Ella estaba recostada en el sillón, con los ojos todavía
enrojecidos. Él, desde la cocina, escuchaba de vez en cuando un
sollozo solitario; pensaba cómo había partido al medio la noche con
una frase de ocasión, dicha a sabiendas. No quería llorar, pero
sabía que había sido culpa suya; el amor es a veces una sonrisa que
se transmuta. De eso está hecho el despojo y el dolor es más cruel
en proporción inversa a la felicidad previa al desprecio. Ella no
entendía, ni tenía por qué hacerlo, que fuera tan sencillo para él
desnutrir su desmesura con palabras estúpidas, una y otra vez. Se
curaba sola con lágrimas, pero no era justo que la medicina al
desprecio fuera lamerse como un perro, mientras él se acogía a la
letanía del silencio, como si nada hubiera pasado. Entonces lo vio
entrar y lo miró sin furia ni reproche, porque vio que en los ojos
de él ya no cabían. Él se arrodilló a su lado, en el piso y apoyó
una mano sobre su pierna descubierta. En voz muy baja le pidió
disculpas. Ella sólo lo miraba, mientras se comía las uñas; pensó
en preguntarle por qué, pero no tenía sentido. Él sacó el
teléfono de su bolsillo, buscó algo y lo apoyó sobre la mesita
ratona. Empezó a sonar “My funny Valentine”, cantada por Chet
Baker. La miró y le preguntó si quería bailar. Ella estiró un
brazo y el la agarró con dulzura, para que se parara. La agarró de
la cintura y con el otro brazo empujó un poco la espalda, para
acercarla. Ella lo abrazó y apoyó la mejilla en su hombro, con los
ojos cerrados. No le dijo nada, sólo se dejó mover, despacio. La
canción terminó, pero no se separaron; empezó “The touch of your
lips” y después “But not for me” y siguieron así un rato
largo, hasta que ella alejó un poco la cara, le hizo una sonrisa y
le dio un beso, para volver a la posición anterior y seguir bailando
una canción atrás de otra. Y pasaron estaciones y años y el mundo
se volvió jazmín. Cuando se soltaron, él le preguntó si no quería
ir a desayunar al Museo Evita al día siguiente, que era domingo.
Ella sólo sonrió, prendió la tele y le enredó las piernas, hasta
que se quedó dormida.
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