domingo, 28 de julio de 2019

CCCLV

Mis primeros tres años de escuela no fueron afortunados, por usar un término suave. Primero y tercero estuvieron signados por el rigor de Elvira, primero y, si mal no recuerdo, Gladys, después. De la primera recuerdo los dientes enormes, siempre visibles a causa de los gritos. Los castigos eran frecuentes y el maltrato a Lugones, un compañero negro, una constante. Lugones era un tipo bárbaro; para mí, en el sentido positivo de la palabra, para Elvira, en el sentido sarmientino; y siendo fiel a su postura no ahorró sangre. El pobre Lugones se la pasaba en la Dirección. De (si mal no recuerdo) Gladys, retengo su pelo naranja y su cara de Droopy, apodo que la persiguió en secreto el año entero. Era también dada al tono de voz elevado y fue la primera de quien escuché hablar sobre la aberración comunista, tema que le fascinaba y me dejaba algo perplejo, ya que en casa se hablaba en términos contrarios. Por entrenada prudencia casera, yo no hacía comentarios al respecto. Más allá de los detalles, fueron años olvidables.
No pasó lo mismo con segundo grado, pero por un episodio específico que aun me transporta a cierto estado de indefensión retrospectiva y, paradójicamente, de felicidad. De la maestra no recuerdo ni el nombre, creo que por lo primero.
La disposición de los bancos en las aulas era lineal, en filas e hileras. Nos sentábamos de a pares. Lxs más afortunadxs eran quienes, llegando primero al aula, elegían a sus parejas de mesa (parejas que en más de una ocasión eran destruidas por la maestra, en virtud de su creencia en la mutua potenciación del mal). La cuestión fue que a mí me tocó como compañera de banco una nena llamada Patricia, rubia, muy bonita y aplicada; un fastidio, en resumen. Pronto aprendí que era vano cualquier intento por pedirle un lápiz, una regla o una goma, o establecer un contacto verbal que fuera más allá del silencio. Sin exagerar, era la nena mala de la Familia Ingalls, la de los ricitos rubios.
El punto fue que un día nefasto desapareció su pluma, lo cual era, para ella, una calamidad sin consuelo posible. Como yo me sentaba a su lado, fui el sospechoso inicial (y, diré, le únicx); aunque no había tenido nada que ver con el hurto (si acaso lo hubo), acepté mansamente que mi cartuchera, maletín, guardapolvos y bolsillos fueran puntillosamente revisados. Por supuesto, nada apareció. Une miembrx de la clase de  sugirió que podía haberla escondido en mis zapatos, por lo que tuve que descalzarme. Toda la situación humillante fue pública y avergonzante. Creí, mal, que el asunto, en lo que a mí respectaba, estaba saldado. Al llegar el momento del recreo, fui llamado por la maestra, que volvió a inquirir sobre mi participación en el crimen; mi respuesta fue la misma: era inocente. Pero mi salida al patio fue más incómoda.
Al parecer, Patricia había decidido llevar los eventos a un nivel superior, contando a todx le que quisiera oírla (y a le que no quisiera), que ella me había “visto” en el momento exacto en que la despojaba de su preciada lapicera, al parecer, una Parker, que era señal de prestigio. De las pocas sensaciones que recuerdo vívidamente de mi infancia, la tristeza de ese recreo es una de las más pertinaces. Las miradas fueron el primer indicio de que algo no estaba bien; pero el reproche por mi acto (ya indudable para todxs) se hizo palabra: “chorro”, “ladrón”, “cagón” y otros calificativos dolientes que no recuerdo, se murmuraban por donde pasara. Me acerqué al Ore, que estaba con Lugones, ambos ajenos al escarnio colectivo. Ore era y sería hasta séptimo grado y más allá, mi mejor amigo, por lo que simplemente me aconsejaba no prestar atención. Lugones lo acompañaba en el consejo.
El resto del día transcurrió más o menos igual, pero con un cambio: a pedido de Patricia, fui cambiado de banco (de más está decir que su contrastación empírica de los hechos ya había sido comunicada a la maestra); no recuerdo quién se sentó con ella, pero yo, al menos en eso, tuve suerte; me sentaron al lado de Nancy, una nena regordeta de unos ojos azules preciosos que, como el Ore y Lugones, no parecía condenarme. Fuimos muy compinches hasta séptimo grado, cuando nuestra amistad terminó drásticamente un día que me clavó un compás en la mano.
No comenté nada en casa, esa noche. Como ya es sabido, hablar con mi madre y su pareja no era una actividad placentera, menos aun si se trataba de narrar algo de lo cual, casi seguramente, sería declarado culpable.
El problema real fue que el asunto de la lapicera no terminó ese día; muy por el contrario, a medida que el día de los hechos se alejaba el clima se tornaba más denso, sobre todo porque no había jornada en la cual la maestra no dedicara un tiempo a aconsejarme la confesión como forma de cura del alma. Las chicas ya no me hablaban y muchos de los chicos me increpaban con excesiva frecuencia.
Fue en esos días que tuve mi primer problema serio en la Dirección. Tras un tiempo de soportar en silencio los maltratos, me acerqué a un grupo de chicos que me miraban, que a mi “¿qué les pasa?” incitante respondieron con una invitación a pelear, entre acusaciones e insultos. Nunca supe de mi capacidad de lucha hasta esa tarde. Ellos eran cinco y yo estaba solo. El odio acumulado puede ser peligroso. Les di una paliza monumental, a todos. Tres de ellos terminaron llorando y uno, Esteban, con un corte al costado del ojo, producto de un codazo. Yo no recuerdo haber recibido golpe alguno, lo cual debe de haber sido imposible; en mi furia, simplemente no los sentía. Cuando apareció la maestra, la escena hablaba por sí sola y las chicas por sí mismas: “fue Bresler”. No negué los cargos, esta vez, puesto que eran ciertos.
Esos eventos tuvieron dos consecuencias, ambas desagradables. En la dirección expliqué los hechos sin faltar a la verdad, yo había iniciado la pelea, yo había dado el codazo, yo había pateado a Juanjo; era culpable de todo. Era ya un motivo suficiente para citar a algune adultx responsable de mí. Pero entonces se introdujo, como no podía ser de otra manera, el tema de la lapicera. Ya no era una voz, sino dos, las que me decían que me iba a sentir mejor confesando mi crimen horrendo. Y lo hice.
Mi confesión, al fin, cerró el círculo. La maestra había encontrado la bolsa que ella misma había arrojado tras el matorral, como había dicho Nietzsche. El paso siguiente fue meramente burocrático: cuaderno de comunicaciones, breve narración de los eventos y citación a, en este caso, mi madre, para el día siguiente. La noche en casa transcurrió entre reclamos y adjetivaciones, ambas cosas tan habituales que eran casi folclóricas. Yo no dije nada, sólo comí, asentí y dormí, esperando un día siguiente complicado.
Recuerdo que mi madre y yo llegamos a la escuela y fuimos directamente a la Dirección. Ella golpeó y abrió. El Director, al verme, hizo un gesto de asentimiento y nos pidió que esperáramos afuera, en unos bancos largos que daban contra la pared. Yo no había dicho casi palabra desde que me había levantado y así permanecí, simplemente esperando. El Director salió de su oficina, dijo que iba a ir a buscar a la maestra y partió raudo hacia el primer piso. No pasado mucho tiempo, llegaron juntxs, acompañadxs por Esteban. Entramos en la oficina del Director, todxs menos Esteban, yo adelante y nos sentamos; el Director en su poltrona, la maestra en una silla al costado del escritorio y mi madre y yo frente al Director, en sendas sillas.
Me es imposible reproducir el contenido de lo que allí se dijo. Yo estaba, literalmente, ausente. Sé que hablaron todxs, que en un momento el Director hizo entrar a Esteban, con el ojo hinchado y morado, a quien tuve que pedirle disculpas, a mi pesar, puesto que su deformidad me hacía feliz. De hecho, le hubiera pegado de nuevo, en ese momento. Esteban aceptó las disculpas y se fue. Hoy pienso por qué razón, si tenía que pedir perdón, sólo debía pedírselo a él; los otros cuatro también habían sido mis víctimas. Al parecer, la fantasía de que la violencia sólo es tal cuando es visible no es algo que se haya inventado hace poco. Como sea, volvimos a quedar solxs lxs cuatro.
Llegó, entonces, el momento crucial: el del robo, que parecía ser lo más serio a tratar. Nuevamente, se habló mucho, sobre todo la maestra, mientras mi madre asentía. Y pasó. Pasó lo único que recuerdo de toda esa reunión. La maestra, en tono hipócritamente maternal y comprensivo, me preguntó por qué lo había hecho. Yo me quedé un rato callado y hasta abrí la boca para empezar a contestar, pero sólo pude llorar, discretamente al principio y desconsoladamente al final. Mi madre me abrazó y todxs esperaron a que me tranquilizara. Finalmente, aun llorando, pude decir las únicas frases que recuerdo de ese día: “Es que no fui yo – dije -, yo no fui; yo sólo quería que me dejaran tranquilo”. Y seguí llorando.
Pasó, entonces, algo para mí inaudito, que aun hoy me estremece. El rostro de mi madre cambió por completo. Lo que hasta ese momento habían sido puros gestos de asentimiento y vergüenza, se transformaron en un gesto duro; cambió también el tono de su voz y, dirigiéndose a la maestra, le preguntó sobre qué bases había fundado su acusación. Vi a la maestra balbucear y, en ese balbuceo, validar su acusación en mi confesión bajo tortura. Mi madre no se conformó; volvió a preguntarle por qué me había acusado ese día, con qué fundamentos que no fueran las palabras de una nena estúpida. El Director trató de interceder, pero mi madre estaba ya convencida de mi inocencia y casi no lo dejó hablar. No puedo recordar (cómo quisiera) qué fue lo que le dijo, pero el Director calló también. Creo que guardo este recuerdo de mi infancia porque es el único que tengo de mi madre defendiéndome, de mi madre siendo mi madre. Se puso de pie y me ordenó hacer lo mismo; le dijo a la maestra que no volviera a llamarla, o algo así; y dijo también que yo iba a volver al aula y, en tono amenazante, que no iba a tolerar represalias de ninguna clase.
Salimos de la Dirección y vi a mi mamá llorando. Se agachó y me abrazó y me dijo que fuera al aula, con un beso. Yo subí la rampa corriendo y recuerdo haber entrado como a mi territorio personal. No miré a nadie, porque nadie me importaba. Fui derecho al banco y me senté al lado de Nancy, con una sonrisa indeleble en la cara. El Ore, que se sentaba adelante, se dio vuelta y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, pero estaba más que bien, estaba feliz. Al rato llegó la maestra, que empezó con la clase sin hacer mención al asunto; de hecho, nunca se volvió a hablar del tema, nunca jamás. Con el tiempo, las cosas se fueron acomodando, como sucede en la infancia, en la que los enconos son tan encarnizados como efímeros.
Esa semana dolorosa tuvo dos consecuencias formidables, una de ellas duradera, la otra, lamentablemente, demasiado fugaz. La duradera fue que la pelea se conoció en toda la escuela y pasé a formar parte del selecto grupo de los chicos con los que era mejor no meterse. En la niñez y siendo varón eso era, al menos en esa época, un rango valorado. La fugaz, aunque en ese momento trascendente, fue tener una madre. Hasta hoy me pregunto si, de haber sido duradera la segunda, no sería yo, hoy, un hombre mejor.

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