lunes, 22 de julio de 2019

CCCXL

Un hombre agachado bajo un farol parece buscar algo. Un segundo hombre se le acerca y le pregunta si puede ayudarlo, a lo que el primero responde ¨estoy buscando mis llaves¨. ¨Lo ayudo - responde el otro - ¿tiene idea de por dónde se le cayeron?¨;  "Sí, en la vereda de enfrente". El segundo hombre, algo sorprendido, pregunta, "¿Y por qué las busca acá y no allí?"; "Porque acá hay más luz", responde el primero.
Este chiste siempre me pareció (y me parece) gracioso, ingenioso. Pero, ¿y si no fuera un chiste?
Me siento en la obligación de aclarar que entre las muchas cosas que ignoro, el qué sea la vida es una de las más notables. No obstante, puedo sí asegurar que una de sus características más evidentes es que lo perdido es una de sus materias primordiales. No sé qué es; sé que está repleta de cosas perdidas. Sé, también, aunque esto lo sepa sólo de la mía, que las cosas perdidas son irrecuperables. En ese sentido (y en otros tantos) el tiempo tiñe de cierta morbidez la existencia, puesto que la memoria insiste en completarse.
Es también frecuente obstinarse en deplorar todo aquello que, una vez perdido, no desea encontrarse más. Visto lo dicho, se trata de un estado del alma que, a la vez que ingrato, es antihigiénico para el espíritu: lo perdido no regresa, sea bueno o malo.
No obstante, la obstinación contraria suele ser el fruto de los dolores más infames. La insistencia obsesiva por recobrar lo que alguna vez fue resguardo y consuelo, liturgia amorosa del para siempre, que todo lo embellece, caricia compasiva, risa desencadenada y abrazo del mundo, puede convertir en penumbra el devenir de lo que no habiendo sido nunca, puede aun enternecer la piel con ardores incluso más fervientes que los que guardan los recuerdos.
¿Por qué, entonces, buscar la llave en la penumbra? ¿Y si ya no existiera? ¿Y si fuera ya imposible recobrarla y nos fuera autoimpuesta la condena de una búsqueda infinita, tarea similar a la de Sísifo y su piedra?
No parece descabellado postular que una vida derogada en la penumbra de la esperanza es en sí umbría; pero aun, si por una casualidad o la simple buena suerte la llave apareciera, ¿no aparecerían con ella el camino trillado, la casa memorizada, el devenir previsible?
El farol de la vereda de enfrente ofrece la severa desventaja de abandonar la llave y, con ella, el hogar. Es, sin duda, una apuesta temible. Pero al cruzar la vereda ya sorprende gratamente que, olvidada la llave, se encuentra el cuerpo propio, antes oscurecido. Aparecen la mano, el pie, la sombra como correlato y no como morada (correlato a la vez fugaz, móvil, siempre otro de aquello a lo que refiere mal). Y tal vez, sólo tal vez, una llave, que era lo que se buscaba. Es otra llave, eso sí, siniestra al principio, incierta y temible. O aparece un zapato, o una rata, o un libro, o una cosa cualquiera completamente otra de la llave.
¿Y si la llave fuera precisamente eso? ¿Y si perderla no fuera el modo de arrojarse de farol en farol buscando lo que no se ha perdido nunca?
Siempre quedaría el recurso, en última instancia, de volver al lugar preciso al día siguiente, si lo hubiera. Es cierto que no garantizaría nada tampoco.
¿Y si buscar la llave fuera perder el tiempo? ¿Habrá alguna forma de medir si vale más el tiempo que la llave o la llave que el tiempo?
Lo que parece no valer demasiado es la penumbra.

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