El
inicio de uno de los mejores años de mi vida, que ocurrió cuando
cursé cuarto grado, fue una decepción, aunque afortunadamente doble
y pasajera. Ya finalizando tercero, año intrascendente si los hubo,
todxs sabíamos, porque nos había sido dicho por lxs mayores y era
vox populi en la Escuela, que “tener a Martiné” era una
experiencia trascendente. Como Martiné daba en cuarto, esa
experiencia era cercana. El futuro sonreía: vacaciones primero,
Martiné después. No se podía pedir más.
Sería
poco feliz intentar una tipología de le “maestrx”, por lo que
simplemente me limitaré a reseñar mi experiencia personal. Como
mera comparación, poco descriptiva por cierto, se puede hacer una
burda analogía con el fútbol: cualquier persona que ronde los
cincuenta ha visto en su vida jugadores de todo tipo: malos,
regulares, buenos, muy buenos, excelentes y Maradona; o, como se dice
vulgarmente, Maradona y los demás. Debe pasar en todas las
disciplinas. Con Martiné pasaba algo parecido, parecía haber una
categoría que llevaba su nombre y apellido. En poco tiempo
corroboraría todas mis presunciones. Cuarto grado presagiaba,
entonces, un paraíso.
Ya
al inicio del año recibimos la noticia terrible: Martiné estaba de
licencia, por lo que su lugar iba a ser ocupado por una maestra
suplente. Aparentemente, la Patria lo había reclamado y los primeros
meses del año estuvieron a cargo de, si no recuerdo demasiado mal,
Patricia, una mujer de unos treinta cortos, morocha, muy bonita, pero
bastante rigorizante. Tengo, de ella, algunos recuerdos que perduran
y, de hecho, le debo algunos saberes lingüísticos indelebles.
Cuando decía algo y une alumnx no entendía y le pedía que lo
dijera “de vuelta”, ella simplemente se ponía de espaldas y
repetía exactamente lo mismo; aprendí, así, que se decía “de
nuevo”. Se enfurecía con los “si habría”, “si sabría” y
me grabó la frase “si con ía es mala compañía”. Fue, además,
quien me enseño los males del “dequeísmo” y el “queísmo” y
la diferencia entre el tráfico y el tránsito. Como yo era un alumno
particularmente aplicado, me tuvo cierto cariño, que pronto se hizo
mutuo. Era, sin embargo, ruda con lxs chicxs que tenían
dificultades, lo cual no me gustaba. Gracias a ella, además, me
aprendí el apellido de Bortkiewicz, que tenía una gracia muy
particular cada vez que se lo preguntaban; en lugar de pronunciarlo,
el gordo simplemente decía “be, o, ere, te, ka, i, e, doble ve, i,
ce, zeta”. Cuando se lo dijo a Patricia, a ella le causó tanta
gracia que se lo hizo repetir a distintas velocidades y, finalizado
el acto, le dijo “me parece que lo voy a llamar Claudio”, lo cual
me causó mucha gracia. Tuvimos más o menos unos tres meses con
ella. El día que se despidió, yo la abracé lagrimeando y no faltó
el salame que hizo algún comentario fuera de lugar. Ella le puso los
puntos en el aula, yo en el recreo (como ya dije, no era muy bien
llevado por esos años).
Y
entonces llegó al fin Martiné (Eduardo a partir de ahora). En lo
que a mí respecta, fue amor a primera vista. Era nuestro primer
maestro; hasta ese momento, siempre habíamos tenido docentes
mujeres, lo cual lo rodeaba ya de un halo misterioso. Tenía una
característica que lo hacía adorable: de entre sus muchas dotes
como docente, destacaba la de actor, que le permitía, con inusual
maestría, decir los más grandes disparates en tono doctoral; no
sólo me hacía morir de risa, sino que hoy, siendo docente, es un
recurso que uso con habitualidad, heredado de él, creo.
Lo
primero que llamaba la atención era que hablaba con
nosotrxs; las maestras que habíamos tenido hasta el momento,
ingratas ellas, exceptuando a (si mal no recuerdo) Patricia; pero aun
ella, más cercana que las anteriores, establecía, como las otras,
una distancia infranqueable entre el púlpito y el rebaño. Nos
hablaban a
nosotrxs. Eduardo era algo parecido al líder de un clan, del cual él
formaba parte. Sin hacerse explícito en ningún momento, se
estableció un pacto mutuo de respeto, que en mi caso se transformó
rápidamente en admiración.
La
primera sorpresa fue que en clase se cantaba. A Eduardo le debo el
folclore completo, por ejemplo; él fue la puerta de entrada a la
zamba y la chacarera, aunque también cantaba canciones graciosas,
como la de la tele de Piero. Sólo mucho tiempo después entendí que
su canción, además de divertida, era riesgosa. El canto, además,
fue una estrategia de estudio; fue por una sugerencia suya que
comencé a estudiar cantando, algo que usé hasta mucho tiempo
después, cuando en segundo año me tocó, en un oral de matemáticas,
recitar el teorema de Tales, cosa que pude hacer cantando mentalmente
la canción de Les Luthiers, grupo que también conocí gracias a
Eduardo. La estrategia, de todos modos, era sencilla: si había que
aprenderse algo de memoria, simplemente había que inventarse una
canción; a la hora de hacer la prueba, unx la cantaba para sí y la
respuesta venía sola. Una tarde llegó al aula con su guitarra y nos
cantó la Zamba de Lozano; iba a ser objeto de prueba, por lo que nos
anotamos la letra. El día de la prueba, no podíamos tener la letra
a mano, desde ya, pero nos propuso armar una tirita con dibujos: cada
verso, un dibujo. Eso sí lo podíamos tener. Nunca tuve que estudiar
o escuchar la zamba otra vez y tuve la tirita mucho tiempo, hasta que
se perdió en una mudanza. Nunca se me había ocurrido que estudiar
pudiera ser divertido hasta que Eduardo apareció en mi vida. A sus
conciertos, agregaba un condimento exquisito, que era la invitación
a lxs alumnxs a inventar versos que reemplazaran los de las canciones
que tocaba; el que más recuerdo, aunque no quién lo propuso, fue
“Por los cerros tucumanos, viene bajando tu hermano”, más por la
risa que por el verso en sí, que ya era genial. Es que Eduardo se
divertía realmente con lo que hacíamos, sus felicitaciones eran
efusivas y sus amonestaciones, suaves, cuando las había.
Se
hace difícil establecer con precisión cuál es la diferencia entre
un docente y un maestro; hablo aquí de la figura del maestro no como
la de quien enseña o acompaña un proceso de aprendizaje sobre algún
tema en particular, sino como la del que acompaña un momento de la
vida de una persona y se vuelve indisociable de su historia. Dicho de
otro modo: mientras el docente enseña, por ejemplo, matemáticas, el
maestro enseña con matemáticas;
pero su enseñanza incluye no sólo las habilidades de la operación,
sino también su relevancia y, sobre todo, la pertinencia y necesidad
de la ocupación de un espacio común, en el cual las matemáticas
funcionan como un instrumento entre otros en el proceso del pensar y
del sentir. Esto último era Eduardo; alguien que abría mundos
inesperados y daba sentido al tiempo compartido, de un modo tan sutil
y a la vez tan tenaz que muchos de esos mundos pasaron por
generaciones, o al menos por una. Sin haberlos conocido, Eduardo les
enseñó el folclore a mis hijos, por ejemplo.
Una
tarde pasamos del aula a un espacio más pequeño, en el que se iban
a proyectar unas diapositivas, de las cuales sólo puedo recordar la
última, causa de una desgracia. Era un cebú, cuyo pene era
notoriamente visible. Yo estaba en el fondo de la sala y, no recuerdo
con quien, hicimos algunos comentarios soeces. Eduardo interrumpió
la proyección, prendió la luz y nos retiró de la sala. Guardo ese
recuerdo con vergüenza persistente; había sido castigado por
Martiné y sólo esperaba con desconsuelo el momento en el que la
protección terminara y tuviera que enfrentar cara a cara a mi
insólito verdugo que, por supuesto, nos amonestó de una forma tan
impostada como deliciosa.
Entonces
empezó a suceder algo que se haría habitual. Comenzó de
casualidad, como suelen empezar casi todas las cosas valiosas. Era
práctica común en el barrio “salir a buscar” con quien jugar
los sábados y domingos a la mañana temprano; consistía simplemente
en calzarse la pelota, bajar y empezar a caminar sin rumbo prefijado,
aunque por lo general se iba a la placita, a Malvinas o a la
canchita; como la mayoría de los niños estaban más o menos en la
misma, no era infrecuente que se armara un grupo que, de superar los
siete, garantizaba fútbol. Algunas veces todo quedaba en la plaza y
una que otra vez se terminaba volviendo a casa, a la espera de algún
portero que invitara. Eduardo vivía en el edificio 24, 1ro. 2, como
mi abuela (que vivía en el 2). Una mañana andaba yo de pesca y me
lo encontré en la calle ancha de la escuela. Empezamos a charlar,
caminando hacia su casa. Cuando llegamos, me preguntó si no quería
subir, lo cual sería impensable hoy. Obviamente, le dije que sí.
Puso en la mesa unas galletitas y no recuerdo que más; a mí me
asombraba, ya en la escuela, que un adulto charlara conmigo de ese
modo. No era condescendiente ni impostaba, simplemente charlaba
conmigo. Esa mañana, puso un disco de Les Luthiers, en el que estaba
la Candonga de los colectiveros, tema que ya conocía, cantado por el
en el aula. Transcurrimos un rato así, escuchando todo el disco y
conversando, hasta que me fui en busca de mis horizontes originales.
A partir de ese día, no todos los fines de semana, pero sí algunos,
mi salida de casa tenía como destino la casa de Eduardo; sólo me
fijaba si la persiana estaba cerrada o abierta y, se daba el segundo
caso, simplemente tocaba el portero y la experiencia se repetía,
cambiando de discos, mayormente, que alternaban entre Les Luthiers y
música folclórica, lo cual se hizo más divertido en años
subsiguientes, cuando aprendí a tocar el bombo y la guitarra.
No
exagero: Eduardo fue la persona más tierna que conocí. Recuerdo de
mi infancia pocos refugios de belleza; mi madre, cuando podíamos
estar solos, lo que no era frecuente, mi abuela, mi abuelo y Eduardo.
Pero el cariño de Martiné tenía un plus: su legitimidad no era
sanguínea, sino valorativa; yo me sentía importante con él,
incluso en clase, cuando jugábamos al diccionario y me hacía
cambiar de grupos (cosa que también hacía con el Ore, que era un
tipo avispado). Recuerdo una mañana que llegué tarde y el juego
(sencillo: Eduardo tomaba un diccionario y leía una definición;
nosotrxs, divididos en grupos, teníamos que decir cuál era la
palabra definida y cada acierto era un punto) y los grupos me
llamaban. Me sentí el Papa, durante unos segundos; Eduardo me ubicó
al fondo, con Lugones y una chica, que no recuerdo. O cuando en los
recreos me llamaba para que le contara algún chiste a Omar
Gasparini, gran artista plástico y profe de plástica, que también
me sobaba el lomo por mis dibujos, que eran buenos.
Ya
pasado el año, la relación con Eduardo perduró; al principio,
siguiendo los cánones establecidos mientras fuimos alumno y docente:
caminar por el barrio, buscar la ventana abierta, tocar el timbre.
Eso era muchas veces un programa más atractivo que el fútbol o la
bicicleta, lo cual era decir mucho. Un mediodía, de hecho, pasaba
por la callecita del 24 y Eduardo me vio y me llamó; subí a la casa
y estaban él, Omar y un grupo de adultxs a lxs que no conocía. Me
presentó con honores, Omar me dio uno de sus abrazos de oso. En un
momento Eduardo sacó la guitarra y me dio el bombo; cantó un par de
zambas; después me dio la guitarra y me acompañó en el bombo en la
zamba de Lozano. Recuerdo haberme ido de su casa con una sensación
de grandeza que sólo con él conocía. Más tarde, ya pasados los
años, cuando ya ni estaba en la escuela, me llevaba de líder a los
campamentos o me invitaba a reuniones nocturnas en su casa.
En
algún momento, que mi memoria ha decidido olvidar, empezó a vivir
en pareja con una mujer cuyo nombre, tal vez por perseverancia de los
celos, no puedo recordar. Tuvo dos hijos, a los cuales vi crecer en
nuestros encuentros cada vez más esporádicos; fue extraño ver su
comportamiento como padre y reconocer al maestro que tanto había
dejado en mi vida. Una mañana de tantas, ante un conflicto entre los
niños, presencié una escena memorable, que sólo podrá imaginar
cabalmente quien haya conocido a Eduardo. Los chicos discutían por
el turno en el uso de un juguete; tenían tres y cinco, tres y
cuatro, tres y seis; no lo recuerdo y no importa. Eran muy chicos.
Eduardo los llamó y preguntó qué pasaba. Los niños empezaron a
hablar y Eduardo los detuvo. Recuerdo casi como si estuviera
sucediendo ahora el tono doctoral y la cara de los chicos. Las reglas
de la discusión eran claras: primero hablaba uno y contaba su
versión y el otro no podía interrumpir; luego, se invertía la
situación. Era notable el comportamiento de los niños, que
respetaban a rajatabla las reglas del debate, del mismo modo que en
el aula se respetaban a rajatabla las normas que como por arte de
magia Eduardo transformaba en consensuadas, no siéndolo.
Los
años nos separaron físicamente y dejamos de vernos, aunque nos
encontramos algunas veces en diversos grupos de los que él formaba
parte y a los cuales me invitaba, pero mi adolescencia ya estaba
empezando a lastimarme y nada pudo cuajar, más que en alguna que
otra reunión. Hoy nos comunicamos por Facebook, con relativa
frecuencia. Pasaron cuarenta y dos años desde el día en que nos
conocimos y sigue siendo hoy, para mí, una suerte de padre amoroso
que pudo alegrar días oscuros. Probablemente haya querido del mismo
modo a tantxs alumnxs como a mí, pero es irrelevante. Seguramente su
amor era suficiente para todxs. Esta historia no tiene final ni más
propósito que un homenaje y un agradecimiento en tiempos difíciles,
de esos que hacen recordar a la gente que lo ha querido a uno de
veras o, lo que es mejor, que se ha dejado querer de veras por uno,
devolviéndolo todo acrecentado. Sé, de hecho, que está leyendo
esto. Que sepa que lo lee abrazado y que más de una lágrima pintó
el relato, que llevó una semana tratando de escribirse.
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