Ayer, recordando a un entrañable amigo que falleció demasiado joven
(aunque creo que cualquier edad en la que muriera hubiera sido
temprana), empecé a escuchar temas de Tom Waits, a quien conocí
gracias a él. Estas maniobras suelen ser reversibles; se recuerda al
amigo querido, se lo evoca por medio de algún artificio que lo
recupera del olvido inclemente y, finalmente, el artificio lleva al
amigo nuevamente, para detenerse en él y en su ausencia, en las
infinidades de “y si...”, en las idealizaciones apaciguantes y,
sobre todo, en el anhelo inconvincente de una vida después de la
vida, desde la que se nos lee y se nos escucha a la espera de un
reencuentro.
Héctor (así se llamaba), había sido mi profesor de teatro en el IFT.
En esa circunstancia lo conocí. No tardamos casi nada en volvernos
cercanos; finalizadas las clases íbamos casi rigurosamente a comer
algo y pasábamos ratos largos charlando, varias veces en
grupos más grandes y en otras ocasiones sólo él, mi compañera y
yo. Era poseedor de una hermosa sensibilidad y varios de sus gustos me eran
extraños, aunque luego se tornaron propios. Éramos opuestos e
idénticos a la vez; idénticos en la sensibilidad ante la belleza,
opuestos en las formas de estar, pero nos atraíamos. Tras un tiempo
de conocernos, armamos una rutina que duró mucho tiempo; nos
juntábamos, mayormente en su casa, pero a veces en algún bar, a
jugar al ajedrez, casi siempre al mediodía. Éramos ambos poseedores
de una mediocridad equivalente para el juego, por lo que las partidas
eran entretenidas. Los encuentros, sin embargo, no eran entretenidos,
sino cálidos y muy tiernos. Él era muy tierno. Era muy
evidentemente homosexual, pero sólo lo di por hecho una noche en su
casa, cuando lo dijo él, casi al pasar. Hoy, distanciado en el
tiempo, me pregunto qué hizo que nunca hubiéramos tenido, al menos
una vez, un encuentro sexual. Siempre sentí como una limitación que
no me gustaran los varones, por norma general, con excepciones
puntuales; pero no sería capaz de afirmar qué hubiera sucedido si
él me lo hubiera propuesto alguna vez, algo que, sospecho, él deseaba.
Creo que, secretamente, yo también. Lo recuerdo hermoso, sobre todo
en el ardor de sus ojos celestes y su mirada cargada de vehemencia.
Adoraba a Wagner, a Ravel, a Pina Bausch, a Tom Waits y a Keith
Jarrett, por sobre casi cualquier otra cosa. Yo le presenté a Long
John Baldry, a Pastorius y a Debussy, que adoptó como propios. Era
en general nuestra música de fondo. Pasábamos mucho tiempo hablando
sobre arte en general. Algunas de nuestras coincidencias eran
relevantes: el impresionismo, las tragedias griegas, Shakespeare y el
odio visceral por el arte “con mensaje”, como si fuera posible
uno sin él. Ambos creíamos en el arte como conmoción; detestábamos
los panfletos y las parábolas morales. Una vez, puestos a elegir una
obra entre muchas, coincidimos en que era difícil superar a “Medea”;
la idea de una mujer asesinando a sus hijos y ofreciéndolos en
banquete nos aturdía. Él sostenía que eso era lo que unx quería
ver en el arte; “para los profundos conflictos familiares ya está
la vida”, decía, con absoluta razón. No hablábamos de política,
porque era muy gorila.
Solíamos salir al cine y al teatro. En algo éramos parecidos: era
raro que saliéramos satisfechos (yo sigo siendo igual); conservaba, a pesar de su
franqueza, una gran delicadeza para dirigirse a lxs protagonistas de
las obras, si eran conocidxs suyxs, lo cual era frecuente. Yo sabía
de inmediato que la obra le había parecido una porquería cuando
empezaba su charla con un “fue interesante la parte en la que...”.
Si algo le gustaba, salía extasiado, literalmente. Por supuesto,
amabábamos a Urdapilleta y Batato. Hoy pienso qué hubiera dicho de
“La celebración”; estoy seguro de que le hubiera encantado (o al
menos eso deseo).
Empezamos a vernos cada vez menos una vez que nacieron mis hijos. Fue
un abandono decreciente y mutuo, que lamento. Una tarde, mucho tiempo
después de la última vez que nos habíamos visto, saliendo de una
obra de teatro, nos encontramos, Mara y yo, con una amiga común. Nos
contó que Héctor había muerto por un tumor cerebral, poco tiempo
antes. Fue un golpe fuerte, a pesar de la distancia temporal de
nuestra última charla.
Hoy volvía en el auto, que es mi refugio de tango y música clásica
y, vaya a saber por qué, se me ocurrió buscar qué otras cosas
había. Ayer había posteado a Tom Waits y un amigo común me trajo a
Héctor a la memoria, así que me pasé la tarde escuchando a Waits y
a Jarrett, sólo para hacerme sufrir. Me topé en el coche con Janis Joplin, cantando Kozmic Blues y recordé una frase de Héctor (y sólo quien
lo conoció podrá entender el sentido que tenía una frase como sea,
dicha por él); “lo que tenía Janis Joplin, dijo, era que cantaba
con las tetas, con la concha, con el culo; no era que cantaba bien,
era que la voz le salía de todo el cuerpo; por eso no hubo ninguna
como ella”. Automáticamente pensé que en esa descripción Héctor
hablaba de sí mismo: vivía con el culo, con las tetas, con la espalda,
con la pija, con la panza o las rodillas; era un cuerpo que obligaba
a su mente a acomodarse a las circunstancias de su sentir. Por eso
hablaba como hablaba, porque “decir lo que se siente”, o “hacer
lo que se siente” es eso: dejar que el cuerpo sea y después
traducirlo, como se pueda. Para alguien como yo, que soy casi la
contracara perfecta (espero que mi cuerpo sea algo, sienta algo, para
castigarlo haciendo y diciendo lo contrario de lo que me exige,
siendo “bueno”), Héctor era la cima inalcanzable de lo que había
que ser, de lo que hay que ser. Debí haberle dicho todas estas cosas
cuando aun estaba seguro de que las iba a poder escuchar; ahora me
las digo a mí y, en secreto, deseo que sea cierto que morir es
simplemente pasar a otra parte, al menos para tener la esperanza de
que lo sabe, o de que está asintiendo, porque siempre lo supo.
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