viernes, 2 de agosto de 2019

CCCLXI

Mi primer viaje (de los únicos dos que pude hacer) a Europa fue en enero del 97. Los destinos eran múltiples y, a efectos de lo que quiero contar, irrelevantes. Uno de ellos era Florencia y, allí, un objetivo obligado era la Galería de la Academia, donde se exhibía el David, de Miguel Ángel. Esta visita es la que me importa. Imagínese, quien no haya ido, un Salón enorme y semi vacío, con una estatua en el medio y casi nada más; al final del salón, un breve pasillo que conecta con una sala más pequeña, en la que pueden verse unas cuantas esculturas, lindas todas. Esta sala se recorre en no más de quince, a lo sumo treinta minutos. Si sumamos a esta recorrida la del Salón semi vacío, que tiene una sola, podríamos imaginar una estadía de unos exagerados 45 minutos. 
No.
Entramos a la Galería a eso de las 10, cuando abría; cuando salimos, eran más de las dos de la tarde, casi las dos y media, para ser más exacto. La salita de las esculturas consumió, en mi caso, quince minutos; ¿dónde están las cuatro horas restantes? En una, sólo una estatua.
Ya calificarla como “estatua” debería de darme cierto pudor; la palabra “escultura” pareciera más apropiada. Sin embargo, tampoco es un término que le haga justicia y, con total franqueza, diré que no pude hallar ninguno que no sea “El David”, pero no como nombre propio que designa un objeto único, sino como categoría, como conjunto que contiene solamente un elemento, cuyo nombre propio y el del conjunto equivalen. 
El David es una expresión metonímica del arte Real (la mayúscula es intencional, para todxs mis queridxs amigxs lacanianxs). No representa nada, no es signo, ni significado; no tiene sentido y los tiene todos; difiere de sí mismo y es inalterable en una mismidad perpetua. El David es el inconciente puesto en piedra, lo inefable, el Yo interrogado por el cuerpo estremecido.
¿Cuánto tiempo se puede mirar una escultura? Dicho de otro modo; imagínese cada unx mirando una escultura y trate de pensar cuánto tiempo le dedicaría; siendo generosx, todo lo generosx que quiera.
Es imposible transferir al lenguaje las razones que hacen la diferencia entre “El David” y otras esculturas poderosas, como “La piedad” o “El Moisés”, por ejemplo. Me atrevo, a riesgo de resbalar, a ensayar una, que al menos me permite dar sentido a la experiencia: He aquí el punto: a “El David” no se “le mira”.
Al mirar un cuadro (piénsese en el más magnífico que haya visto) o una escultura (lo mismo) o cualquier otra obra de arte, hay un momento en el cual unx siente que “ya lo vio”; es decir: pasado un rato, se descubre iterando el proceso de observación mecánicamente, viendo lo mismo, desde la misma perspectiva o desde otra. En ese momento, simplemente pasa a otro u otra.
Es esta iteración la que está ausente y, al menos en mi caso, es imposible con “El David”. A su alrededor hay una pasarela que permite rodearle en ambas direcciones y algunos asientos en diferentes sitios y a diferentes distancias desde los cuales es visible. Y las acciones que se realizan sobre la obra aparentan ser las mismas que las que se llevan a cabo con otras; pero son diferentes. Unx observa, ve “El David”, sin “mirarlo” en el sentido habitual de la palabra; la mirada es incapaz de posarse o desposarse, de “dirigirse a” con eficacia; siempre hay algún detalle, a veces minúsculo, que lleva la atención a otro sitio. Curiosamente, al dar la vuelta (y se dan muchas, pero muchas en serio), ese detalle ya no existe y, al buscarlo, se descubre otro: una vena minúscula en un brazo, una rugosidad en el codo, un tendón. Y la vista se queda allí, a veces esperando que una pierna se mueva o la boca se abra y brote la palabra. Y da otra vuelta.
Entonces, se aleja un poco el cuerpo de “El David” y unx se sienta en una banca, con la vista siempre posada en el mármol. Desde la distancia le ve completo, desde esa perspectiva, desde ya, desde ese escorzo; y sobrecoge que la totalidad es diferente de lo que se acaba de ver, “El David” es otro “El David”, ni más bello ni menos, distinto. La curiosidad lleva de nuevo al giro, a recordar el lado invisible y, para asombro del ánimo, el lado no había sido visto las primeras veces. Los dedos, los nudillos, la tetilla derecha no eran así; y se vuelve a ver en su sutileza la rugosidad de la nariz, que no era rugosa, o la leve inclinación del tórax, en sentido contrario a la delicadeza de la pose en dirección contraria de la pierna izquierda. Se sienta uno en una banca al frente, ahora; “El David” está tranquilx, a la espera de Goliat o habiéndolo vencido ya. El pelo del pubis es curioso y unx se levanta y vuelve; ¿estaba ahí, en las tantas otras recorridas? ¿cómo podría “El David”ser “El David” sin las dos pequeñas arrugas que nacen en el pene, o sin los hoyuelos de la rodilla izquierda, y el ombligo exacto? Eso no estaba, se piensa y se vuelve atrás, a los glúteos firmes y la espina ladeada, que termina en un cuello que apenas es cubierto por el pelo, que no se recordaba así, por lo que hay que mirarlo, detenerse allí otra vez, aunque no es otra vez porque es otro pelo. Frente a la obra unx se siente en un estado del alma que podría equipararse al que magistralmente describe Borges cuando nos narra las desventuras de Funes: la incapacidad de totalizar, de universalizar, de completar un objeto que pierde su carácter de tal, para pasar a ser interioridad externada, expropiada del pensamiento y del sí mismo. Es un estado de éxtasis sin ceremonia teatral, o ritual.
Y eso son las cuatro horas, que resultan sorprendentemente escasas.
Recordé toda esta escena por una foto que una conocida publicó de una parte de una escultura, en la que se ve en primer plano una mano que aprieta un muslo, en la que es incomprensible que el artista haya reparado con tal sensibilidad en el leve hundimiento de la piel ceñida, que es lo que le da sentido al gesto todo.
Pensé, entonces, si lo que llamamos “grandes obras de arte” no se trata de este conjunto de sensaciones, sublimes todas. Porque el arte es del orden de lo que hay, de lo que existe, de lo exhibible, de lo proyectable. Pero, ¿es posible “proyectar” “El David”?; ¿fue acaso alguna vez un “proyecto” el libro Ficciones? ¿Y el templo siciliano se Segesta, en Trápani? ¿Cómo concebir una película como La Celebración, o un libro como la Ética, o un cuadro como Los colores de la noche, o una obra teatral como Hamlet?
Las grandes obras de artes gozan del privilegio de la irrepetibilidad, pero no en el sentido de que sea imposible reproducirlas (lo es, desde luego) sino porque es imposible verlas dos veces.
Soy un lector cuya neurosis es la relectura. He leído pocas obras, muchas veces cada una; y lo mismo me ha sucedido y me sucede con las películas, o los cuadros. Noté que hay libros, esculturas, cuadros, películas de una excelencia superior, verdaderamente geniales, pero que dejan de sorprender con mayor o menor cantidad de lecturas.
Hace unos días vi La celebración. No diré que la vi “otra vez”, porque aunque el acto ritual fue una repetición que ya lleva un número que supera mis recuerdos, pero la película había cambiado. Cada escena, cada sensación, cada desgarro era nuevo y distinto. No era la película que recordaba (y vaya si creía recordarla): era mejor, mucho mejor. La madre se redimía y el padre me daba pena. La mirada que cierra la película era el resumen mudo del amor irrevocable y renunciado. Y yo lloraba como si no hubiera podido anticipar esa mirada que no mira nada y ve todo y nos dice que la vida es esa dualidad sin paliativos. No se ve “El David” dos veces. No hay “El David”. Hay el ojo propio en manos de otro, que nos lo cuida como un tesoro invaluable.


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