martes, 16 de julio de 2019

CCCXX

Sólo una estela de un pedacito de una chispa separa la alegría de la tragedia. Sé de memoria el juego e incurro en la falta una y otra vez: no hay anuncio, no hay indicios, no hay siquiera una sombra fugaz de una advertencia; simplemente me descubro, siempre tarde, preso del peso de mi voz. Yo, justamente, que hice de la afonía una lírica y del mutismo un arte, vierto en crudo mi poquedad para la palabra en el cuenco envenenado del que deben hablarse todxs.
Hay que callar, siempre. La agonía de ser está hecha de letras ordenadas, de sentidos irrefutables y significados precisos, que desaparecen de un golpe al decir.
Hablar es fabricar el relámpago y, aunque sea por un instante, ver; y no tengo que ver, no quiero ver, porque lo que se hace visible es el vacío intolerable del que escapo desde el día que aprendí que mi voz apestaba: Yo.
¿Quién puede querer ser sí mismo cuando abre los ojos en el segundo terrible del destello? Me consta que hay quien lo consigue, pero es incomprensible para mí.
La Verdad es siempre lo que no estuvo; entonces, ¿cómo no notar que lo que está es necesariamente falso? Apretando los párpados, temblando de terror pero, sobre todo, callándose. La ignorancia es una cuna acogedora y tibia, la opción preferible; pero ante la desgracia de la revelación lo que cabe es mentirse en silencio. En silencio. Cualquier sonido con significado que salga de la garganta va a desatar al monstruo del ropero.
No ver, no saber, no decir.
No recuerdo el episodio, pero me fue referido por mi madre que, en lo que a esto respecta (y únicamente en lo que a esto respecta), es la testigo más fiable que pudiera pensarse. No importan los sucesos en sí mismos, sólo importa saber que yo era muy chico (demasiado) y que fue una decisión y no un mandato. El silencio tuvo fecha de nacimiento y yo fui el hilandero que lo tejió con tal destreza que lo volvió indestructible. No tenía opción, en ese momento.
Pero no concebí lo silenciado como un bien acumulable hasta que cada palabra no dicha empezó a significar una forma de la muerte; y eran ya demasiadas.
¿Cómo nombrar, entonces, cualquier cosa? Y sobre todo, ¿cómo nombrar lo que conserva aun un significado claro y preciso sin morir de tristeza?
Cometí el error. Dije (y es innecesario aclarar que dije demasiado, porque el acto en sí mismo fue una demasía). 
Y al mundo ya no le cabe tanta palabra escondida.
¿Quién podrá amarme ahora?
Nadie.
Viví demasiado; y ya se murió el cerezo.

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