miércoles, 7 de agosto de 2019

CCCLXXVII


 No se tiene un nombre. Se es nombrado, burocráticamente al principio y existencialmente el resto de la vida. Matías era nadie hasta que se le dijo “Matías” y devolvió el regalo dotándome de existencia unos minutos más tarde, al nombrarme. No hay nombres secretos, así como no hay lenguaje privado. Somos nadie hasta que un nombre nos nombra y nos ampara; pero el acto de nombrar no es un trámite, sino una ofrenda. No cualquiera puede nombrar, porque no cualquiera es nombre para unx. Ser nombrado y no nombrar es un acto vil, artero. Mi nombre está regado por ahí, a la espera de que alguien lo recoja, lo cual sucede cada vez menos. Debe ser que ya no valgo el obsequio, porque es más factible eso que pensar que el mundo se ha envilecido. Pero yo, carente de nombre propio, recupero lo perdido en las esquinas, en los subtes, en las puertas de las pizzerías, cuando coros de nadies se sienten nombrados por mí. El amor está muerto de anonimato.

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