domingo, 7 de julio de 2019

CCXCII

Entonces uno de mis sinos fue el idioma, el bárbaro y el brutal, el habla salvaje que ecucharía mucho más tarde, debajo de un roble, dicho con el orgullo propio del déspota impune.
Tal vez las palabras fueron mi exilio, que igualó mi soledad con la de los náufragos que me astillaban la niñez sin cortejos o simulacros apenas de consuelo. "Padre" y "madre". Palabras. En el seco dulzor decreciente del abrazo, los cuerpos y las palabras se confunden más todavía y extrañamente acaban despojándose de significado; paradójica simbiosis que acaba por disociar el ser del habla.
Puedo encandilar al niño que fui, de todos modos; hacerlo más feliz desde el atardecer de la vida, sólo narrándolo en su pequeñez de frutilla y su fervor por las ranas que saltaban a la cara. Pero son artilugios que no hacen hervir el agua ni con la brasa escandalosa de los sueños.
Hay una foto. No me pertenece, pero la recuerdo, de un niño sin cielo en brazos de un viejo sin tierra. Es la imagen exacta de la ausencia absoluta. Palabras sin objeto guardadas en un cartón amarillento.
Palabras. No las había entonces pero yo ya sabía, puedo asegurarlo, que llegarían un día para componerlo todo. Fallé; el lago fue lo único que resistió el paso de los días. Y las palabras sólo se comieron el resto.

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