domingo, 14 de julio de 2019

CCCXV

Fue en colectivo para tener más tiempo para pensar. El subte, además de ser fastidiosamente veloz, es excesivamente distractivo. Por alguna razón, en el 124 nadie se mira; él pensó durante mucho tiempo que era porque el destino del 124 era la estampida; unx viaja tan concentradx en la próxima frenada que no tiene muchas chances de buscar al amor de su vida. Esa hipótesis, de todos modos, había quedado descartada una noche en que el colectivo casi no paró y él se la pasó todo el viaje sumando las alturas de las direcciones de Corrientes para descubrir si eran o no múltiplos de nueve. Pero eso no era una distracción, sino más bien una forma de acortar el viaje, lo cual en el subte es imposible.
El problema de la B es que unx se sienta de cara a otra gente y toda la gente causa estupor. No tenés cómo no pensar en la vida miserable del señor con el maletín o en el futuro al lado de la rubia de verde. En el colectivo no te pasa.
Fue en colectivo, en fin. Tenía que repasar la conversación con cuidado. Más o menos sabía que no había que ir al grano de golpe, pero tampoco había que demorarse demasiado. Si empezás a hablar de cine, pensaba, o de libros, ya cagaste. El arte es declarar el amor antes de eso y después de las cortesías y las anécdotas preparatorias.
Tenía todo estudiado de memoria. Cómo saludarla, cómo tocarla sin que pareciera que la estaba tocando, cómo sentarse. Y repasaba, una y otra vez: "yo le digo y ella me dice, entonces le contesto" y así. Tenía incluso preparadas variantes exactas para una enorme variedad de "ella me dice", que era lo que le había llevado más tiempo. El final era lo más complicado. "Me gustás mucho" no lo convencía, pero dependiendo del desarrollo de la conversación podía caber. No pudo resolver esa incomodidad, porque el colectivo ya estaba doblando en Callao. Había que bajar.
Llegó a la esquina como todo hombre enamorado y ansioso: pareciendo un idiota. Ella estaba ahí.
No lo vio enseguida y eso fue casi fatal. Era demasiado hermosa; resaltaba en la esquina como la última fruta del manzano. Él, por un segundo, se olvidó de todo lo que había estado pensando casi diez días sin descanso alguno. Entonces ella giró la cara y se miraron un rato. Fue uno de esos momentos ínfimos de la vida que unx no se olvida nunca; la sonrisa de ella fue tan franca que sintió que podía morirse ahí, que ya todo estaba cumplido. Hay sonrisas así, que valen una vida.
Lo que siguió fue exacto: el saludo, el beso, el roce, la entrada al bar, las palabras, la mesa.
Se sentaron, se miraron, se sonrieron de nuevo y él empezó su performance con un comentario sobre el pelo de ella, adaptable a cualquier peinado. Ella se rió y le dijo algo totalmente previsto; él se dispuso entonces a comenzar una breve descrpción de la historia de la esquina, puntillosamente estudiada, pero ella lo interrumpió con las dos manos.
Se hizo un silencio que le heló la sangre.
Ella empezó a acariciar el mantel, mirando para afuera. Dio vuelta la cara y sin mediar introducciones le dijo "me gustás mucho".
Él, petrificado, trató de contestar algo, pero no se le ocurrió nada. Y ella, que como toda mujer sabía todo lo que él no sabía de sí mismo, le dijo "pero si voy a enamorarme necesito saber algo ahora, antes de que pase cualquier cosa". Él encogió los hombros y abrió las manos, aterrorizado; y ella le preguntó, "¿sos peronista?".
Nunca un "sí" o un "no" valieron tanto. La cuestión fue que le dijo la verdad y la respuesta fue la correcta.
A la mañana siguiente, mientras desayunaban, ella lo invitó al teatro y él dijo que sí. A eso de las once volvieron a la cama. Ese día entendió que el sentido de las cosas está fuera del alcance de los hombres. "Las mujeres saben demasiado", pensó. Y no pudo pensar mucho más, porque ya estaban cojiendo de nuevo.

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