jueves, 11 de julio de 2019

CCCVI

Murió en julio, un mes adecuado. Su última hazaña fue alzar un brazo contra la pared oriental de la casa, la que miraba hacía la patria. Alguien observaría luego que era demasiado joven, pero los años no se cuentan con números. Los años, propiamente, no se cuentan. Tenía que morirse, eso sí, en brazos del hijo al que había decidido perdonar; el que le fue adjudicado en guarda. Era más vieja que su vida; pero pocos sabían eso como yo. Dejó de moverse relativamente pronto, sobre el brazo del niño desconcertado, como la paloma innata, que también conoció ese brazo, años después. Es extraño tener un brazo para muertes. El niño conoció esa noche la literaria liviandad del ser, pero no en palabras. La vida y la muerte no se separan; es más dramático que eso: primero se vive y de repente no. Y de eso está hecho todo: de límites que no separan nada. Llueve. Tal vez haya un cuerpo para mí, algún día; y si no, ya sé al menos cómo funciona la partida. Creo que estoy listo.

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