Gerardo
nació en mayo del 67. Como no podía ser de otro modo, el día
exacto en el que había sido fijada la fecha de parto. Fue, ya desde
el inicio, cordial, cuidadoso y preciso, pero sobre todo ordenado. Su
madre, alcohólica, era una música brillante que trabajaba en el
Ministerio de Trabajo, en un cargo administrativo. Su padre, gran
matemático, decente economista y pianista mediocre, dedicó la mayor
parte de su vida a la docencia y la investigación. Tal vez por
experiencia prenatal, supo a partir del primer día de su vida que lo
mejor era dormir de corrido, para que mamá no se enojara. Habló
antes de caminar y ya a los dos años y medio sabía leer y escribir,
aunque lo hacía en secreto, como haría casi todo en su vida. Dio a
conocer sus dotes recién en el jardín de infantes, a los cinco
años, disimulando un poco su habilidad, para no ser el centro de
atención, lo cual detestaba. Decir que “habló” es simplemente
referir que adquirió la capacidad de hacerlo; rápidamente aprendió
que el ejercicio del habla era peligroso, por lo que lo administró
siempre con cuidado extremo.
Su
infancia transcurrió entre los golpes e insultos de su madre,
siempre seguidos de lágrimas inagotables y pedidos de disculpas y la
apatía de su padre, de quien sólo sabía a ciencia cierta que no
debía ser molestado cuando estaba en el estudio. Aprendió a lidiar
con lo primero por medio de la ausencia, traducida en silencio y
quietud. Sí conoció el abrazo tibio y la caricia amorosa, pero
esporádicamente, cuando ella estaba sobria, lo que para su mal
sucedía pocas veces; cuando ocurría, se permitía disfrutarlo. Lo
segundo lo resolvió de manera más categórica, militando la
construcción de un deseo hacia su padre que fuera complementario al
de su padre por él, es decir, ninguno, más allá de que de vez en
cuando se sentara cerca de él cuando tocaba el piano, esperando que
en algún momento se le preguntara qué quería escuchar, para
responder “lo que quieras”. Fueron esos momentos lo más parecido
que tuvieron a una relación.
Los
libros signaron su vida, eso sí. La casa era una biblioteca con
espacios destinados a fines prácticos como comer y dormir. Como su
padre era descuidado, sus libros solían ser más accesibles que los
de mamá, a los cuales había que tomar en riguroso silencio y con
extremas precauciones y dejar en el lugar exacto del que habían sido
sacados. Podía leer los libros de ella casi exclusivamente cuando no
estaba; pero los de él estaban disponibles todo el tiempo, así que
a sus habilidades lingüísticas se le sumó una prodigiosa facilidad
para entender la mecánica del número. Pronto aprendió como
autodidacta el arte de la combinatoria entre los números y la vida,
en formas inusitadas y, en algunos casos, sorprendentemente
efectivas. Llevó un tiempo, eso sí. Empezó por puro divertimento
con numeraciones simples y cuentas, simples también, al menos para
él. Descubrió sólo las reglas de las multiplicaciones y se
despertó en el una temprana aversión por el número siete, carente
de ellas. Fue el modo en el que desarrolló la capacidad de ver
números allí donde el común de la gente veía palabras; en rigor,
veía las dos cosas, como no podía ser de otra manera. Pasaba horas
en su cuarto haciendo cuentas mentales, al principio cuantificando
objetos y partes de objetos, luego dimensiones y distancias y,
finalmente, relaciones entre unas cuentas y otras. Incursionó luego
en la práctica de la estimación, que rápidamente lo fascinó y de
allí a una intuitiva inmersión en las teorías de conjuntos, allí
donde parecían no tener sentido (no así en las teorías de
conjuntos a secas, que había aprendido de un libro de su padre, a
quien a veces consultaba de formas parabólicas).
Su
educación formal fue un trámite, literalmente. Tenía una memoria
sobrecogedora, lo cual le traía problemas, ya que sus cuadernos
estaban prácticamente vacíos, o llenos de anotaciones en código
que sólo él sabía descifrar. Mecanizó la copia y empezó a llevar
un doble registro, uno burocrático y otro privado, de todo lo que
escuchaba y veía en clase. Pasó por el Nacional Buenos Aires como
quien salta un charquito. Tenía las estrategias mnemotécnicas más
extravagantes, efectivas todas. Nunca leyó un libro dos veces,
exceptuando aquellos que parecían contradictorios y generalmente lo
eran. Lacan y Marx fueron sus enemigos más tenaces. Y la Ética de
Spinoza un laberinto demencial.
Finalizado
el Colegio Secundario, eligió estudiar psicología, lo cual
sorprendió a su madre y a su padre. A ella, por poco tiempo, ya que
a los pocos meses de empezada la carrera de Gerardo falleció de
cirrosis. Fue una muerte desagradable, si acaso las hay de otro tipo,
tratándose de una madre, pero sobre todo previsible. Gerardo falló
sólo por tres días en la fecha del deceso, que había calculado
casi un año antes. Si algo puede graficar el modo en que Gerardo
había aprendido a lidiar con sus emociones, es precisamente el hecho
de que le causó más desconsuelo su desacierto que la muerte en sí,
aunque más tarde fuera a arrepentirse de ello, y mucho. Ya a su
edad, nada quedaba de ternuras, porque nada quedaba de su madre que
pudiera ser digno siquiera de lástima. No quedaba un hueco en ningún
lado; por el contrario, ahora eran sólo él y los libros, porque
Padre era un espectro siempre ensimismado y recluido.
Jamás
ejerció su carrera, ni había sido ese el motivo de la elección.
Sólo dos conceptos eran enigmas que a Gerardo le resultaban
irresolubles: el cuerpo, entendido como aquello que escapa a toda
representación y el inconsciente; el estudio sumó a esos dos el de
lo Real, que en vano intentó capturar leyendo a Lacan hasta la
ceguera, autor que, sorprendentemente, no existía en su casa. No le
era accesible la idea de que hubiera un aspecto incontable en el ser
y que sin embargo fuera el requisito indispensable de toda cuenta.
Tal vez nunca comprendió del todo el significado profundo del
concepto de “conjunto vacío”; pero un conjunto vacío es algo en
el lenguaje y, para Gerardo, lo que era en el lenguaje era en el
número. Lo Real, el inconsciente, la clase, el cuerpo; Gerardo
necesitaba matematizarlos y no podía.
Cerca
de los treinta, se dio cuenta de que no podía decidir si los hombres
eran más hermosos que las mujeres o las mujeres más hermosas que
los hombres, por lo que optó por no tomar ninguna decisión al
respecto. No tuvo parejas, aunque sus relaciones más duraderas
siempre fueron con mujeres; pero el sexo era, para Gerardo, más un
concepto que una satisfacción, lo cual lo volvía poco interesante
demasiado rápido para cualquiera. Sus fantasías, casi por lógica
consecuencia, eran extremadamente intensas. Podría decirse que uno
de sus problemas (si no “el” problema) para sostener cualquier
contacto con un cuerpo ajeno era su incapacidad para estar a la
altura de sus fantasías, o para encontrar a alguien que lo
estuviera. Fue tal vez eso lo que lo llevó a necesitar de Daniel
como del agua.
Daniel
era un pibe bastante más joven que él, al que conoció como
mercancía, por un aviso en el diario. Era desagradable en el trato
y, para cualquier observador poco perspicaz, un aprovechador. La
relación comercial no fue muy larga; pronto Daniel se dio cuenta de
que podía obtener mucho más de Gerardo si no le cobraba que si lo
trataba como un cliente. Gerardo supo eso desde el principio y sin
embargo no le importó demasiado. De hecho, la gran ventaja que había
entre ellos era que no tenían de qué conversar. Gerardo sabía,
también, que por mucho que intentara disimularlo Daniel se excitaba
con él del mismo modo que él con Daniel; y lo que sucedía cuando
se encontraban, que no era muy seguido, era que Gerardo podía
encontrar los únicos momentos de su vida en los que, literalmente,
no pensaba nada. La primera persona otra de Dany con la que pudo
lograr algo parecido fue Martina, la trapecista; y por razones
similares: ella no se dejaba contar con tanta facilidad. Pero la idea
de cojer con ella lo atribulaba. El tiempo le daría la razón. Hay
personas que, al dejar de ser fantasías, simplemente lo demuelen
todo; Martina, la trapecista, la joven prohibida para el viejo
numerista era una de ellas.
Pero
faltaba mucho para eso.
Gerardo
había sido un niño triste, un adolescente sin deseo y ahora era un
adulto sin presente, sin amor ni refugios. La muerte de su padre fue
sólo un conjunto de bienes y las mujeres que conocía tan sólo
intervalos entre nadas: un pasado abominado y un futuro ya decretado
desierto. El presente, en sí, una espera lánguida llena de letras y
números. Nada, como ya se dijo.
Probablemente
la mejor descripción de Gerardo que pudo hacer alguien alguna vez
salió de la boca de Martina (y era inevitable que así fuera). Una
tarde de llovizna, en un café sobre Callao, después de un
comentario de un insólito Gerardo con los ojos llenos de lágrimas,
ella le dijo: “nunca conocí a nadie en quien fuera tan abismal la
distancia entre lo mucho que es y lo poco que cree que es”. La
prueba irrefutable de la verdad de la frase fue el llanto de Gerardo,
probablemente uno de los bienes más escasos sobre la tierra.
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