viernes, 23 de agosto de 2019

CDVIII

No recuerdo el año ni el día; sé que tenía dieciséis o diecisiete años y mi adolescencia estaba ya debarrancada (más o menos desde que empezó, que no podría decir cuándo fue).
Antes de narrar el episodio puntual, diré que viví en la casa de mi abuela desde los catorce años, cuando mi madre y su pareja lograron convencerme de que eso era lo mejor para mí, amén de que solucionaba un problema práctico irresoluble con mi presencia en la casa: que mi hermano tuviera su cuarto. Yo había conocido las mieles del alcohol algo más temprano, como una cura para todos mis males, que me parecían demasiados. Al principio, se trató de una práctica secreta y relativamente esporádica, con el tiempo, consuetudinaria. Durante los primeros tiempos de convivencia con mi abuela, cenaba en casa de mi madre todos los días y pasaba bastante tiempo en mi viejo hogar; el cuerto de mi abuela era un lugar de estudio y un dormitorio y no mucho más. Mi abuela, alcohólica, era un recurso de sustancia, además de proveerme de un refugio secreto para mi reciente afición.
Ya desde los quince, empezó un proceso lento de retracción; el tiempo en casa de mi madre se fue haciendo menor, a medida que crecía mi estadía en mi cuartito de abajo (la casa de mi abuela estaba en el mismo edificio). Ya a los dieciséis, era prácticamente nula la capacidad de mi madre para saber dónde estaba y mis intenciones de comunicárselo, lo cual se hizo más profundo con la muerte de mi abuela, que sucedió en ese año, dejándome una casa entera sólo para mí, puesto que seguí viviendo allí. El cuarto de mi abuela pasó a ser mío y mi ex cuarto, con el tiempo, una especie de oficina que mi madre usaba para trabajar de noche en asuntos administrativos de una distribuidora que su pareja manejaba y que fue mi primer trabajo, ya desde el año anterior.
El punto es que mi vida adolescente estuvo signada por una inusual libertad de movimientos, en todo sentido; salía cuando quería y, básicamente, hacía lo que quería también. Y lo que quería, mayormente, era callejear y beber, cosas de las que no me privaba en absoluto.
La noche de los hechos, salí de mi casa relativamente temprano. Mi destino era San Telmo, barrio que me acogió durante esos años y en el que establecí relaciones interesantes, por llamarlas de algún modo. Estaba invitado a una fiesta, muy lejos de casa, pero era más tarde, lo que me daba tiempo para entonarme un poco. Anduve un rato por la Placita Dorrego con un grupete de indeseables del cual formaba parte y fui un rato a casa de un amigo, entonces muy cercano y hoy perdido, donde también había mucha gente.
De lo que sucedió entre la salida de la casa de mi amigo y el evento memorable, sólo tengo recuerdos difusos. Sé que la reunión quedaba en la calle Lope de Vega y que tenía que ir en el cincuenta y tres. De la reunión en sí, lo único de lo que me acuerdo es que había una chica, muy bonita, que me miraba todo el tiempo. Nunca fui muy sagaz ni capaz de responder insinuaciones, es decir, siempre fui del tipo de tipo (perdón por la iteración) al cual, una vez pasado un tiempo de algún encuentro, los demás le decían que fulana o mengana había “estado muerta” conmigo, algo que yo jamás hubiera imaginado (no sé si hubiese solucionado algo que me lo dijeran en el momento, puesto que mi timidez era proverbial). De hecho, todas mis relaciones fueron cuasi violaciones al revés: caritas, roces, gestos, cercanías, invitaciones; todos esos signos no tenían más significado para mí que la cortesía. Si la chica de esa noche, quiero decir, tenía alguna intención para conmigo, su mirada insistente y sus sonrisas fueron un fracaso; pero me acuerdo porque era muy linda. Tal vez esa fue la razón por la cual jamás asocié su mirada con otras intenciones que mirarme; mi autoestima nunca fue una virtud. Fin de los recuerdos. No sé de quién era la casa, ni cómo me fui, ni cómo encontré la parada del colectivo. Sólo sé, retrospectivamente, que me subí, me senté en el asiento doble de adelante, del lado de la ventanilla y no me dormí, me desmayé.
Era común, por aquellas épocas, que los colectiveros viajaran con la puerta abierta. Debía ser verano, porque era el caso; lo sé, porque en un momento del viaje, con el colectivo bajando rápido por Rivadavia y a la altura de Primera Junta abrí los ojos y me desorienté, creyendo que estaba en Brown (en la Avenida Almirante Brown), que era donde debía bajar, por lo que me levanté apurado y, sencillamente, me bajé.
Mi memoria empieza a funcionar a partir de este punto, con un difuso recuerdo de un grito femenino y un dolor en el pie derecho, casi simultáneos. en ese pie, ya a esa altura de mi vida, no tenía ligamentos del lado de afuera (los tenía y los tengo, pero están estirados y no sostienen el pie; una baldosa floja me tira al piso), por la cantidad de esguinces que me había hecho, la mayoría de ellos por mi inagotable capacidad para la autoflagelación, disfrazada de torpeza o bestialidad. La catarata de sensaciones posteriores es muy difícil de narrar, por lo que haré un esfuerzo. Como dije, lo primero fue el dolor en el pie, lo que constituyó el primer rebote. El piso desapareció y, con él, todo punto de referencia; veía pasar luces a toda velocidad y fue cuando comprendí que estaba girando. Siguió otro golpe, doloroso también, aunque menos que el primero, esta vez en el otro pie y también en la rodilla (de ese pie); de nuevo, las luces dando vueltas. Intentaba desesperadamente encontrar alguna clase de referencia que me permitiera estabilizarme, pero la mayor parte del tiempo estaba en el aire, por lo que la estabilización era imposible. Si bien no puedo afirmar a ciencia cierta cuántas veces reboté, alternando los pies, sí sé que nunca me caí, en el sentido de apoyar en el suelo otra cosa que no fueran los pies. A todo el espectáculo (supongo que lo habrá o hubiera sido para cualquier observador) de danza clásica involuntaria, lo acompañaba un silencio notable, que me permitía no sólo sentir, sino también escuchar los golpes de los pies en el piso y, a la vez, mi respiración. También recuerdo haber sentido un ahogo en medio del show, que terminó bruscamente porque choqué contra algo, que supe casi inmediatamente que era un palo de iluminación, con la espalda y la parte de atrás de la cabeza. Tras el choque, caí al principio como deslizándome hacia abajo, hasta quedar sentado y, finalmente, caer de costado. Me tomó un rato largo entender lo que había pasado y estaba pasando. No sé muy bien cuánto tiempo estuve en el suelo, hasta que finalmente me levanté, muy maltrecho, mirando hacia donde se suponía debía estar el colectivo.
Hay en la vida de cada unx escenas que quedan marcadas en la memoria como fotos indelebles; lo que siguió fue, en mi caso, una de esas fotos. A unos veinte o treinta metros de mi poste, estaba el colectivo, detenido. En la puerta, con la pierna derecha arriba y la izquierda abajo del escalón, el colectivero, mirándome. Arriba del colectivo, cuatro caras que también me observaban. Todo en un estado de quietud asombroso, como una foto viva; nadie movía un músculo. Renguea En ese momento me di cuenta de que me faltaba una zapatilla, que vi en la calle unos metros más atrás. ndo un poco del pie derecho y otro poco de la rodilla izquierda, empecé a caminar; agarré la zapatilla, me di vuelta y empecé a avanzar hacia el colectivo. A medida que me acercaba, se iba haciendo patente la cara del colectivero, que no era de enojo, ni de temor, ni de reproche; es probable que la palabra más correcta para describir esa cara sea “estupor”, como si todavía estuviera, como yo un rato antes, tratando de entender qué era lo que había sucedido. Era, literalmente, una estatua. No me dijo una palabra; cuando llegué a él, sólo le di dos palmadas en el pecho y le dije “está todo bien, me confundí”, para luego volver a subir al colectivo, donde nadie decía nada tampoco y sentarme en el mismo lugar, ponerme la zapatilla y volver a dormir.
El colectivero subió detrás, mudo. De toda la experiencia es lo que guardo con mayor intensidad: los silencios. El hombre, sin decir absolutamente nada, cerró la puerta y arrancó. Me desperté de nuevo cerca de Patricios y no me volví a dormir, porque ya reconocía el lugar y sabía que me bajaba enseguida. Finalmente, llegué a casa y me acosté, vestido como estaba. A la mañana siguiente, lo único que tenía hinchado (no tanto como hubiera podido estarlo) era el tobillo derecho, aunque me dolía mucho la rodilla izquierda, que estaba como amoratada y me costaba doblar.
Ese episodio fue el primero de una serie de regresos épicos, de los cuales el más hilarante sea, tal vez, un retorno de cinco horas desde Gallardo y Corrientes hasta La Boca. Pero eso es otra historia.

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