viernes, 12 de julio de 2019

CCCVIII

Empezó entonces la infancia en la ciudad mínima sin calles ni custodias. Había una mujer, de sonrisa sospechosa pero hasta cierto punto convincente, que hacía pasar las horas en las que la palabra "madre" o el hombre del miedo no podían prostituirse por sí mismos. Y había un níspero, siempre temible, que endulzaba la lengua y desollaba las piernas.
La palabra "amigo" comenzó por esa época, multiplicada. La rutina era la desaparición, ya consolidada como estrategia. El cuerpo partía durante las tardes y las mañanas y las palabras durante la noche. Siempre fue mejor callar, aunque no necesariamente el silencio fuera capaz de evitar uno que otro escarnio. El problema mímico fue siempre la palabra "padre"; pero era precisamente eso: una puesta en escena de una trama que se escribía con venganzas atroces. El hombre pánico reclamaba para sí una palabra que ni le correspondía ni merecía. En el origen de los tormentos estaba latiendo esa desvergüenza.
La mesa octogonal fue siempre una amenaza. Era el territorio del habla y yo sabía que hablar era demasiado arriesgado, siempre. La palabra "madre" lo hacía a menudo, con consecuencias graves; pero yo, violando mis reglas, me atrevía de vez en cuando a pronunciarme y el resultado era atroz.
De esos tiempos aún tolerables, pese a todo, recuerdo con belleza dos ardillas cantoras que poblaban la siesta, siempre elusiva.
Pero surgieron entonces dos palabras nuevas que habrían de desacoplar definitivamente la niñez del juego: "hermano" y "hermano". Dos palabras distintas que sonaban igual y traficarían con desamores cada uno de los rincones en los que yo ya no cabía.
Las cosas se pusieron feas. El tiempo habría de romperse de golpe. La sonrisa sería a partir de allí un bien escaso, por lo que aprendí a ahorrarla para oportunidades que valieran la pena.

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