Recién siendo adolescente
descubrí que las calles de mi barrio tenían nombres burocráticos.
Desde ya, no eran calles anónimas: la callecita del ligustro, la
calle de la ligustrina, la calle ancha de la escuela, la calle de las
casitas de atrás, la de la iglesia. Había tres tipos de calles: las
callecitas, de no más de un metro de ancho; las veredas y las
veredas anchas o avenidas, todas ellas peatonales. En rigor, veredas
todas, diferenciadas por su anchura. Los nombres patrióticos e
históricos estaban reservados para las calles por las que
transitaban autos y otros vehículos motorizados, que rodeaban el
barrio peatonal: Ministro Brin, 20 de septiembre, Arzobispo Espinosa,
Necochea y otros (fue una sorpresa para mí descubrir que la vereda
sobre la que estaba el edificio de mi casa era en realidad la calle
Espinosa, extensión de la calle Espinosa y terminada en la calle
Espinosa, al final del barrio, Siempre supe que vivía en Arzobispo
Espinosa 250, pero jamás asocié el domicilio con la vereda, porque
en el barrio se vivía en el edificio 11, o en el 1 (el mío), o en
el 36, o en las casitas (pequeños grupos de dúplex que constaban de
cinco casas cada uno, llamadas del medio, de atrás, de Necochea, de
Caboto y de adelante). En las peatonales circulaban humanxs y
bicicletas en proporciones similares; carecer de bicicleta era una
tragedia, superior a carecer de pelota, ya que con una pelota sola
jugaban veinte y con una bicicleta andaban, a lo sumo y con fastidio,
dos.
La topografía del barrio
era laberíntica y la numeración de los edificios, caprichosa. El 1
y el 2, por ejemplo, eran contiguos, al igual que el 4, el 5, el 6 y
el 7; pero entre el 3 (para nosotrxs, las casitas de adelante) y el 4
estaban el 13 y el 12, interrumpidos por el 8 y el 9, contiguos al
15, del 10 y el 11. Había que cruzar todo el barrio para llegar al
trío 12, 13 y 14, que lindaban con los 30, 31 y 32. Dar indicaciones
a los extranjeros era complicado, sobre todo por las callecitas, que
obraban de patio interno de tríos o cuartetos de edificios.
Entre los edificios 1 y 2
y frente a las casitas de adelante, hogar de Ernesto Zavatarelli,
hijo del gran Dante, con quien fuimos una noche a ver un Quilmes -
Boca que terminó 1 a 1 (esa noche conocí a Muñoz, sin saber que lo
estaba conociendo), había una plazoleta rodeada de callecitas, una
de las cuales era peculiar. Comenzaba en la plazoleta y finalizaba en
la calle de las casitas del medio, casi enfrente del edificio 11. Era
un trayecto relativamente largo el que llevaba del inicio al final,
donde había, en la última de las casitas, un ligustro y un pequeño
jardín con un arbolito pequeño. La callecita se había constituido
en el sitio perfecto para un portentoso desafío, que consistía en
arrancar con la bicicleta en el inicio de la callecita, acelerar
desaforadamente y, sin descender la velocidad, doblar en la calle de
las casitas hacia la izquierda, para volver a hacerlo inmediatamente
a la derecha, en forma de ese, en la calle del 11. Se trataba de una
hazaña que sólo se lograba con repetición, esfuerzo y muchos
golpes y, en el mejor de los casos, raspones con el ligustro. El
destino casi inexorable de los neófitos era embestir el ligustro y
caer en el jardín, en formas aparatosas y hasta cierto punto
desconocidas, puesto que una vez atravesado el ligustro sólo se
veían la bicicleta volando y dos piernas desapareciendo. En más de
una ocasión, el atravesamiento del ligustro incluía un golpe contra
el árbol pequeño. Habiéndolo padecido, puedo dejar constancia de
que era una experiencia sumamente desagradable. Las advertencias,
amenazas, súplicas y ruegos del dueño de la casita eran
completamente ineficaces; la aventura era demasiado divertida como
para arredrarse. La experiencia completa podía culminar, no
obstante, con dos tipos de éxito: el primero, valioso, era lograr la
curva, pero sin evitar del todo el ligustro; todxs lxs niñxs del
grupo ostentábamos en el exterior de nuestras piernas derechas, como
marcas de guerra, cicatrices de rayones ancestrales (algunxs, menos
intrépidos, usaban pantalones largos, pero no era bien visto); pero
el éxito supremo era la ese limpia. No creo equivocarme al asegurar
que todxs lxs que lo logramos en alguna ocasión, ya fuera por
primera o décima vez, experimentábamos en el cuerpo una sensación
majestuosa de virtuosismo, un estremecimiento del alma cercano a lo
que más tarde conoceríamos como un orgasmo. La sensación se veía
aumentada por los vítores lejanos de lxs observadorxs lejanxs. Se
requería una destreza similar a la que asombra en los pilotos de
motocicleta cuando toman las curvas rozando el suelo con las
rodillas, pero sin cascos, sin rodilleras ni trajes protectores.
Con el tiempo, el reto fue
sofisticándose. Cuando ya la gran mayoría podía resolver la proeza
a la primera, la aventura empezó a volverse rutinaria, por lo que le
agregamos un condimento temerario: hacerlo en dúos. La acción en sí
era la misma, pero la novedad implicaba la salida de dos bicicletas,
en fila, separadas por no más de tres metros. Puede parecer un
cambio menor, pero no lo fue en absoluto. El peligro consistía,
ahora, en el fallo de la primera bicicleta; cuando eso ocurría, el
resultado era sanitariamente catastrófico. Las variantes eran
múltiples. La menos grave era la repetición del fracaso individual,
pero duplicada; es decir, dos bicicletas volaban, dos cuerpos
desaparecían tras el ligustro. No era, sin embargo, el accidente más
frecuente; lo habitual era infinitamente más doloroso: la primera
bicicleta fracasaba y la segunda chocaba con la primera, por lo que
el conductor, o bien se incrustaba de cabeza en el ligustro, o bien
caía sobre la primera bicicleta, o sobre la propia, o sobre ambas.
Las lesiones empezaron a ser más serias: frenos clavados en las
costillas, palos clavados en la frente, pedales desollando rodillas.
Pero éramos niños, por lo cual cada masacre era una fuente de
carcajadas y las curaciones eran velocísimas. La salud de nuestrxs
amigxs era irrelevante en comparación con la felicidad que nos
producía su desgracia. Sólo nos compadecíamos ante el llanto o
ante ciertas heridas que cortaban la risa como un cuchillo, de sólo
verlas.
Un día ocurrió,
finalmente, lo inexorable. Juanjo participaba frecuentemente del
juego, pero no era de lxs más expertxs. Muchos cometían una falta,
que les era reprochada, pero en él era particularmente habitual:
llegar a la calle y frenar en un rango que iba de “un poquito” a
“mucho”. Lxs que ya habíamos superado esa etapa de temor al
momento del giro, podíamos reconocer con claridad los descensos de
velocidad, aun a la distancia, por minúsculos que fueran; pero este
descenso, en Juanjo, rozaba muchas veces lo obsceno. Tal vez
avergonzado por los múltiples y crueles reproches, una tarde partió
hacia la calle, tomó velocidad y, al llegar a la curva, sin aminorar
la marcha, simplemente no dobló. No supimos por qué, al menos en
ese momento. Esa vez no nos reímos; se vio todo con una claridad
suprema y fue preocupante de inmediato: las ruedas de atrás de la
bicicleta levantándose, el cuerpo de Juanjo disparándose como una
flecha sobre el ligustro y, cosa infrecuente, el sacudón de la copa
del arbolito. Lo más aterrador, de todos modos, fue el ruido; un
golpe seco y duro. Dos durezas habían colisionado y todxs sabíamos
que eran el árbol y la cabeza de Juanjo. Las bicicletas fueron
abandonadas; todxs corrimos al ligustro y al llegar encontramos la
escena escalofriante de Juanjo inmóvil, con la cara bañada en
sangre. El dueño de la casita salió, dispuesto a una de sus
habituales diatribas, pero al ver el espectáculo saltó el alambre
que precedía al ligustro y trató de hacer que Juanjo reaccionara.
No pasó nada. Creo que insultó, pero no lo puedo asegurar; yo
estaba paralizado por el terror, sobre todo porque Juanjo no
respondía. Se acercó a la escena un vecino del 2, que había
llegado a ver algo. Habló con el dueño de la casa, charla de la que
sólo recuerdo la palabra “Argerich”.
A Claudio y a mí nos tocó
ir a la casa de Juanjo. Fuimos a buscar las bicicletas y aceleramos
hasta el edificio 6. Claudio tocó el portero y cuando atendieron
dijo algo parecido a “Juanjo se golpeó la cabeza”. Nadie
contestó más nada. En segundos, la mamá de Juanjo estaba en la
puerta, desencajada, preguntando qué había pasado. Corrió todo el
camino hasta la casita, pero antes de llegar nos encontramos
(nosotros íbamos con ella en las bicicletas) al dueño de la casa y
al vecino del 2, con Juanjo a upa, todo sangrado, llorando. La mamá
lo agarró y se subieron a un auto. Del grupo original, sólo
quedábamos Claudio, Graciela y yo (y Juanjo, desde ya). A propuesta
de Graciela, fuimos al hospital; llegamos casi al mismo tiempo que el
auto y nos quedamos afuera. La mamá no apareció más. El dueño de
la casita salió de la guardia y nos dijo algo, enojado, que no
recuerdo del todo bien, pero puedo suponer como un “cuántas veces
les dije”, o algo así. Ningunx se animó a entrar. Esperamos un
rato afuera, por que sí. Salió el tipo del 2 y nos dijo que Juanjo
se iba a quedar en el hospital, que estaba bien, pero que lo tenían
que coser. “Coser” era para mí, al menos, una palabra
terrorífica, casi premonitoria de la muerte. Claudio y Graciela no
parecían tan preocupadxs y propusieron volver, cosa que hicimos. Yo,
derecho a casa.
Por supuesto, no conté
nada, lo cual era habitual (ya para esa época trataba de no hablarme
demasiado con mi madre y su pareja, para ahorrarme problemas). Me
acosté preocupado, eso sí. Al día siguiente, Juanjo faltó a la
escuela. Al salir, después de almorzar, fuimos con Claudio y Lucio a
su casa. Todo lo que pudimos saber, portero mediante, fue que estaba
bien, pero que le habían dado doce puntos, algo que no tenía mucho
significado, al menos para mí. También supimos que iba a estar unos
días fuera de nuestra vista. Volvimos a verlo un lunes, en la
escuela. Yo quedé muy impresionado: tenía una venda que le tapaba
casi toda la cara, excepto la boca, una partecita de los cachetes y
la nariz; la boca estaba hinchada y tenía un diente roto, pero lo
que más me impresionó fueron el color violeta de cada parte visible
y los ojos rojos, además de que hablaba rarísimo. En el recreo, nos
contó que se había roto el tabique y se había cortado la frente y
el labio de arriba, además de haberse partido dos dientes. Todxs
queríamos saber qué había pasado ese día, por qué no había
doblado; él dijo que sí, que había doblado, pero se ve que había
salido con el manubrio con una vuelta de más y que el cable del
freno no lo dejó doblar; era una suposición: lo que concretamente
sabía era que había tratado de doblar y la bicicleta no lo había
acompañado en la intención.
Nunca más volvimos a
hablar del asunto, pero el día del accidente fue el último día de
nuestro juego preferido. Yo, particularmente, dejé de pensarlo como
un juego; aunque mejor sería decir que simplemente no volví a
pensarlo más. Creo que nadie lo vivió con tristeza. La infancia
tiene eso de bueno: las cosas dejan de ser con una asombrosa
facilidad. Por otra parte, el barrio estaba repleto de actividades
que desafiaban la audacia; y la de las bicicletas no era ni por asomo
la más peligrosa. Pero eso forma ya parte de otros relatos, uno de
los cuales, curiosamente, tuvo también a Juanjo como protagonista
(muy) desafortunado.
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