domingo, 28 de julio de 2019

CCCLIV

La tristeza real, la inconmensurable, aquella que no tiene bordes ni topografía, no es, como suele creerse, solitaria. La soledad, estado grave del alma empobrecida es, en todo caso, un camino seguro a la tristeza, que sólo se emancipa de aquella no abriendo, sino examinando las heridas mórbidamente, con un gesto casi ritual de repetición. Para estar triste es necesario poblar la soledad de fantasmas, colonizarse a unx mismx con deseos exánimes y luego permanecer, transcurrir sin perspectiva, adormecer el cuerpo hasta el límite preciso que separa la parálisis de la muerte, sin traspasarlo nunca.
A diferencia de la melancolía, la tristeza tiene objeto, sustancia, espesor; pero su plenitud sublime es lo ido o, peor aun, lo que pudo ser y no fue. La tristeza es un desfile de rostros imposibles y de posibles sin rostro, ajena a consuelos y lágrimas con significado; es que está llena hasta el borde de todo lo que no significa, que es todo lo que existe. El hombre y la mujer tristes están pobladxs de mundo, pero de un mundo en el que las palabras no pueden nombrar, no tienen correlato o los tienen todos, que es lo mismo.
Su primera víctima es el deseo, que requiere de "algo". Pero "algo" es una diferencia, una otredad, una equivalencia entre un pedazo del mundo y un espíritu. Poco importa si esa equivalencia se materializa; es necesario creer que es posible que lo haga. Es precisamente porque el hombre y la mujer tristes están repletos de muertos que no tienen espacio para hacer equivaler el mundo con su ansia, que ya está llena.
Por eso muere, con la tristeza, el amor, casi como consecuencia inevitable del deseo perdido; porque el amor es la sublimidad por excelencia, aquella de la que Burke decía, del mejor modo que jamás se ha dicho y podrá decirse, ser el estado del alma en que esta está tan llena de su objeto que ya no queda espacio para nada más. Pues bien: si la tristeza es ya una plenitud fantasmática, morbosa y paradójicamente carente (los espectros llenan el alma de vacío); pues no puede haber más plenitudes. Así, el hombre y la mujer tristes sólo asisten como sombras yertas a la plenificación negativa de la vida como extinción del tiempo, como duración, como secuencia. La tristeza no permite amar porque secuencializa la intemperie al infinito y todo aquello que interrumpa la sucesión será desechado por bello, por discordante, por doloroso en su diferencia.
La tristeza no es del orden de la voluntad. "No estés triste" es un oxímoron y, para quien está sumido en la pesadumbre del devenir vacuo, un insulto. No se "hacen cosas" para abandonar el abismo, se las hacen en el abismo. Porque el hombre y la mujer tristes no quieren, simplemente reproducen mecánicamente la rutina de lo irrelevante. No quiere decir esto que la tristeza impida momentos de interrupción del olvido, en los que el alma simplemente se aleja de sí y se ve como tal. Pero son destellos que una vez idos hacen más doloroso el vivir, porque el recuerdo es pertinaz, flagelante. Como ya se ha dicho, la materia de lo triste es lo que no es; y el instante es el no ser por excelencia.
Finalmente, en la tristeza no hay nadie, ni siquiera el hombre y la mujer tristes. No hay él o ella, no hay nada vivo que prevalezca sobre la letanía de la muerte anticipada, cuya materialidad no es más que un alivio que vacía el lenguaje. Porque el silencio de la tristeza es un silencio catastrófico, en el que las palabras implosionan segundo a segundo. No es que el hombre y la mujer tristes no hablen, solamente no dicen lo que se hablan, una y otra vez, hasta la locura o el abandono definitivo de toda esperanza.

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