viernes, 19 de julio de 2019

CCCXXXIII

¿Cuál es es la causa, cuáles son las causas de la memoria o el olvido? ¿Cómo se selecciona un recuerdo? ¿Qué determina qué habremos de pensar por siempre y qué  no habrá sido nunca, definitivamente?
Hace ya más de veinte años volvía a casa en el subte. En el vagón había poca gente y enfrente, justo delante de mí, una mujer. Era muy bella, pero no más y hasta menos que infinidad de mujeres que me acompañaron en intervalos tan fugaces como ese. De todas, sin embargo, la recuerdo a ella y solamente a ella. No es, además, un mero recuerdo. Si pudiera volver a esa noche, cruzaría el vagón para sentarme a su lado y decirle lo mucho que la amaba. No la conocía. Era por ahí una mujer insípida y banal. Pero el paso del tiempo no impidió que se quedara en la memoria como el amor perdido más intenso e irremediable de todos.
Hay quienes pueblan la memoria por repetición. No se olvidan, lamentablemente, al padre y a la madre, a los hermanos. No se olvida al amigo. No se olvidan rostros y nombres intrascendentes, pero de modos que difícilmente podrían interpretarse como recuerdos; menos aun como persistencias. Son meras figuras que pasan y se van sin dejar huella. En algunos casos, de hecho, dejan de ser recuerdo de vez en cuando
No se olvidan, desde ya, lxs hijxs. Pero tampoco son propiamente recuerdos, porque une hijx es un órgano fuera de unx. No se olvida une hijx como no se olvida una mano: olvidándolxs. Simplemente son el propio cuerpo, extendido.
Lo inclemente es el recuerdo y la porfía de aquellxs que podrían ser pasado y sin embargo habitan cada segundo de vida como llagas o como recogimientos.
Ella, por ejemplo; la furia inmensa de la piel sin marca. La tempestad perdida (abandonada) una tarde infame; ¿qué clase de abrojo le crece a mi alma que la guarda intacta y permanente en el sueño y la vigilia, segundo a segundo, como una espina en la garganta que ni siquiera puede nombrarla sin arder de miseria? ¿Qué embrujo la imagina posible resguardo de una pena sin tregua, cuando es evidente que no hay nada de mí que le haga falta?
¿O la mujer pasmada de las hijas hambrientas y desnudas, llorada por el mediodía, que entregó su alma por cuatro monedas?
¿O el hombre más anónimo posible que me obligó una noche a vigilar un bolso como si de mi acto dependiera el futuro del mundo? ¿No era él, tan desconocido como la felicidad, tal vez una abyección mayúscula pintada de víctima imaginaria? ¿Cómo en quince minutos es posible fabricar un recuerdo tan tenaz que se revive en llanto por sólo dibujarlo?
¿O la libélula de la voz desangrada, niña imposible desde el inicio del tiempo, hecha hierro candente y brutal día y noche, pariéndole a cada minuto una sonrisa que nunca más será vista y una boca que jamás sabré más que lejana?
¿Y qué decir de la madre de todas las penas, la ya nombrada tempestad furiosa, cuando llega la noche y su puro no estar es inaceptable y definitivo? ¿Es que no hay forma alguna de quitar de la vida lo que está ya fidedignamente prohibido?
Una noche olvidable, una fila en el cine, un hombre y su maletín. No he visto nunca una imagen más cruda de la soledad. Era, tal vez, el ser más amado que hubiera existido jamás. Es irrelevante. Sólo un hombre y un maletín. Nada. Pero una nada pertinaz, inolvidable.
¿Qué puso a ese hombre en mi memoria? ¿Qué hechicería convoca a las lágrimas cuando pienso en él?
Para la mujer gigante es fácil encontrarme las grietas; por inexplicable que sea comprender la magnitud de su imagen perenne y lacerante, pero necesaria.
La libélula es grácil y duele por su brevedad inevitable.
¿Será posible desamar, una vez que la carne se vuelve memoria? ¿Y si el único sentido de vivir fuera recordar y llorar?
¿Estará vivo, todavía, el hombre del bolso que custodié esa noche?

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