No se tiene un nombre. Se es nombrado, burocráticamente al principio
y existencialmente el resto de la vida. Matías era nadie hasta que
se le dijo “Matías” y devolvió el regalo dotándome de
existencia unos minutos más tarde, al nombrarme. No hay nombres
secretos, así como no hay lenguaje privado. Somos nadie hasta que un
nombre nos nombra y nos ampara; pero el acto de nombrar no es un
trámite, sino una ofrenda. No cualquiera puede nombrar, porque no
cualquiera es nombre para unx. Ser nombrado y no nombrar es un acto
vil, artero. Mi nombre está regado por ahí, a la espera de que
alguien lo recoja, lo cual sucede cada vez menos. Debe ser que ya no
valgo el obsequio, porque es más factible eso que pensar que el
mundo se ha envilecido. Pero yo, carente de nombre propio, recupero
lo perdido en las esquinas, en los subtes, en las puertas de las
pizzerías, cuando coros de nadies se sienten nombrados por mí. El
amor está muerto de anonimato.
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