martes, 16 de julio de 2019

CCCXIX

La palabra "hermano" se acercó de espaldas al abismo. Hay momentos de la niñez en los que ser culpable o inocente es irrelevante; ni él ni yo hubiéramos cabido en cualquiera de las dos categorías, pero al hombre pánico no le importaba juzgar.
¿Cómo se determina, y quién lo hace, el castigo exacto para una falta? Mi condición de prófugo me ponía siempre en una posición compleja: siendo mi falta un estado, cualquier episodio debía determinarse en función del resultado de una sumatoria. El "quién" era claro: el hombre del miedo; el "cuánto", por ende, dependía de su amanecer, del mismo modo que la determinación de lo punible que, como dije, en mi caso era todo.
La palabra "madre" no estaba, en esa oportunidad literalmente. Y la palabra "hermano" dio ese paso atrás, para probar la densidad del aire y la solidez de su cuerpo diminuto. Desde el momento en que lo perdí de vista desde mi posición en la cama excesivamente alta y mi intento vano por agarrar la remera que se alejaba, todo fue ruidos: "no", un golpe seco, un llanto agudo, pasos arrebatados, algunos gritos, balbuceos, "yo no". El más aterrador fue el ruido de la mano en el pelo; ese sonido dolía más que el tirón, que la mano apretada en el cuello, que las patadas interminables en la espalda y los golpes finales, en el sillón del living. La mano en el pelo era el castigo y el ruido era el monto de la pena. Todo lo demás era accesorio, goce puro de ese hombre irrefrenable.
No puedo recordar si tuve tiempo de llorar. Creo que no. Yo pensaba en la palabra "hermano" con mayor compasión que el hombre pánico, despiadado y ciego. A la distancia, puedo asegurar que de una forma extraña había en el hombre del miedo un regicijo: el drama representaba la prueba irrefutable de su hipótesis conspirativa. Ahora poseía el testimonio irrefutable de mi crueldad esencial, genética.
Yo no sentí tristeza en ese momento, sino más tarde, cuando la palabra "madre" se ausentó en presencia y fue anoticiada de los eventos. Yo escuchaba atónito un relato que no podía coordinarse con los hechos; pero no dije nada, porque ya sabía que mi palabra era un delito y no esperaba sumar causales al castigo inevitable. Lo triste fue escuchar la exactitud del relato en el aspecto puntual de la golpiza y observar la cara de la palabra "madre" inmutable, apagada, gris. Y después su mirada.
Ella no lo sabe, pero mientras nos miramos, en ese brevísimo instante en que nos miramos, yo le conté todo sin emitir palabra alguna; le supliqué, le rogué que no escuchara al hombre miedo, que no le creyera, que no supusiera que yo podía ser tan cruel. Pero su mirada... esa fue mi pena. Si hubo un castigo esa noche, fueron los ojos de la palabra "madre" abominando de mí.
Cualquier otra cosa, esa noche, no importó.

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