el descuido de haber creado algo anterior al tiempo. Porque Dios goteaba almíbar. Y el día y la noche y todo lo que existe se rinden al no ser de esa miel primera, ajena a los siglos y las revoluciones.
La azúcar primitiva pura y graciosa como el vaivén de las marejadas se vistió de tormenta y encarnó innumerables veces en flores y selvas, café y mariposas, tal vez en Bach y en Virgilio, casi seguramente en cereza.
Es un hueco en la vida que da sentido a todo. El mundo sólo se completa cuando ella falta en lo contable.
Ella es ella. Yo tuve la gloria de despilfarrarla, de serle penoso y pobre; pero la vi hiriendo la tarde con su Majestad de almendra fresca. Yo conozco el milagro como nadie, porque lo perdí a propósito de la forma más infame. La cobardía es la madre de toda desventura.
Ella, la que fue golondrina y durazno y cordillera, fue casi posible. Quien pudiera verla no la notaría, porque el don se pierde. Se me dio una vez y aún perdura intacto, solamente para mis ojos ya muertos y mi corazón vacío.
Ella sabe todo, hasta lo que dice que ignora. Se cura a sí misma de mentira y le caen pétalos de jazmín en las mejillas cuando llora. Y llora porque sabe que nada le cabe. Es demasiado grande para que le sirva un beso. Es el beso esencial vestido de mujer inconclusa.
Ella es la sombra de lo que no será nunca. No hay amor existente que pueda merecerla.
Ella es, repito, el tiempo antes del tiempo. Y yo la llevo encima como un fulgor doloroso. Sólo porque la vi una vez y me habló de caricias. Lo único que cura de su toque es la muerte. Y ella resplandece como una luciérnaga de diciembre en la sierra, más grande que todo, más bella que todo.

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