jueves, 18 de julio de 2019

CCCXXVIII

Gerardo se moría de sueño. La noche con el fotógrafo se había hecho larga, porque no había querido dejarlo sólo y despierto. Ahora faltaba una hora y media para su clase y apenas podía mantener los ojos abiertos. No quería comer nada, así que pidió sólo un café doble, cargado.
Mientras esperaba, se le ocurrían nuevas formas de clasificación que permitieran una eficacia mayor en la predicción de las conductas, o al menos en el conocimiento previo de las personas desconocidas. La fórmula que tenía dejaba demasiados huecos, pero era bastante exacta, con todas las limitaciones del caso, que eran, desde ya, las intenciones, si acaso tal cosa existía (él, en lo más profundo, las consideraba un mito).
La trapecista y el fotógrafo eran oro puro, en ese sentido; y el relator ingobernable un desafío difícil.
El último dato agregado a su lista había sido el del tiempo utilizado para vestirse. Era una escala entre 0 (imposible, suponía un no tiempo) y uno (también imposible, por el mismo motivo, pero por exceso). El promedio variaba mucho de acuerdo a los barrios, pero el general le daba 0,0732, con un leve margen de error. En el bar, por ejemplo, el promedio era 0, 0814, pero estaba en Recoleta, así que no podía esperarse otra cosa.
Le llamaba la atención un hombre sentado al lado de una ventana, que tiraba el promedio para abajo notablemente. El tipo no era de la zona; era evidente. Era un muchacho excesivamente delgado, lo que impresionaba particularmente en la cara. No se movía. No llegó a ver qué había comido, pero lo había hecho, porque tenía un cuchillo sucio en la mano. El hombre delgado sólo bamboleaba el cuchillo con la mano izquierda, mientras se miraba la mano derecha.
Entonces sucedió algo pasmoso. El hombre apoyó la mano derecha sobre la mesa y presionó el filo del cuchillo sobre el dedo índice hasta separarlo de la mano. Gerardo dio un respingo y miró para todos lados; nadie pareció advertir lo sucedido. volvió a mirar al muchacho, agitado, cuya cara no mostraba sombra alguna de dolor; de hecho, repitió la operación con el dedo pulgar, desde el nudillos y con el mayor, desde más abajo. El cuchillo se deslizaba por la mano del mutilado como si la mano estuviera hecha de queso. De las supuestas heridas no manaba una gota de sangre; de los dedos tampoco.
El hombre levantó la cabeza y cruzó la mirada con la de Gerardo, que estaba paralizado. Había algo atemorizante en el hombre enjuto: carecía por completo de expresividad. Una cara sin gesto es impensable; sólo puede verse. Así era la cara del mutilado.
Entonces, sucedió algo más extraño aún (como si fuera posible): el hombre acercó la mano mocha a un vaso y, utilizando los espacios vacíos que quedaban en la mano, cuyos dedos yacían en la mesa, levantó un vaso (aparentemente con Coca Cola), lo dirigió a Gerardo, dijo "salud" y lo vació en su boca.
Dejó el vaso en la mesa, le mostró la mano a Gerardo y con voz rasposa le dijo "los dedos son una idea". Se dio vuelta y empezó a juguetear con los dedos cortados que estaban en la mesa, hasta que los agarró y se los metió en un bolsillo del saco. Y volvió a quedarse inmóvil, mirándose las manos.

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