viernes, 30 de agosto de 2019

CDXXIX


Ella estaba recostada en el sillón, con los ojos todavía enrojecidos. Él, desde la cocina, escuchaba de vez en cuando un sollozo solitario; pensaba cómo había partido al medio la noche con una frase de ocasión, dicha a sabiendas. No quería llorar, pero sabía que había sido culpa suya; el amor es a veces una sonrisa que se transmuta. De eso está hecho el despojo y el dolor es más cruel en proporción inversa a la felicidad previa al desprecio. Ella no entendía, ni tenía por qué hacerlo, que fuera tan sencillo para él desnutrir su desmesura con palabras estúpidas, una y otra vez. Se curaba sola con lágrimas, pero no era justo que la medicina al desprecio fuera lamerse como un perro, mientras él se acogía a la letanía del silencio, como si nada hubiera pasado. Entonces lo vio entrar y lo miró sin furia ni reproche, porque vio que en los ojos de él ya no cabían. Él se arrodilló a su lado, en el piso y apoyó una mano sobre su pierna descubierta. En voz muy baja le pidió disculpas. Ella sólo lo miraba, mientras se comía las uñas; pensó en preguntarle por qué, pero no tenía sentido. Él sacó el teléfono de su bolsillo, buscó algo y lo apoyó sobre la mesita ratona. Empezó a sonar “My funny Valentine”, cantada por Chet Baker. La miró y le preguntó si quería bailar. Ella estiró un brazo y el la agarró con dulzura, para que se parara. La agarró de la cintura y con el otro brazo empujó un poco la espalda, para acercarla. Ella lo abrazó y apoyó la mejilla en su hombro, con los ojos cerrados. No le dijo nada, sólo se dejó mover, despacio. La canción terminó, pero no se separaron; empezó “The touch of your lips” y después “But not for me” y siguieron así un rato largo, hasta que ella alejó un poco la cara, le hizo una sonrisa y le dio un beso, para volver a la posición anterior y seguir bailando una canción atrás de otra. Y pasaron estaciones y años y el mundo se volvió jazmín. Cuando se soltaron, él le preguntó si no quería ir a desayunar al Museo Evita al día siguiente, que era domingo. Ella sólo sonrió, prendió la tele y le enredó las piernas, hasta que se quedó dormida.

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