miércoles, 21 de agosto de 2019

CDIV

El inicio de uno de los mejores años de mi vida, que ocurrió cuando cursé cuarto grado, fue una decepción, aunque afortunadamente doble y pasajera. Ya finalizando tercero, año intrascendente si los hubo, todxs sabíamos, porque nos había sido dicho por lxs mayores y era vox populi en la Escuela, que “tener a Martiné” era una experiencia trascendente. Como Martiné daba en cuarto, esa experiencia era cercana. El futuro sonreía: vacaciones primero, Martiné después. No se podía pedir más.

Sería poco feliz intentar una tipología de le “maestrx”, por lo que simplemente me limitaré a reseñar mi experiencia personal. Como mera comparación, poco descriptiva por cierto, se puede hacer una burda analogía con el fútbol: cualquier persona que ronde los cincuenta ha visto en su vida jugadores de todo tipo: malos, regulares, buenos, muy buenos, excelentes y Maradona; o, como se dice vulgarmente, Maradona y los demás. Debe pasar en todas las disciplinas. Con Martiné pasaba algo parecido, parecía haber una categoría que llevaba su nombre y apellido. En poco tiempo corroboraría todas mis presunciones. Cuarto grado presagiaba, entonces, un paraíso.

Ya al inicio del año recibimos la noticia terrible: Martiné estaba de licencia, por lo que su lugar iba a ser ocupado por una maestra suplente. Aparentemente, la Patria lo había reclamado y los primeros meses del año estuvieron a cargo de, si no recuerdo demasiado mal, Patricia, una mujer de unos treinta cortos, morocha, muy bonita, pero bastante rigorizante. Tengo, de ella, algunos recuerdos que perduran y, de hecho, le debo algunos saberes lingüísticos indelebles. Cuando decía algo y une alumnx no entendía y le pedía que lo dijera “de vuelta”, ella simplemente se ponía de espaldas y repetía exactamente lo mismo; aprendí, así, que se decía “de nuevo”. Se enfurecía con los “si habría”, “si sabría” y me grabó la frase “si con ía es mala compañía”. Fue, además, quien me enseño los males del “dequeísmo” y el “queísmo” y la diferencia entre el tráfico y el tránsito. Como yo era un alumno particularmente aplicado, me tuvo cierto cariño, que pronto se hizo mutuo. Era, sin embargo, ruda con lxs chicxs que tenían dificultades, lo cual no me gustaba. Gracias a ella, además, me aprendí el apellido de Bortkiewicz, que tenía una gracia muy particular cada vez que se lo preguntaban; en lugar de pronunciarlo, el gordo simplemente decía “be, o, ere, te, ka, i, e, doble ve, i, ce, zeta”. Cuando se lo dijo a Patricia, a ella le causó tanta gracia que se lo hizo repetir a distintas velocidades y, finalizado el acto, le dijo “me parece que lo voy a llamar Claudio”, lo cual me causó mucha gracia. Tuvimos más o menos unos tres meses con ella. El día que se despidió, yo la abracé lagrimeando y no faltó el salame que hizo algún comentario fuera de lugar. Ella le puso los puntos en el aula, yo en el recreo (como ya dije, no era muy bien llevado por esos años).

Y entonces llegó al fin Martiné (Eduardo a partir de ahora). En lo que a mí respecta, fue amor a primera vista. Era nuestro primer maestro; hasta ese momento, siempre habíamos tenido docentes mujeres, lo cual lo rodeaba ya de un halo misterioso. Tenía una característica que lo hacía adorable: de entre sus muchas dotes como docente, destacaba la de actor, que le permitía, con inusual maestría, decir los más grandes disparates en tono doctoral; no sólo me hacía morir de risa, sino que hoy, siendo docente, es un recurso que uso con habitualidad, heredado de él, creo.

Lo primero que llamaba la atención era que hablaba con nosotrxs; las maestras que habíamos tenido hasta el momento, ingratas ellas, exceptuando a (si mal no recuerdo) Patricia; pero aun ella, más cercana que las anteriores, establecía, como las otras, una distancia infranqueable entre el púlpito y el rebaño. Nos hablaban a nosotrxs. Eduardo era algo parecido al líder de un clan, del cual él formaba parte. Sin hacerse explícito en ningún momento, se estableció un pacto mutuo de respeto, que en mi caso se transformó rápidamente en admiración.

La primera sorpresa fue que en clase se cantaba. A Eduardo le debo el folclore completo, por ejemplo; él fue la puerta de entrada a la zamba y la chacarera, aunque también cantaba canciones graciosas, como la de la tele de Piero. Sólo mucho tiempo después entendí que su canción, además de divertida, era riesgosa. El canto, además, fue una estrategia de estudio; fue por una sugerencia suya que comencé a estudiar cantando, algo que usé hasta mucho tiempo después, cuando en segundo año me tocó, en un oral de matemáticas, recitar el teorema de Tales, cosa que pude hacer cantando mentalmente la canción de Les Luthiers, grupo que también conocí gracias a Eduardo. La estrategia, de todos modos, era sencilla: si había que aprenderse algo de memoria, simplemente había que inventarse una canción; a la hora de hacer la prueba, unx la cantaba para sí y la respuesta venía sola. Una tarde llegó al aula con su guitarra y nos cantó la Zamba de Lozano; iba a ser objeto de prueba, por lo que nos anotamos la letra. El día de la prueba, no podíamos tener la letra a mano, desde ya, pero nos propuso armar una tirita con dibujos: cada verso, un dibujo. Eso sí lo podíamos tener. Nunca tuve que estudiar o escuchar la zamba otra vez y tuve la tirita mucho tiempo, hasta que se perdió en una mudanza. Nunca se me había ocurrido que estudiar pudiera ser divertido hasta que Eduardo apareció en mi vida. A sus conciertos, agregaba un condimento exquisito, que era la invitación a lxs alumnxs a inventar versos que reemplazaran los de las canciones que tocaba; el que más recuerdo, aunque no quién lo propuso, fue “Por los cerros tucumanos, viene bajando tu hermano”, más por la risa que por el verso en sí, que ya era genial. Es que Eduardo se divertía realmente con lo que hacíamos, sus felicitaciones eran efusivas y sus amonestaciones, suaves, cuando las había.

Se hace difícil establecer con precisión cuál es la diferencia entre un docente y un maestro; hablo aquí de la figura del maestro no como la de quien enseña o acompaña un proceso de aprendizaje sobre algún tema en particular, sino como la del que acompaña un momento de la vida de una persona y se vuelve indisociable de su historia. Dicho de otro modo: mientras el docente enseña, por ejemplo, matemáticas, el maestro enseña con matemáticas; pero su enseñanza incluye no sólo las habilidades de la operación, sino también su relevancia y, sobre todo, la pertinencia y necesidad de la ocupación de un espacio común, en el cual las matemáticas funcionan como un instrumento entre otros en el proceso del pensar y del sentir. Esto último era Eduardo; alguien que abría mundos inesperados y daba sentido al tiempo compartido, de un modo tan sutil y a la vez tan tenaz que muchos de esos mundos pasaron por generaciones, o al menos por una. Sin haberlos conocido, Eduardo les enseñó el folclore a mis hijos, por ejemplo.

Una tarde pasamos del aula a un espacio más pequeño, en el que se iban a proyectar unas diapositivas, de las cuales sólo puedo recordar la última, causa de una desgracia. Era un cebú, cuyo pene era notoriamente visible. Yo estaba en el fondo de la sala y, no recuerdo con quien, hicimos algunos comentarios soeces. Eduardo interrumpió la proyección, prendió la luz y nos retiró de la sala. Guardo ese recuerdo con vergüenza persistente; había sido castigado por Martiné y sólo esperaba con desconsuelo el momento en el que la protección terminara y tuviera que enfrentar cara a cara a mi insólito verdugo que, por supuesto, nos amonestó de una forma tan impostada como deliciosa.

Entonces empezó a suceder algo que se haría habitual. Comenzó de casualidad, como suelen empezar casi todas las cosas valiosas. Era práctica común en el barrio “salir a buscar” con quien jugar los sábados y domingos a la mañana temprano; consistía simplemente en calzarse la pelota, bajar y empezar a caminar sin rumbo prefijado, aunque por lo general se iba a la placita, a Malvinas o a la canchita; como la mayoría de los niños estaban más o menos en la misma, no era infrecuente que se armara un grupo que, de superar los siete, garantizaba fútbol. Algunas veces todo quedaba en la plaza y una que otra vez se terminaba volviendo a casa, a la espera de algún portero que invitara. Eduardo vivía en el edificio 24, 1ro. 2, como mi abuela (que vivía en el 2). Una mañana andaba yo de pesca y me lo encontré en la calle ancha de la escuela. Empezamos a charlar, caminando hacia su casa. Cuando llegamos, me preguntó si no quería subir, lo cual sería impensable hoy. Obviamente, le dije que sí. Puso en la mesa unas galletitas y no recuerdo que más; a mí me asombraba, ya en la escuela, que un adulto charlara conmigo de ese modo. No era condescendiente ni impostaba, simplemente charlaba conmigo. Esa mañana, puso un disco de Les Luthiers, en el que estaba la Candonga de los colectiveros, tema que ya conocía, cantado por el en el aula. Transcurrimos un rato así, escuchando todo el disco y conversando, hasta que me fui en busca de mis horizontes originales. A partir de ese día, no todos los fines de semana, pero sí algunos, mi salida de casa tenía como destino la casa de Eduardo; sólo me fijaba si la persiana estaba cerrada o abierta y, se daba el segundo caso, simplemente tocaba el portero y la experiencia se repetía, cambiando de discos, mayormente, que alternaban entre Les Luthiers y música folclórica, lo cual se hizo más divertido en años subsiguientes, cuando aprendí a tocar el bombo y la guitarra.

No exagero: Eduardo fue la persona más tierna que conocí. Recuerdo de mi infancia pocos refugios de belleza; mi madre, cuando podíamos estar solos, lo que no era frecuente, mi abuela, mi abuelo y Eduardo. Pero el cariño de Martiné tenía un plus: su legitimidad no era sanguínea, sino valorativa; yo me sentía importante con él, incluso en clase, cuando jugábamos al diccionario y me hacía cambiar de grupos (cosa que también hacía con el Ore, que era un tipo avispado). Recuerdo una mañana que llegué tarde y el juego (sencillo: Eduardo tomaba un diccionario y leía una definición; nosotrxs, divididos en grupos, teníamos que decir cuál era la palabra definida y cada acierto era un punto) y los grupos me llamaban. Me sentí el Papa, durante unos segundos; Eduardo me ubicó al fondo, con Lugones y una chica, que no recuerdo. O cuando en los recreos me llamaba para que le contara algún chiste a Omar Gasparini, gran artista plástico y profe de plástica, que también me sobaba el lomo por mis dibujos, que eran buenos.

Ya pasado el año, la relación con Eduardo perduró; al principio, siguiendo los cánones establecidos mientras fuimos alumno y docente: caminar por el barrio, buscar la ventana abierta, tocar el timbre. Eso era muchas veces un programa más atractivo que el fútbol o la bicicleta, lo cual era decir mucho. Un mediodía, de hecho, pasaba por la callecita del 24 y Eduardo me vio y me llamó; subí a la casa y estaban él, Omar y un grupo de adultxs a lxs que no conocía. Me presentó con honores, Omar me dio uno de sus abrazos de oso. En un momento Eduardo sacó la guitarra y me dio el bombo; cantó un par de zambas; después me dio la guitarra y me acompañó en el bombo en la zamba de Lozano. Recuerdo haberme ido de su casa con una sensación de grandeza que sólo con él conocía. Más tarde, ya pasados los años, cuando ya ni estaba en la escuela, me llevaba de líder a los campamentos o me invitaba a reuniones nocturnas en su casa.

En algún momento, que mi memoria ha decidido olvidar, empezó a vivir en pareja con una mujer cuyo nombre, tal vez por perseverancia de los celos, no puedo recordar. Tuvo dos hijos, a los cuales vi crecer en nuestros encuentros cada vez más esporádicos; fue extraño ver su comportamiento como padre y reconocer al maestro que tanto había dejado en mi vida. Una mañana de tantas, ante un conflicto entre los niños, presencié una escena memorable, que sólo podrá imaginar cabalmente quien haya conocido a Eduardo. Los chicos discutían por el turno en el uso de un juguete; tenían tres y cinco, tres y cuatro, tres y seis; no lo recuerdo y no importa. Eran muy chicos. Eduardo los llamó y preguntó qué pasaba. Los niños empezaron a hablar y Eduardo los detuvo. Recuerdo casi como si estuviera sucediendo ahora el tono doctoral y la cara de los chicos. Las reglas de la discusión eran claras: primero hablaba uno y contaba su versión y el otro no podía interrumpir; luego, se invertía la situación. Era notable el comportamiento de los niños, que respetaban a rajatabla las reglas del debate, del mismo modo que en el aula se respetaban a rajatabla las normas que como por arte de magia Eduardo transformaba en consensuadas, no siéndolo.


Los años nos separaron físicamente y dejamos de vernos, aunque nos encontramos algunas veces en diversos grupos de los que él formaba parte y a los cuales me invitaba, pero mi adolescencia ya estaba empezando a lastimarme y nada pudo cuajar, más que en alguna que otra reunión. Hoy nos comunicamos por Facebook, con relativa frecuencia. Pasaron cuarenta y dos años desde el día en que nos conocimos y sigue siendo hoy, para mí, una suerte de padre amoroso que pudo alegrar días oscuros. Probablemente haya querido del mismo modo a tantxs alumnxs como a mí, pero es irrelevante. Seguramente su amor era suficiente para todxs. Esta historia no tiene final ni más propósito que un homenaje y un agradecimiento en tiempos difíciles, de esos que hacen recordar a la gente que lo ha querido a uno de veras o, lo que es mejor, que se ha dejado querer de veras por uno, devolviéndolo todo acrecentado. Sé, de hecho, que está leyendo esto. Que sepa que lo lee abrazado y que más de una lágrima pintó el relato, que llevó una semana tratando de escribirse.

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