miércoles, 7 de agosto de 2019

CCCLXXVI

Ayer, recordando a un entrañable amigo que falleció demasiado joven (aunque creo que cualquier edad en la que muriera hubiera sido temprana), empecé a escuchar temas de Tom Waits, a quien conocí gracias a él. Estas maniobras suelen ser reversibles; se recuerda al amigo querido, se lo evoca por medio de algún artificio que lo recupera del olvido inclemente y, finalmente, el artificio lleva al amigo nuevamente, para detenerse en él y en su ausencia, en las infinidades de “y si...”, en las idealizaciones apaciguantes y, sobre todo, en el anhelo inconvincente de una vida después de la vida, desde la que se nos lee y se nos escucha a la espera de un reencuentro.
Héctor (así se llamaba), había sido mi profesor de teatro en el IFT. En esa circunstancia lo conocí. No tardamos casi nada en volvernos cercanos; finalizadas las clases íbamos casi rigurosamente a comer algo y pasábamos ratos largos charlando, varias veces en grupos más grandes y en otras ocasiones sólo él, mi compañera y yo. Era poseedor de una hermosa sensibilidad y varios de sus gustos me eran extraños, aunque luego se tornaron propios. Éramos opuestos e idénticos a la vez; idénticos en la sensibilidad ante la belleza, opuestos en las formas de estar, pero nos atraíamos. Tras un tiempo de conocernos, armamos una rutina que duró mucho tiempo; nos juntábamos, mayormente en su casa, pero a veces en algún bar, a jugar al ajedrez, casi siempre al mediodía. Éramos ambos poseedores de una mediocridad equivalente para el juego, por lo que las partidas eran entretenidas. Los encuentros, sin embargo, no eran entretenidos, sino cálidos y muy tiernos. Él era muy tierno. Era muy evidentemente homosexual, pero sólo lo di por hecho una noche en su casa, cuando lo dijo él, casi al pasar. Hoy, distanciado en el tiempo, me pregunto qué hizo que nunca hubiéramos tenido, al menos una vez, un encuentro sexual. Siempre sentí como una limitación que no me gustaran los varones, por norma general, con excepciones puntuales; pero no sería capaz de afirmar qué hubiera sucedido si él me lo hubiera propuesto alguna vez, algo que, sospecho, él deseaba. Creo que, secretamente, yo también. Lo recuerdo hermoso, sobre todo en el ardor de sus ojos celestes y su mirada cargada de vehemencia.
Adoraba a Wagner, a Ravel, a Pina Bausch, a Tom Waits y a Keith Jarrett, por sobre casi cualquier otra cosa. Yo le presenté a Long John Baldry, a Pastorius y a Debussy, que adoptó como propios. Era en general nuestra música de fondo. Pasábamos mucho tiempo hablando sobre arte en general. Algunas de nuestras coincidencias eran relevantes: el impresionismo, las tragedias griegas, Shakespeare y el odio visceral por el arte “con mensaje”, como si fuera posible uno sin él. Ambos creíamos en el arte como conmoción; detestábamos los panfletos y las parábolas morales. Una vez, puestos a elegir una obra entre muchas, coincidimos en que era difícil superar a “Medea”; la idea de una mujer asesinando a sus hijos y ofreciéndolos en banquete nos aturdía. Él sostenía que eso era lo que unx quería ver en el arte; “para los profundos conflictos familiares ya está la vida”, decía, con absoluta razón. No hablábamos de política, porque era muy gorila.
Solíamos salir al cine y al teatro. En algo éramos parecidos: era raro que saliéramos satisfechos (yo sigo siendo igual); conservaba, a pesar de su franqueza, una gran delicadeza para dirigirse a lxs protagonistas de las obras, si eran conocidxs suyxs, lo cual era frecuente. Yo sabía de inmediato que la obra le había parecido una porquería cuando empezaba su charla con un “fue interesante la parte en la que...”. Si algo le gustaba, salía extasiado, literalmente. Por supuesto, amabábamos a Urdapilleta y Batato. Hoy pienso qué hubiera dicho de “La celebración”; estoy seguro de que le hubiera encantado (o al menos eso deseo).
Empezamos a vernos cada vez menos una vez que nacieron mis hijos. Fue un abandono decreciente y mutuo, que lamento. Una tarde, mucho tiempo después de la última vez que nos habíamos visto, saliendo de una obra de teatro, nos encontramos, Mara y yo, con una amiga común. Nos contó que Héctor había muerto por un tumor cerebral, poco tiempo antes. Fue un golpe fuerte, a pesar de la distancia temporal de nuestra última charla.
Hoy volvía en el auto, que es mi refugio de tango y música clásica y, vaya a saber por qué, se me ocurrió buscar qué otras cosas había. Ayer había posteado a Tom Waits y un amigo común me trajo a Héctor a la memoria, así que me pasé la tarde escuchando a Waits y a Jarrett, sólo para hacerme sufrir. Me topé en el coche con Janis Joplin, cantando Kozmic Blues y recordé una frase de Héctor (y sólo quien lo conoció podrá entender el sentido que tenía una frase como sea, dicha por él); “lo que tenía Janis Joplin, dijo, era que cantaba con las tetas, con la concha, con el culo; no era que cantaba bien, era que la voz le salía de todo el cuerpo; por eso no hubo ninguna como ella”. Automáticamente pensé que en esa descripción Héctor hablaba de sí mismo: vivía con el culo, con las tetas, con la espalda, con la pija, con la panza o las rodillas; era un cuerpo que obligaba a su mente a acomodarse a las circunstancias de su sentir. Por eso hablaba como hablaba, porque “decir lo que se siente”, o “hacer lo que se siente” es eso: dejar que el cuerpo sea y después traducirlo, como se pueda. Para alguien como yo, que soy casi la contracara perfecta (espero que mi cuerpo sea algo, sienta algo, para castigarlo haciendo y diciendo lo contrario de lo que me exige, siendo “bueno”), Héctor era la cima inalcanzable de lo que había que ser, de lo que hay que ser. Debí haberle dicho todas estas cosas cuando aun estaba seguro de que las iba a poder escuchar; ahora me las digo a mí y, en secreto, deseo que sea cierto que morir es simplemente pasar a otra parte, al menos para tener la esperanza de que lo sabe, o de que está asintiendo, porque siempre lo supo.

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