Hastío del consuelo, de
la lágrima emponzoñada de la pena insincera y del querer que sólo
espera el acto ajeno para decirse limpio y valiente, “tenés que”
como bandera y “sólo espero” como espesor de la arrogancia.
¿Cuánto vale sufrir por quien sólo espera, o por quien no espera?
Ir, sólo ir y desear que en un descanso del camino lo amado dé un
paso adelante. Un paso.
“Te amo”, “te
quiero”. ¿Quién cuida tanto las palabras que destila una lástima
inmerecida? ¿Es acaso la impotencia ajena una razón suficiente para
herir un corazón que se quiebra día a día?
Es tan triste el vivir que
ni siquiera es posible reprochar un destrato de quien se sabe mejor.
Fácil es ser mejor que un derrotado que arrastra su dolor sin cura.
El bien y el mal son
aberraciones, superadas en su abyección, tal vez, sólo por la
verdad. Nadie sabe lo que puede un cuerpo; un
cuerpo. ¿Sabe acaso alguien lo que puede el suyo propio? ¿Sabe
acaso alguien lo que el cuerpo quiere?
¿Que importa poder sin querer? Cuánto sentido tiene, sin embargo,
lo contrario, condición indispensable de la existencia.
¿Quién,
acaso, puede decirse dignx queriendo lo que le es posible?
Pero
se trata del cuerpo, no del querer en términos del ansia cavilante.
El cuerpo no cavila, aunque lo parezca; el cuerpo sabe porque suda,
excreta, duerme, duele, llora y baila. “Te amo” es del cuerpo, o
no es; “te quiero” es del cuerpo y nunca será más que eso. Aquí
es donde el pensamiento lo mezcla todo, distinguiendo lo amorfo del
deseo; peor aun: distinguiéndolo en
el deseo, como si desear fuera topográficamente localizable.
Ir,
sólo ir. Eso hace el cuerpo y no espera.
Pero
el pensamiento debe intervenir en el momento exacto en que el ir
empieza a tener sentido. Allí donde la búsqueda se vuelve mecánica
e intolerable debe surgir el alma para borrar la huella de todo
significado.
Hemos
aprendido todo mal. “El cuerpo hace lo que la mente piensa”, nos
fue dicho. Triste enseñanza colonizadora del beso porque sí, del
sexo sin excepción alguna, del despilfarro del aroma en jabones que
impiden creer que el hedor del cuerpo es la antesala de la belleza.
¿Cómo
amar a alguien cuyo olor de jabón es idéntico a todos los aromas
del catálogo? ¿No debería el cuerpo mismo repugnarse y escapar?
Nadie deja que eso ocurra, porque oler es del orden del olvido y
olvidar es imperdonable.
Y
las palabras. No digas “puto”, no digas “concha”, no digas
“pija” ni “cojer”.
¿Cómo
puede cojer alguien con quien sólo quiere hacer el amor en una cama?
Haga el amor afuera, m'hijx, en la mesa del café, en la vereda y en
el teléfono. Haga el amor, si quiere, cuando mira esa concha rodeada
de mujer que tanto le gusta, o esa pija rodeada de hombre, o ese algo
rodeado de algo, o el algo todo rodeado de mundo. Y entonces sí:
vaya a la cama y coja. Coja sucio, seco, atragantado, limpio,
derrotado o invicto; pero dele al cuerpo que lleva a la cama la
posibilidad de desavergonzarse.
Hastío
del consuelo y del “vos sos”, “vos tenés”, “vos podés”.
No
voy más. Voy a desgarrarme solo, mudo y viejo en mi cuna de
autocompasión y desprecio. Prefiero empezar a morirme ahora, para
que cuando el cuerpo se me muera ya no me importe.
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