miércoles, 24 de julio de 2019

CCCXLIV

Recién siendo adolescente descubrí que las calles de mi barrio tenían nombres burocráticos. Desde ya, no eran calles anónimas: la callecita del ligustro, la calle de la ligustrina, la calle ancha de la escuela, la calle de las casitas de atrás, la de la iglesia. Había tres tipos de calles: las callecitas, de no más de un metro de ancho; las veredas y las veredas anchas o avenidas, todas ellas peatonales. En rigor, veredas todas, diferenciadas por su anchura. Los nombres patrióticos e históricos estaban reservados para las calles por las que transitaban autos y otros vehículos motorizados, que rodeaban el barrio peatonal: Ministro Brin, 20 de septiembre, Arzobispo Espinosa, Necochea y otros (fue una sorpresa para mí descubrir que la vereda sobre la que estaba el edificio de mi casa era en realidad la calle Espinosa, extensión de la calle Espinosa y terminada en la calle Espinosa, al final del barrio, Siempre supe que vivía en Arzobispo Espinosa 250, pero jamás asocié el domicilio con la vereda, porque en el barrio se vivía en el edificio 11, o en el 1 (el mío), o en el 36, o en las casitas (pequeños grupos de dúplex que constaban de cinco casas cada uno, llamadas del medio, de atrás, de Necochea, de Caboto y de adelante). En las peatonales circulaban humanxs y bicicletas en proporciones similares; carecer de bicicleta era una tragedia, superior a carecer de pelota, ya que con una pelota sola jugaban veinte y con una bicicleta andaban, a lo sumo y con fastidio, dos.

La topografía del barrio era laberíntica y la numeración de los edificios, caprichosa. El 1 y el 2, por ejemplo, eran contiguos, al igual que el 4, el 5, el 6 y el 7; pero entre el 3 (para nosotrxs, las casitas de adelante) y el 4 estaban el 13 y el 12, interrumpidos por el 8 y el 9, contiguos al 15, del 10 y el 11. Había que cruzar todo el barrio para llegar al trío 12, 13 y 14, que lindaban con los 30, 31 y 32. Dar indicaciones a los extranjeros era complicado, sobre todo por las callecitas, que obraban de patio interno de tríos o cuartetos de edificios.

Entre los edificios 1 y 2 y frente a las casitas de adelante, hogar de Ernesto Zavatarelli, hijo del gran Dante, con quien fuimos una noche a ver un Quilmes - Boca que terminó 1 a 1 (esa noche conocí a Muñoz, sin saber que lo estaba conociendo), había una plazoleta rodeada de callecitas, una de las cuales era peculiar. Comenzaba en la plazoleta y finalizaba en la calle de las casitas del medio, casi enfrente del edificio 11. Era un trayecto relativamente largo el que llevaba del inicio al final, donde había, en la última de las casitas, un ligustro y un pequeño jardín con un arbolito pequeño. La callecita se había constituido en el sitio perfecto para un portentoso desafío, que consistía en arrancar con la bicicleta en el inicio de la callecita, acelerar desaforadamente y, sin descender la velocidad, doblar en la calle de las casitas hacia la izquierda, para volver a hacerlo inmediatamente a la derecha, en forma de ese, en la calle del 11. Se trataba de una hazaña que sólo se lograba con repetición, esfuerzo y muchos golpes y, en el mejor de los casos, raspones con el ligustro. El destino casi inexorable de los neófitos era embestir el ligustro y caer en el jardín, en formas aparatosas y hasta cierto punto desconocidas, puesto que una vez atravesado el ligustro sólo se veían la bicicleta volando y dos piernas desapareciendo. En más de una ocasión, el atravesamiento del ligustro incluía un golpe contra el árbol pequeño. Habiéndolo padecido, puedo dejar constancia de que era una experiencia sumamente desagradable. Las advertencias, amenazas, súplicas y ruegos del dueño de la casita eran completamente ineficaces; la aventura era demasiado divertida como para arredrarse. La experiencia completa podía culminar, no obstante, con dos tipos de éxito: el primero, valioso, era lograr la curva, pero sin evitar del todo el ligustro; todxs lxs niñxs del grupo ostentábamos en el exterior de nuestras piernas derechas, como marcas de guerra, cicatrices de rayones ancestrales (algunxs, menos intrépidos, usaban pantalones largos, pero no era bien visto); pero el éxito supremo era la ese limpia. No creo equivocarme al asegurar que todxs lxs que lo logramos en alguna ocasión, ya fuera por primera o décima vez, experimentábamos en el cuerpo una sensación majestuosa de virtuosismo, un estremecimiento del alma cercano a lo que más tarde conoceríamos como un orgasmo. La sensación se veía aumentada por los vítores lejanos de lxs observadorxs lejanxs. Se requería una destreza similar a la que asombra en los pilotos de motocicleta cuando toman las curvas rozando el suelo con las rodillas, pero sin cascos, sin rodilleras ni trajes protectores.

Con el tiempo, el reto fue sofisticándose. Cuando ya la gran mayoría podía resolver la proeza a la primera, la aventura empezó a volverse rutinaria, por lo que le agregamos un condimento temerario: hacerlo en dúos. La acción en sí era la misma, pero la novedad implicaba la salida de dos bicicletas, en fila, separadas por no más de tres metros. Puede parecer un cambio menor, pero no lo fue en absoluto. El peligro consistía, ahora, en el fallo de la primera bicicleta; cuando eso ocurría, el resultado era sanitariamente catastrófico. Las variantes eran múltiples. La menos grave era la repetición del fracaso individual, pero duplicada; es decir, dos bicicletas volaban, dos cuerpos desaparecían tras el ligustro. No era, sin embargo, el accidente más frecuente; lo habitual era infinitamente más doloroso: la primera bicicleta fracasaba y la segunda chocaba con la primera, por lo que el conductor, o bien se incrustaba de cabeza en el ligustro, o bien caía sobre la primera bicicleta, o sobre la propia, o sobre ambas. Las lesiones empezaron a ser más serias: frenos clavados en las costillas, palos clavados en la frente, pedales desollando rodillas. Pero éramos niños, por lo cual cada masacre era una fuente de carcajadas y las curaciones eran velocísimas. La salud de nuestrxs amigxs era irrelevante en comparación con la felicidad que nos producía su desgracia. Sólo nos compadecíamos ante el llanto o ante ciertas heridas que cortaban la risa como un cuchillo, de sólo verlas.

Un día ocurrió, finalmente, lo inexorable. Juanjo participaba frecuentemente del juego, pero no era de lxs más expertxs. Muchos cometían una falta, que les era reprochada, pero en él era particularmente habitual: llegar a la calle y frenar en un rango que iba de “un poquito” a “mucho”. Lxs que ya habíamos superado esa etapa de temor al momento del giro, podíamos reconocer con claridad los descensos de velocidad, aun a la distancia, por minúsculos que fueran; pero este descenso, en Juanjo, rozaba muchas veces lo obsceno. Tal vez avergonzado por los múltiples y crueles reproches, una tarde partió hacia la calle, tomó velocidad y, al llegar a la curva, sin aminorar la marcha, simplemente no dobló. No supimos por qué, al menos en ese momento. Esa vez no nos reímos; se vio todo con una claridad suprema y fue preocupante de inmediato: las ruedas de atrás de la bicicleta levantándose, el cuerpo de Juanjo disparándose como una flecha sobre el ligustro y, cosa infrecuente, el sacudón de la copa del arbolito. Lo más aterrador, de todos modos, fue el ruido; un golpe seco y duro. Dos durezas habían colisionado y todxs sabíamos que eran el árbol y la cabeza de Juanjo. Las bicicletas fueron abandonadas; todxs corrimos al ligustro y al llegar encontramos la escena escalofriante de Juanjo inmóvil, con la cara bañada en sangre. El dueño de la casita salió, dispuesto a una de sus habituales diatribas, pero al ver el espectáculo saltó el alambre que precedía al ligustro y trató de hacer que Juanjo reaccionara. No pasó nada. Creo que insultó, pero no lo puedo asegurar; yo estaba paralizado por el terror, sobre todo porque Juanjo no respondía. Se acercó a la escena un vecino del 2, que había llegado a ver algo. Habló con el dueño de la casa, charla de la que sólo recuerdo la palabra “Argerich”.

A Claudio y a mí nos tocó ir a la casa de Juanjo. Fuimos a buscar las bicicletas y aceleramos hasta el edificio 6. Claudio tocó el portero y cuando atendieron dijo algo parecido a “Juanjo se golpeó la cabeza”. Nadie contestó más nada. En segundos, la mamá de Juanjo estaba en la puerta, desencajada, preguntando qué había pasado. Corrió todo el camino hasta la casita, pero antes de llegar nos encontramos (nosotros íbamos con ella en las bicicletas) al dueño de la casa y al vecino del 2, con Juanjo a upa, todo sangrado, llorando. La mamá lo agarró y se subieron a un auto. Del grupo original, sólo quedábamos Claudio, Graciela y yo (y Juanjo, desde ya). A propuesta de Graciela, fuimos al hospital; llegamos casi al mismo tiempo que el auto y nos quedamos afuera. La mamá no apareció más. El dueño de la casita salió de la guardia y nos dijo algo, enojado, que no recuerdo del todo bien, pero puedo suponer como un “cuántas veces les dije”, o algo así. Ningunx se animó a entrar. Esperamos un rato afuera, por que sí. Salió el tipo del 2 y nos dijo que Juanjo se iba a quedar en el hospital, que estaba bien, pero que lo tenían que coser. “Coser” era para mí, al menos, una palabra terrorífica, casi premonitoria de la muerte. Claudio y Graciela no parecían tan preocupadxs y propusieron volver, cosa que hicimos. Yo, derecho a casa.

Por supuesto, no conté nada, lo cual era habitual (ya para esa época trataba de no hablarme demasiado con mi madre y su pareja, para ahorrarme problemas). Me acosté preocupado, eso sí. Al día siguiente, Juanjo faltó a la escuela. Al salir, después de almorzar, fuimos con Claudio y Lucio a su casa. Todo lo que pudimos saber, portero mediante, fue que estaba bien, pero que le habían dado doce puntos, algo que no tenía mucho significado, al menos para mí. También supimos que iba a estar unos días fuera de nuestra vista. Volvimos a verlo un lunes, en la escuela. Yo quedé muy impresionado: tenía una venda que le tapaba casi toda la cara, excepto la boca, una partecita de los cachetes y la nariz; la boca estaba hinchada y tenía un diente roto, pero lo que más me impresionó fueron el color violeta de cada parte visible y los ojos rojos, además de que hablaba rarísimo. En el recreo, nos contó que se había roto el tabique y se había cortado la frente y el labio de arriba, además de haberse partido dos dientes. Todxs queríamos saber qué había pasado ese día, por qué no había doblado; él dijo que sí, que había doblado, pero se ve que había salido con el manubrio con una vuelta de más y que el cable del freno no lo dejó doblar; era una suposición: lo que concretamente sabía era que había tratado de doblar y la bicicleta no lo había acompañado en la intención.


Nunca más volvimos a hablar del asunto, pero el día del accidente fue el último día de nuestro juego preferido. Yo, particularmente, dejé de pensarlo como un juego; aunque mejor sería decir que simplemente no volví a pensarlo más. Creo que nadie lo vivió con tristeza. La infancia tiene eso de bueno: las cosas dejan de ser con una asombrosa facilidad. Por otra parte, el barrio estaba repleto de actividades que desafiaban la audacia; y la de las bicicletas no era ni por asomo la más peligrosa. Pero eso forma ya parte de otros relatos, uno de los cuales, curiosamente, tuvo también a Juanjo como protagonista (muy) desafortunado.

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