miércoles, 17 de julio de 2019

CCCXXV

Hubiese sido impropio y a veces lo impropio es imposible; pero de haber podido, habría ejemplificado con una boca las disquisiciones de Kuhn.
Hay bocas progresivas, labios que se miden con otros, que plantean enigmas que obligan a replantear cualquier teoría posible del beso, pero finalmente se resuelven con una que otra corrección al concepto y permiten alinear en sucesión acumulativa una explicación que englobe las bocas armónicamente, de menor a mayor.
Porque hay bocas, labios, meramente funcionales. Son la forma primitiva que no alberga el orgasmo como posibilidad. 
Los hay algo más sofisticados, menos concebibles como mecanismos y más proclives al recuerdo.
Hay, desde ya, labios ya rítmicos en sí mismos, voraces de otros e impensables sin pieles adosadas. 
Finalmente, hay las bocas etéreas, con labios irredimibles como no sea mordidos, lamidos y llorados en ausencia; labios que anteceden y anticipan cataclismos sin regreso.
Pero pasa, cada tanto, que la lógica lineal y mensurable se anomaliza en algo que parecen labios, pero que no son pasibles de comparación o escala. Labios revolucionarios que obligan a reformular el concepto mismo de la boca, del beso, del sexo, de la lengua. Ya no son labios hermosos; ni siquiera sublimes. Se trata de costuras de humedades inmensas que hacen dudar de lo adecuado del nombre.
Labios que no son labios, sino lo otro de la boca, lo nuevo en el éxtasis de la fantasía más sutil.
Y entonces hay que volver a empezar. La medida es ahora ese nuevo labio universal, metafísico, ansioso de métodos desconocidos para el amor y el deseo.
Pues bien, así eran, así son, los labios que no habría podido decir en mis clases rutinarias y huecas.
Volví a verlos, pasado un tiempo. Habían mejorado. Me hablaron, de hecho, apenas unas veces.
La esencia de lo bello no era, como decía Platón, el Bien noético y descarnado. Era una boca.
Nietzsche estaría chocho.

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