domingo, 21 de julio de 2019

CCCXXXVIII

Dos cosas no podían hacerse cuando yo era chico: jugar a la pelota de dos a cinco de la tarde e ir al baldío de Casa Amarilla. Había algunas más, pero irrelevantes.
La primera era poco interesante, porque no se podía de hecho. La vecindad estaba organizada para impedirlo con amenazas atroces, pero sobre todo inmediatas. Todas incluían a la policía, que era fuente de terror.
La segunda era la más interesante, ya que era una imposibilidad teórica. El fútbol carecía del ingrediente principal de una transgresión: su carácter furtivo.
Del baldío, hoy hospitalario y con una Casa Amarilla Real, inexistente en la infancia, habíamos escuchado las historias más espeluznantes, pero siempre de boca de gente de poca confianza. Ojo, eso no quiere decir que entrar en ese malezal interminable careciera de cavilaciones; por el contrario: la incertidumbre era el ingrediente esencial de cada incursión. No se entraba al baldío sin la piel erizada.
Fue por causa de ese pastizal que escuché por primera vez las palabras "poligrillo" y "robachicos". El significado exacto de la primera sigue siendo una incógnita hasta hoy. Creo que esa significación nebulosa hacía del concepto algo más terrorífico.
En fin: íbamos al baldío, desafiando la fortuna y los padres y las madres.
Nadie imagine un sitio macabro (aunque lo fuera para nosotrxs). Eran hectáreas de pasto alto (casi en su totalidad, más que nosotrxs), con algún que otro árbol. Es decir, caminábamos con un rango de visión que raramente excedía el metro y medio más adelante. Los sustos más frecuentes eran las ratas y, ocasionalmente, algún lagarto, que inexorablemente se nos escapaba (con las ratas no nos metíamos, de más está decir).
Hecha la introducción, paso al hecho memorable.
Cierta tarde, ya lo suficientemente dentro de la maleza como para ganar la calle con rapidez, Lucio, el líder indiscutido del grupo. sacó de su cintura una pistola de aire comprimido, para admiración de todxs, que nunca habíamos visto una (Lucio era experto en la exposición de artefactos asombrosos como gomeras, cartas de mujeres desnudas, chascos, estrellas ninjas y cosas por el estilo). Su propósito, al menos el declarado, era cazar una rata. Personalmente, no me pareció una idea entusiasmante, pero el resto mostró el regocijo suficiente como para que el resto de la travesía se ocupara de la propuesta.
Las ratas eran sólo sombras velocisimas que cruzaban los pocos claros que había en la vegetación. Cazarlas en esas circunstancias era imposible, por lo que había que buscarlas, abriendo los matorrales. Confieso que mi estado rondaba el pánico. La mera idea de abrir un matorral y encontrarme frente a frente con una rata (las ratas del baldío eran de un tamaño considerable), me resultaba intolerable; pero negarme no era una posibilidad. El escarnio posterior podría ser mayúsculo.
Pasamos un rato largo cocentrados en la tarea, infructuosamente. En un momento, Graciela (Graciela era una chica excesivamente alta y hermosa; además, me cautivava de ella su costumbre de hacer cosas "de varones") levantó un brazo y empezó a mover una mano. El primero en verla fue el gordo Claudio, que le hizo un chistido a Lucio. Nos acercamos con sigilo; oculta en el matorral, había una alimaña. Parecía una rata. Lucio, temerario, se acercó un poco más, apuntó con la pistola y disparó. El animal empezó a revolcarse; Lucio metió la mano un poco más abajo y disparó de nuevo. Los retorcijones de la alimaña aumentaron. Ese día descubrí dos cosas: la primera fue que una pistola de aire comprimido no era un arma letal; la segunda, lo mucho que se parecen las ratas a algunos pájaros.
En la segunda sesión de sacudidas, notamos que la supuesta rata era en realidad un ave. No era una paloma; tenía el cuello corto y mucho más grueso. No paraba de revolcarse y en ese momento supe que no habíamos hecho nada bueno. Pero lo peor lo descubrió Graciela: algo más oculto por el matorral, había un nido con unos pajaritos pelados que empezaron a Piar.
Ignoro cómo hubieran seguido los acontecimientos, porque en medio de nuestra perplejidad se escuchó (o nos pareció escuchar) una voz masculina que nos azuzaba. "¡Un poligrillo!", dijo Lucio y todxs empezamos a correr en dirección a la avenida.
El resto fue intrascendente  Llegamos a la vereda, riéndonos algo agitados y volvimos al barrio. Anduvimos dando vueltas, nos quedamos un rato en la placita Malvinas y cada uno se fue para su casa.
Años después, recordando el episodio en una reunión de ex amigos de primaria (en la que descubrí la belleza que pueden aportar los años a las chicas), Verónica, que había pasado de ser una nenita flacucha a la que pocos nos acercábamos, por su mal carácter, a una morocha que rajaba la vereda, hizo un comentario tremendo. "A esos pichones se los deben de haber comido las ratas; y al pájaro seguro que también". No fue un reproche.
La imagen, sin embargo, me persiguió el resto de la noche y, de hecho, estoy narrando la historia, por lo que subsiste aún.
No hay mito más establecido y más contrario a la realidad que el de la inocencia infantil. La infancia es una etapa de la vida en la que las más aberrantes crueldades son moneda corriente. La vida y la muerte son abstracciones. El sufrimiento ajeno, una fuente de diversión inagotable.
Volver a la infancia, aunque sea en forma de recuerdo, requiere el coraje de afrontar la propia crueldad. Hay quienes, vale decirlo, parecieran orgullosos de habitarla por siempre.
Un pájaro y sus pichones fueron testigos de ello, allá por el setenta y pico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario