sábado, 20 de julio de 2019

CCCXXXIV

No voy a morir de tiempo, eso es seguro. Abandonar la vida con un gesto tan intrascendente como la aceptación de la duración es una forma infame de dejar de ser.
El suicidio está subvalorado. Es tal vez el único gesto verdaderamente digno que se puede concebir a la altura del milagro de la conciencia de sí. La cuestión no pasa por morir o vivir. Esa reducción es inaceptable.
El arte consiste en la elección del instante, no en la obcecación en pedirle a la vida lo que no puede dar. 
Hay suicidios deplorables, desde ya. Los hijos, por ejemplo, no pueden faltar a la cuenta. La orfanatizacion voluntaria y prematura es obscenamente inmoral.
No pretendo banalizar la muerte, desde ya. Espero no morir inesperadamente. Hay demasiado patetismo en un morir accidental: un asalto, un accidente, un descuido. Cualquier forma del azar transforma a la muerte en un espectáculo de baja categoría. Por eso unx cruza los semáforos en verde o mira para los costados en las vías.
De hecho, suicidarse en condiciones similares es más indignante aun. Un suicida responsable debe cuidar su muerte de la farandulización. Se debe morir a puertas cerradas, tal como se ha vivido.
El punto es la elección, la única que tiene significado. Es aberrante permitir que el transcurso del tiempo asuma el control de la propia dignidad. El resultado suele ser catastrófico.
No pienso quitarme la vida. No puedo quitarme lo que no me di. Lo que quiero es poder descubrir el momento preciso para darme la muerte, tener el temple para abandonar todo con el gesto ritual con el que se elige un chocolate.
Convengamos en algo: la muerte es un alivio; pero debe despojarse de reproche, de tristeza y, sobre todo, de egoísmo. La muerte propia es una herida grave en quienes nos aman. Lo será, inevitablemente, ocurra cuándo y cómo suceda. Pero el control de daños es el punto nodal de la decisión.
Dos cosas son un hecho: voy a morir y será por mi mano.
El momento es la única incertidumbre, pues por intolerable que sea respirar y andar y dormir y despertar en ciclos enloquecedores, el instante en el que se descubre que ya todo será insoportable es desconocido.
Los optimistas, terrible e indeseable clase de entes, supondrán inexorablemente que la vida es bella. Nada más falso. La vida es. Nada más. Hay belleza en ella y eso es bueno,  a veces; pero ningún ser con un mínimo de responsabilidad puede universalizar esa contingencia extraña.
Las únicas cosas que rozan algo similar a un sentido para la vida son todas intolerables: el amor, el deseo, la hermosura, lxs hijxs.
No voy a vivir para certificar el fin de toda expectativa. Ese día y no otro será el apropiado para despedirme de mí, lo más serenamente que me salga.
Hasta entonces, sólo espero sufrir lo menos posible.

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