sábado, 6 de julio de 2019

CCXC

Nací en octubre, mes pulcro y sin cadencia, para estorbar el duelo de una mujer exiliada y un hombre despintado por la lejanía de un otoño que nunca fue verdaderamente suyo. La primavera se vaciaba esa madrugada de la irreverencia profana de la flor original. Sé que fui antes que nada un manantial espeso y fastidioso; y hasta fui parido en el idioma indecente del destierro, de madrugada, sin más amor que el indispensable para que la piel subsistiera.

Mi primera patria fue un rincón dejado en custodia de un orfebre triste y vagabundo, que no reconocía otra tierra que la que lo arrió al horror del adios perpetuo; y una mujer diseminada en historias de una guerra que le quitaría la risa hasta la muerte (que ocurrió en mi mano, años después, cuando ya sus tristezas eran herencia en mi llanto nunca revelado).

No tuve enconos graves entonces, porque el tiempo exige que la fruta caiga de la rama para saberse gusano y tierra. Pero supe de aguas frescas y veranos encanecidos, extranjeros todos.

Hoy, harto de hacer buches con el arsénico intencional de la memoria, pienso en mi pericia para ser invisible y recuerdo un verano y una piedra. Todo nació olvidado y aprendí que olvidar es un destrato necesario. Recordar es siempre reconocer el sino trágico de lo que nunca fue ni será. Porque ya no habrá verano otra vez, ni piedra desde la que saltar al abrazo helado del lago cristalino y tierno. Ya no habrá exilios ni lenguajes ni dialectos, como no los hay ahora, cuando aún pueden servir de algo.

Ya no quiero esperar delicias que nazcan muertas, que son las únicas que me están permitidas. Habré de regresar al crujiente despertar de la piña en el sendero, para ver por mi mismo si la vida vale tanta pena.

¿Habrá algo para mí, todavía, que merezca un deseo?

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