lunes, 8 de julio de 2019

CCXCVI

La espesura y la calidez del resguardo en la boca del viento fue más fugaz que un amor jurado de rodillas. Como todo refugio, el sur pasó por la memoria como un remordimiento y duraría lo mismo, eternamente.
"Abuelo", "abuela". Cuerpos al fin. Palabras con objeto y sentido. Los tramos más dulces de una vida son siempre los más breves; las huellas de la fiebre suelen verse en la piel con cierta facilidad, sólo arañando un poco la superficie; y así pasa con el pronto exilio en la ciudad de los espantos futuros.
Cuerpos. Con dieciocho monedas serían más tarde artífices de mi drama, pero entonces eran un helado en Parque Centenario y un disfraz de diablo blanco con tridente, que por obra de mi culpa ya nacida e identitaria sirvieron sólo para una bolsa de hielo en la frente ardiente. Eran también la entrada al mundo mágico de los envoltorios de risas.
La palabra "padre" fue una nada extensa, en esos años extraviados. Sólo el espejismo de un pasado derritiéndose en primavera. La palabra "madre", menos incontinente, paseaba su tristeza impenetrable y se desahuciaba en máquinas y adioses, mientras yo empezaba a avergonzar al mundo con el vientre débil y la mudez recién estrenada, que me salvaría la vida más adelante.
Habría que haber dejado que las despedidas fueran más humillantes. Era ya tiempo de dejar el mundo, pero la pena es larga para los crímenes como el mío, que porfiaba en exigir la demasía del abrazo.
Sólo diré que una mesita de guardería fue la guarida que consoló por un rato mi vergüenza. Creo que fue ese día que se decidió mi morada. Nunca saldría de allí; el mundo era demasiado peligroso y lo peor llegaba a paso ligero. De algún modo lo supe, pero el saber no es un mérito y menos aún una protección eficaz.
El tiempo ya corría hacia atrás. Yo sólo esperaba el golpe en la espalda.

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