miércoles, 31 de julio de 2019

CCCLVII

Lo decidió, a lo sumo, una hora antes. Los días, tal vez semanas o meses previos había sido una idea. En algún momento la idea se transformó en fantasía y no mucho después en pensamiento serio, real, espeso. Hasta que no fue decisión, sin embargo, prevaleció el miedo; el miedo al dolor físico, sobre todo, lo cual es comprensible. También pesaron en sus cavilaciones infinitas los dolores de lxs otrxs, físicos también, pero en un sentido menos literal y más metafísico, más amoroso; éstos últimos dolores, no obstante, los ajenos, eran exactos, comparados con los que él sufría todo el tiempo. Ellxs tenían que saber algo que no se podía explicar y él se los iba a enseñar, drásticamente. Tanto pensar sobre el asunto no hacía más que convencerlo de su certeza sobre el amor como fuente de dolor inagotable.

Alguien debía pagar tantos años, meses, días y segundos de injuria, tanta tristeza inmerecida, tanto sufrimiento. Contada en segundos, la capacidad humana para tolerar la agonía es incomprensible. Era demasiado injusto vivir a destajo la inclemencia del consuelo intrascendente, de la mirada compasiva, del reproche por lo inevitable. Había sido ya demasiado tiempo. De todxs, curiosamente, ella era quizás quien menos merecía el castigo. Fue lo más cercano que hubo al amor o, si el término era exagerado, al cariño sincero; pero no era inocente en absoluto. Su indecencia era el persistir en la ignorancia del final. Si ella sabía que él nunca iba a decirlo, ¿por qué esa obstinación en querer lo que ya estaba deshilachado en desprecios leves pero permanentes? Para él cada sonrisa de ella era un desconsuelo, una humillación, una decepción.

Pero ahora todo eso ya estaba concluido, ya ni siquiera se le cruzaba por la cabeza. La vida termina antes de la muerte, a veces mucho antes. Disfrutaba por primera vez en años de un aletargado, dulce y olvidado estado de serenidad, fumando en el balcón. Había prendido la televisión en un canal de música y de fondo sonaba un concierto de Ravel. Los chicos no estaban, lo cual era indispensable, ni iban a venir antes que ella. No podría decirse que no pensara, pero se trataba más bien de una repetición neurótica del momento cercano, una y otra vez, sin valoraciones morales ni razonamientos que pudieran entorpecer el devenir de los hechos. Si acaso pensaba algo, era más bien en el cigarrillo y en el café; y los disfrutaba, cosa extraña. Y un poco en la música.

No pasó más de una hora desde que él fue al balcón y ella pasó la puerta. Cuando escuchó la llave, se dio cuenta de algo que podría derrumbar el plan y se reprochó por no haber previsto algo tan obvio; ella, casi seguramente, iba a entrar y seguir de largo para la cocina, como solía hacer, sin mirar al costado. Si él se veía obligado a llamarla, el dramatismo de la escena devendría en patetismo y todo se vería irremediablemente arruinado; en algún rincón de su alma el pensamiento fue el destello de un alivio, pero no fue así como sucedieron las cosas y no tuvo tiempo de desarrollar la idea. Ella entró, cerró la puerta y se detuvo frente a él, en el vestíbulo, de espaldas, sacándose la campera y la bufanda y dejando la cartera en la silla. En medio de todo el movimiento, lo vio. Lo miró, le regaló una sonrisa de alegría sincera y lo saludó con felicidad. Él, impávido, no dijo nada, no hizo gesto alguno, no movió un músculo; sólo clavó sus ojos en los de ella de una forma tétrica que él sabía componer con tremenda eficacia. Fueron segundos, si acaso pasó tanto tiempo; lo único que él esperaba era que ella se diera cuenta. Y lo vio; lo vio en la cara de ella con meridiana claridad: ella supo; supo todo y hasta atinó a decir algo, que él interpretó como su nombre acogotado. Era todo lo que necesitaba: que estuviera, que supiera, que viera y anticipara; que sintiera al menos un segundo el desgarro de la impotencia absoluta, que sufriera la vida de él al menos un instante. Y eso estaba hecho, por lo que sólo restaba culminar.

Entonces, simplemente se inclinó para atrás. Escuchó su nombre, no ya apretado y temeroso sino gritado con un tono desesperado que jamás había oído, que si siquiera imaginaba que pudiera existir. No era el tono, ni el volumen, ni la desesperación de la voz lo que lo conmocionó, sino la comprensión repentina de su fantasía realizándose, su sentimiento de angustia duplicado en ella, pero dentro de él; y cuando casi ni siquiera había comenzado, pero no había ya forma de retroceder, se arrepintió. No la vio nunca más, pero hay una diferencia trascendente entre el “nunca más” del lenguaje y el que se siente en el pecho. Comprendió que ella había muerto, que sus hijos habían muerto, por así decirlo, aunque a él eso fuera a serle insoportable apenas los segundos que tarda un cuerpo en caer unos cuantos metros. Ella nunca fue a la ventana, por lo que al menos le ahorró la imagen de un gesto que podría haber sido ajeno a cualquier fantasía de lo espantoso.

En ese momento, se dio cuenta de que había cometido errores pueriles, pero que cobraban una relevancia notable en su pensamiento, que iba de lo nimio a lo infinito con una fluidez excesiva, casi enloquecedora. Pensó, puntualmente, que de eso debía tratarse la locura, de la indiferenciación absoluta de todo aquello que no puede ser palabra, en donde cabe todo, desde la mancha en el bidet hasta la muerte. Pensó, entonces, en las monedas del bolsillo del pantalón, cuando advirtió que se estaban saliendo, al igual que el paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. ¿Cómo no se había vaciado los bolsillos? Cuando terminara de caer las monedas iban a desparramarse y la gente se las iba a robar; esas monedas eran de ella, de los chicos; había tardado mucho tiempo en juntarlas para la máquina del café y ahora se las iban a llevar tres o cuatro vivos; ¿y el celular? ¿dejó el celular? No lo sentía en el bolsillo ni lo sintió salir ni lo vio caer; no, seguro lo había dejado en la mesa. Era imprescindible para que ella les avisara a sus conocidxs. ¿Y si no les avisaba? En eso pensaba cuando vio, dado vuelta, al vecino del edificio del frente, de soslayo; le pareció que tenía las manos en la cabeza y gritaba, pero no lo escuchaba. Fue cuando se dio cuenta de que no escuchaba nada, pero de un modo desconocido; el silencio era tan grave, tan pleno, que pudo darse cuenta de que los pensamientos hacían ruido.

En ese momento vino lo peor, el recuerdo del nacimiento de sus hijos. “Maté a mis hijos”, pensó. Y recordó cada detalle de cada uno de los partos, pero sobre todo su plenitud, la única que conoció en su vida. Ya no escuchaba ni veía; el mundo era una secuencia desquiciante de imágenes e ideas que se solapaban, se sucedían, se contradecían, se superponían; pero eran perfectamente distinguibles, todas y cada una. Nunca se sintió tan lúcido. Dios, creyó, si existe, debe pensar así. Si la eternidad es la conjunción de todo tiempo, entonces eso era lo que estaba enfrentando. Los partos, las plazas, las mamaderas, las bocas, los olores, la caca, los primeros días de escuela, la bandera, la cancha, la peluquería; todo de un golpe y a la vez distinto, claro, reproducido hasta el detalle más trivial, vivido nuevamente de una vez, junto y por separado. Notó que lloraba y pudo morir en ese momento; un dolor punzante, insoportable, lo invadió de pies a cabeza y creyó que no era posible soportarlo. Sin embargo, recordó las camisas y el dolor se fue como llegó; se había olvidado otra vez de ir a buscar las camisas que había dejado para planchar. Su primer pensamiento fue tan estúpido que lo abandonó de inmediato: pensó en el malhumor de ella y en el reproche, como si fuera a sucederle; pero inmediatamente la imaginó yendo ella al lavadero, volviendo con sus camisas, ya de nadie, llorando, colgándolas en perchas que no iban a ser tocadas más que por ella misma cuando regalara la ropa. Se puso triste con la imagen de ella llevando en ambos brazos las camisas como mortajas. Ya estaba castigada, pensó; pero se dio cuenta de que el castigo no terminaba en esa mirada final, despectiva y rancia; ¿qué hice? Pensó.

Y mamá. Papá no, hasta era probable que él no se enterara jamás. Mamá, la herida de su vida inválida para el amor en acto, la de la mirada ida y el callar obsceno ante los maltratos ajenos y a la vez la marítima huella de un exilio eterno, traspasado por generaciones, la triste heredera y hereditaria, la del parque en enero bajando la pendiente y las fotos que decían cariños que él no recordaba. Mamá, llorando en el teléfono una distancia decidida por ella y adjudicada al destino, o a vaya saber qué brujería que la exculpara. ¿Cómo iba a hacer mamá para vivir con esto? Pero más recalcitrante era pensar en la futilidad de la última vez que la había visto, en el abismo que lxs separó algún día allá por el 74 ó el 75, cuando él todavía no era ni un proyecto de espíritu. Y se consoló pensando en que toda desgracia le era merecida; si habría de sufrir, que entonces lo pensara como un trago de su bebida amarga, que la azotara la culpa y el tormento, que rodara en llanto por su casa y, si fuera posible, se matara también para ir a buscarlo.

Y la cancha de boca y el día que el rojo salió campeón del mundo y la cancha de tierra con los chicos. Las peleas gloriosas y las otras y el eterno sur, móvil como el atardecer crujiendo bajo los pies debajo de la higuera, del cerezo, de la parra. Y el agua fría congelando la vida cuando todavía parecía que la felicidad iba a ser tan infinita, como los tres o cuatro días en que la libélula le regaló suspiros para desvivirse en una esperanza imposible desde el inicio, porque la vejez es dura y la juventud es indiscreta y desalmada hasta el tuétano. Que sufriera también, aunque fuera improbable. Y que sufriera también la rosa inmensa de los trece años, por no haberlo amado hasta arrastrarse sobre sus lágrimas agrias. Esa otra golondrina de junio, a la que él abandonó de forma infame pero por culpa de ella, cruel en su belleza insoportable.

Y el golpe final, menos que un destello, pero suficiente para escuchar el fin del silencio en los huesos rompiéndose, el sonido más horrendo que alguna vez había escuchado. Y el dolor; sí, el dolor brutal, temporalmente ínfimo y físicamente incomparable. El fragmento de un soplo de un destello en el que cupo todo, incluida la cara de la abuela, que fue su última imagen y curó en parte la muerte en la idea de que iba hacia ella, a pedirle que le mostrara otra vez el truco del brazo en la pared y el olor de los ñoquis de polenta y el café con espuma de la mañana.

Y nada más.

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