viernes, 26 de julio de 2019

CCCXLVIII

No recuerdo su nombre oficial; para nosotrxs siempre fue la Avenida de la escuela. Era la calle más larga del barrio y, podría decirse, la principal. Arrancaba en el edificio 6, pasaba por el 9, el 11 y, por supuesto, por la escuela Della Penna; de hecho, por su entrada. Finalmente, por uno de los costados de la iglesia, a la izquierda y por el edificio 22, a la derecha, cuya particularidad era un enorme árbol de nísperos que, en época de frutos, provocaba aglutinamientos formidables, luchas encarnizadas y huidas temporarias de un portero celoso de su trabajo de cuidador del jardín, del que recuerdo particularmente no haberlo visto nunca sin un secador o una manguera en la mano; el primero, su arma utilizada para espantar a lxs trepadorxs del níspero. Para hacerle justicia, diré que en varias oportunidades su manguera sirvió para saciar nuestra sed cuando volvíamos de la canchita, tras horas de fútbol.

La calle moría en las vías del tren, que no tenían barrera. Eso no era, no obstante, peligroso; los trenes que pasaban eran de carga y, por lo general, lentos (la velocidad oscilaba de acuerdo a la extensión de la formación, que variaba entre locomotora suelta y tren interminable). Como la mayoría se acercaba mucho más a lo primero que a lo segundo, la lentitud, a veces intolerable, era la regla. Uso la palabra “intolerable” desde la perspectiva del que quería pasar a la canchita; la espera podía ser superior a los diez minutos, o más. Si ocasionalmente el tren se detenía, cosa que ocurría de vez en cuando, solíamos osar pasar entre los vagones, apostando a que la quietud durara lo suficiente. Más de una vez, la puesta en marcha del tren dividía al grupo de jugadores en dos; una vez que lo hubimos aprendido, tomamos como regla que el primero en pasar fuera quien llevaba la pelota. Lo esencial era que la pelota quedara del lado de la canchita, así al menos algunxs podían comenzar a jugar, a la espera del resto, menos afortunado.

Los eventos que quiero narrar requieren referir a dos de los elementos anticipados: la velocidad del tren y la pelota, ambos relevantes para la historia del día en que Juanjo se ligó el cachetazo mejor propinado que he tenido la posibilidad de presenciar. Antes de ingresar en el relato, una breve descripción topográfica de la canchita y su relación con la vía del tren.

Al cruzar la vía, exactamente al frente, había un estacionamiento y, doblando a la izquierda, dos espacios separados por una callecita. El más cercano a la vía era una cancha pequeña de cemento, originalmente de fútbol cinco, de básquet y/o de voley (digo “originalmente” porque no existían ya los aros ni la red, pero si los dibujos en el piso y dos arcos pequeños), seguida por un descampado largo que terminaba en una arboleda; ese descampado hacía las veces de cancha auxiliar cuando la canchita y la cancha pequeña estaban ocupada o cuando quienes estaban jugando en ellas eran expulsado por niñxs mayores o adultxs, lo cual era habitual y no era propiamente una expulsión, sino una simple ocupación de la canchita, hubiera quien hubiere siempre y cuando fuera menor, como si estuviera vacía; esta práctica fue pasada de generación en generación y de ella todos fuimos, alguna vez, víctimas y victimarixs. Todo este territorio descrito (el descampado, sobre todo, pero también la canchita) era contiguo a las vías, sin separación de ninguna clase, sino tan solo un desnivel de no más de un metro, como mucho, por sobre aquellas. La canchita propiamente dicha, con sus correspondientes arcos, de tierra pelada toda ella, estaba cruzando la callecita. Uno de los arcos daba a la calle Caboto y el otro al descampado ya mencionado. Esta configuración era el origen de dos formas de perder una pelota: reventada por un auto, reventada por un tren, ambas poco frecuentes.

Voy, entonces, a los eventos. El primero, relacionado con la velocidad del tren, era una de las diversiones predilectas de toda la población infantil del barrio, al punto que era capaz de detener un partido de fútbol. El paso de los trenes extensos y, por ende, lentos, devenía en una estampida de niñxs al paso de la calle ancha a la canchita, que era el espacio en el cual se podía subir al tren. La actividad, riesgosa, consistía en esperar el espacio entre vagones, casi en su totalidad munidos de escalinatas, hacer un breve recorrido junto al tren, de unos dos o tres metros, para tepar y llegar, como primera hazaña, hasta Necochea (calle en la que finalizaba el descampado); como segunda, a Almirante Brown, ya más lejana y más digna de mérito. Cuenta la leyenda (nunca comprobada y por ello leyenda) que Lucio llegó una vez a la cancha de Boca. Se trata de un relato con pocas chances de ser cierto, pero tratándose de Lucio, no del todo inverosímil. La aventura tenía dos riesgos latentes, uno de los cuales nunca se cumplió, al menos que yo supiera: el riesgo no cumplido era errarle al tren y caer, con consecuencias libradas a la imaginación; el otro, frecuente, era la detención de la formación y la aparición del guarda, porra en mano, amenazando a lxs polizones. Como la separación entre la vía y el descampado era el ya mentado desnivel, el escape era sencillo; consistía en saltar de la formación, subir al descampado y alejarse hasta la canchita, territorio fuera de la órbita del guarda, que simplemente recorría los vagones a la captura de incautxs, que lxs había; una vez acorraladxs, algunxs, audaces y respetadxs, pegaban un salto formidable del vagón al descampado, librándose de cualquier castigo; lxs otrxs (mayoría), eran descendidxs del tren y llevadxs entre amonestaciones hacia la entrada, donde eran bruscamente depositadxs. Era ese el momento en el que lxs incautxs aun no descubiertxs aprovechaban para pasar de los vagones a tierras seguras.

El segundo condimento, como ya fue mencionado, tenía que ver con la pelota. Si bien el reventón de una pelota bajo las ruedas de un tren era muy poco frecuente (debían darse muchos eventos simultáneos: que se estuviera jugando, que el tren pasara, que en ese preciso momento la pelota se fuera a la vía, lo cual suponía que alguien seguía jugando mientras desfilaban los vagones, lo que estaba casi prohibido), la caída de la pelota en las vías sí lo era, al igual que la llegada de la pelota a la calle Caboto. La operación de recuperación de la pelota no se menciona por obvia. Esta eventualidad de que la pelota se fuera a las vías y centenares de niños bajaran y subieran de ellas, provocó (o creo que fue eso lo que lo provocó) un acto cuyos autores fueron siempre desconocidos: alambrar la separación entre las vías y el espacio de juego. Esta decisión fue un dolor de cabeza. La pelota se iba menos, es cierto, pero se iba; y cuando pasaba, su recuperación requería un rodeo muy fastidioso. Cabe, aquí, hacer una breve digresión: no todas las pelotas eran objeto de las mismas acciones temerarias de recuperación. Las pérdidas de las pelotas obedecían mayormente a tres motivos: las aplastaba el tren, las aplastaba un auto, eran robadas. En todos los casos, había que correr. Pero la magnitud de la corrida se correspondía con la calidad de la pelota (nunca jugábamos con una sola; las de repuesto se ponían siempre al lado del palo de un arco, sobre todo ante la eventualidad del robo). Recuerdo que para un cumpleaños, mi padre me regaló una Pintier original; se trataba de la pelota oficial del torneo de primera división y su valor era sólo asimilable al de la Tango, que había sido la pelota del Mundial. Tuve esa pelota unos tres años, durante los cuales fui el objetivo obligado de casi todxs lxs chicxs del barrio. El portero de casa no paraba de sonar, preguntando por el Alemán, que era una forma amable de preguntar por la pelota. El camino de casa a la canchita era para mí como la entrada en Roma del Emperador vencedor en una batalla crucial. Juanjo, otro afortunado, tenía una Tango, por lo que desarrollábamos una secreta disputa de popularidad, en la que mi ventaja era que jugaba mejor (Juanjo era tristemente inhábil y yo, no siendo habilidoso, era un aguerrido y temerario defensor, pateaba muy bien y atajaba más que aceptablemente). Cierta tarde, jugando con la pelota de Juanjo, la pelota partió rumbo a Caboto. Yo estaba defendiendo y fui a buscarla; no muy lejos, venía un auto, por lo que aceleré la carrera. Sólo recuerdo haber agarrado la pelota y un golpe y un vuelo, con aterrizaje en la vereda de enfrente, afortunadamente de pasto. El conductor bajó del auto; estábamos cerca del Argerich, por lo que insistió en llevarme. Yo entré en pánico, pensando sobre todo en lo que diría mi madre, por lo que me negué, una y otra vez. El hombre levantó el pantalón, me revisó la rodilla, me hizo doblas la pierna de todas las formas posibles y finalmente, declarándose médico, me reprendió por el modo de cruzar la calle y se fue. Dos cosas se salvaron en ese acto: mi honor y la Tango de Juanjo.

La digresión fue, en realidad, una digresión dentro de otra. De todo lo dicho en el párrafo anterior sólo importaba el alambramiento de la vía. Lo que siguió fueron las motivaciones de la obra.

El hecho que importa nos remonta a las trepadas al tren. Es de suma importancia aclarar que las mismas siempre se realizaban “del otro lado” de la calle de la escuela; es decir, del lado de la canchita, porque en el contrario había unos pilotes de metal que impedían acompañar el trayecto del tren para elegir el momento exacto de la trepada. Una tarde, mientras jugábamos, escuchamos el tren y corrimos a la vía. Venía muy despacio, por lo que la trepada estaba asegurada. Nos preparamos con prudencia, para no alertar al conductor; la técnica incluía el cálculo del momento en que la locomotora daba “la vueltita” que nos hacía invisibles al maquinista y no podíamos, tampoco, hacer aparente nuestra intención cuando la locomotora pasaba. Pasó la locomotora, esperamos unos segundos y empezamos a trepar, Juanjo el primero. Cuando hubimos subido cinco o seis, se escuchó el ruido de alerta en las ruedas: el tren estaba frenando. Inexorablemente, el guarda venía en camino, o al menos el riesgo de que eso sucediera era altísimo. Había que ser veloz, el alambrado ya no permitía el escape por el costado, por lo que había que desandar todo el trecho hasta la subida y salir de la vía. Todxs lo hicimos, excepto Juanjo y José María, que hizo una maniobra memorable bajando por el otro lado, el de la pared, para deslizarse de costado hasta la Avenida (maniobra arriesgada si las había, por el poco espacio entre la pared y el tren). Juanjo se vio perjudicado por dos factores: había sido el primero en subir; no había escuchado el ruido y, por ende, tampoco anticipó la frenada con suficiente rapidez. Cuando lo hizo, fue tarde. Bajó del vagón para rumbear a la salida, pero el guarda ya se había interpuesto entre aquél y ésta. Al girar para el otro lado, notó con terror que el maquinista también había bajado, por lo que en una maniobra de pinzas quedaron uno a cada lado de Juanjo. Y allí pasó. El maquinista, sin mediar palabra, le encajó a Juanjo un bife cuyo sonido nos puso a todxs la piel de gallina. Fue un tortazo limpio y pleno, acompañado de la palabra “pendejo”, seguida de un calificativo poco apropiado. Juanjo no lloraba, sólo atinaba a levantar los brazos para no cobrar otro, que nunca llegó. Era el turno del guardia, que lo agarró de un brazo, lo dio vuelta y le pegó la patada en el culo más soberbia que recuerdo haber visto; Juanjo se levantó, mínimo, cincuenta centímetros del piso y avanzó un metro por el aire. Viéndose libre, sólo corrió.

Cuando finalmente salió de la vía, llegó hasta nosotrxs, que éramos increpadxs desde lejos por el guarda, en un idioma que ya no nos interesaba. La cara de Juanjo estaba roja como un morrón y jadeaba un poco. Todos esperamos el llanto, pero para nuestra sorpresa empezó a reírse a carcajadas. De una forma extraña y por razones incomprensibles, lo suyo había sido una especie de proeza, que todxs celebramos, carcajeando también. Esperamos a José María, que merecía también nuestros respetos, volvimos a la cancha y seguimos jugando. Al día siguiente, toda la escuela sabía de la hazaña y Juanjo era una especie de héroe totalmente involuntario.

De más está decir que las subidas al tren siguieron, más aun a medida que lo agujeros en el alambrado empezaron a ocupar mayor dimensión que el alambrado mismo. Pero la risa de Juanjo el día de la paliza quedó inmortalizada en todxs. Muchos años más tarde me lo encontré en la Avenida Corrientes; no lo reconocí del todo hasta el momento en que me dijo “Juanjo, boludo; el del cachetazo”.

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