domingo, 18 de agosto de 2019

CCCXCV

Gerardo nació en mayo del 67. Como no podía ser de otro modo, el día exacto en el que había sido fijada la fecha de parto. Fue, ya desde el inicio, cordial, cuidadoso y preciso, pero sobre todo ordenado. Su madre, alcohólica, era una música brillante que trabajaba en el Ministerio de Trabajo, en un cargo administrativo. Su padre, gran matemático, decente economista y pianista mediocre, dedicó la mayor parte de su vida a la docencia y la investigación. Tal vez por experiencia prenatal, supo a partir del primer día de su vida que lo mejor era dormir de corrido, para que mamá no se enojara. Habló antes de caminar y ya a los dos años y medio sabía leer y escribir, aunque lo hacía en secreto, como haría casi todo en su vida. Dio a conocer sus dotes recién en el jardín de infantes, a los cinco años, disimulando un poco su habilidad, para no ser el centro de atención, lo cual detestaba. Decir que “habló” es simplemente referir que adquirió la capacidad de hacerlo; rápidamente aprendió que el ejercicio del habla era peligroso, por lo que lo administró siempre con cuidado extremo.
Su infancia transcurrió entre los golpes e insultos de su madre, siempre seguidos de lágrimas inagotables y pedidos de disculpas y la apatía de su padre, de quien sólo sabía a ciencia cierta que no debía ser molestado cuando estaba en el estudio. Aprendió a lidiar con lo primero por medio de la ausencia, traducida en silencio y quietud. Sí conoció el abrazo tibio y la caricia amorosa, pero esporádicamente, cuando ella estaba sobria, lo que para su mal sucedía pocas veces; cuando ocurría, se permitía disfrutarlo. Lo segundo lo resolvió de manera más categórica, militando la construcción de un deseo hacia su padre que fuera complementario al de su padre por él, es decir, ninguno, más allá de que de vez en cuando se sentara cerca de él cuando tocaba el piano, esperando que en algún momento se le preguntara qué quería escuchar, para responder “lo que quieras”. Fueron esos momentos lo más parecido que tuvieron a una relación.
Los libros signaron su vida, eso sí. La casa era una biblioteca con espacios destinados a fines prácticos como comer y dormir. Como su padre era descuidado, sus libros solían ser más accesibles que los de mamá, a los cuales había que tomar en riguroso silencio y con extremas precauciones y dejar en el lugar exacto del que habían sido sacados. Podía leer los libros de ella casi exclusivamente cuando no estaba; pero los de él estaban disponibles todo el tiempo, así que a sus habilidades lingüísticas se le sumó una prodigiosa facilidad para entender la mecánica del número. Pronto aprendió como autodidacta el arte de la combinatoria entre los números y la vida, en formas inusitadas y, en algunos casos, sorprendentemente efectivas. Llevó un tiempo, eso sí. Empezó por puro divertimento con numeraciones simples y cuentas, simples también, al menos para él. Descubrió sólo las reglas de las multiplicaciones y se despertó en el una temprana aversión por el número siete, carente de ellas. Fue el modo en el que desarrolló la capacidad de ver números allí donde el común de la gente veía palabras; en rigor, veía las dos cosas, como no podía ser de otra manera. Pasaba horas en su cuarto haciendo cuentas mentales, al principio cuantificando objetos y partes de objetos, luego dimensiones y distancias y, finalmente, relaciones entre unas cuentas y otras. Incursionó luego en la práctica de la estimación, que rápidamente lo fascinó y de allí a una intuitiva inmersión en las teorías de conjuntos, allí donde parecían no tener sentido (no así en las teorías de conjuntos a secas, que había aprendido de un libro de su padre, a quien a veces consultaba de formas parabólicas).
Su educación formal fue un trámite, literalmente. Tenía una memoria sobrecogedora, lo cual le traía problemas, ya que sus cuadernos estaban prácticamente vacíos, o llenos de anotaciones en código que sólo él sabía descifrar. Mecanizó la copia y empezó a llevar un doble registro, uno burocrático y otro privado, de todo lo que escuchaba y veía en clase. Pasó por el Nacional Buenos Aires como quien salta un charquito. Tenía las estrategias mnemotécnicas más extravagantes, efectivas todas. Nunca leyó un libro dos veces, exceptuando aquellos que parecían contradictorios y generalmente lo eran. Lacan y Marx fueron sus enemigos más tenaces. Y la Ética de Spinoza un laberinto demencial.
Finalizado el Colegio Secundario, eligió estudiar psicología, lo cual sorprendió a su madre y a su padre. A ella, por poco tiempo, ya que a los pocos meses de empezada la carrera de Gerardo falleció de cirrosis. Fue una muerte desagradable, si acaso las hay de otro tipo, tratándose de una madre, pero sobre todo previsible. Gerardo falló sólo por tres días en la fecha del deceso, que había calculado casi un año antes. Si algo puede graficar el modo en que Gerardo había aprendido a lidiar con sus emociones, es precisamente el hecho de que le causó más desconsuelo su desacierto que la muerte en sí, aunque más tarde fuera a arrepentirse de ello, y mucho. Ya a su edad, nada quedaba de ternuras, porque nada quedaba de su madre que pudiera ser digno siquiera de lástima. No quedaba un hueco en ningún lado; por el contrario, ahora eran sólo él y los libros, porque Padre era un espectro siempre ensimismado y recluido.
Jamás ejerció su carrera, ni había sido ese el motivo de la elección. Sólo dos conceptos eran enigmas que a Gerardo le resultaban irresolubles: el cuerpo, entendido como aquello que escapa a toda representación y el inconsciente; el estudio sumó a esos dos el de lo Real, que en vano intentó capturar leyendo a Lacan hasta la ceguera, autor que, sorprendentemente, no existía en su casa. No le era accesible la idea de que hubiera un aspecto incontable en el ser y que sin embargo fuera el requisito indispensable de toda cuenta. Tal vez nunca comprendió del todo el significado profundo del concepto de “conjunto vacío”; pero un conjunto vacío es algo en el lenguaje y, para Gerardo, lo que era en el lenguaje era en el número. Lo Real, el inconsciente, la clase, el cuerpo; Gerardo necesitaba matematizarlos y no podía.
Cerca de los treinta, se dio cuenta de que no podía decidir si los hombres eran más hermosos que las mujeres o las mujeres más hermosas que los hombres, por lo que optó por no tomar ninguna decisión al respecto. No tuvo parejas, aunque sus relaciones más duraderas siempre fueron con mujeres; pero el sexo era, para Gerardo, más un concepto que una satisfacción, lo cual lo volvía poco interesante demasiado rápido para cualquiera. Sus fantasías, casi por lógica consecuencia, eran extremadamente intensas. Podría decirse que uno de sus problemas (si no “el” problema) para sostener cualquier contacto con un cuerpo ajeno era su incapacidad para estar a la altura de sus fantasías, o para encontrar a alguien que lo estuviera. Fue tal vez eso lo que lo llevó a necesitar de Daniel como del agua.
Daniel era un pibe bastante más joven que él, al que conoció como mercancía, por un aviso en el diario. Era desagradable en el trato y, para cualquier observador poco perspicaz, un aprovechador. La relación comercial no fue muy larga; pronto Daniel se dio cuenta de que podía obtener mucho más de Gerardo si no le cobraba que si lo trataba como un cliente. Gerardo supo eso desde el principio y sin embargo no le importó demasiado. De hecho, la gran ventaja que había entre ellos era que no tenían de qué conversar. Gerardo sabía, también, que por mucho que intentara disimularlo Daniel se excitaba con él del mismo modo que él con Daniel; y lo que sucedía cuando se encontraban, que no era muy seguido, era que Gerardo podía encontrar los únicos momentos de su vida en los que, literalmente, no pensaba nada. La primera persona otra de Dany con la que pudo lograr algo parecido fue Martina, la trapecista; y por razones similares: ella no se dejaba contar con tanta facilidad. Pero la idea de cojer con ella lo atribulaba. El tiempo le daría la razón. Hay personas que, al dejar de ser fantasías, simplemente lo demuelen todo; Martina, la trapecista, la joven prohibida para el viejo numerista era una de ellas.
Pero faltaba mucho para eso.
Gerardo había sido un niño triste, un adolescente sin deseo y ahora era un adulto sin presente, sin amor ni refugios. La muerte de su padre fue sólo un conjunto de bienes y las mujeres que conocía tan sólo intervalos entre nadas: un pasado abominado y un futuro ya decretado desierto. El presente, en sí, una espera lánguida llena de letras y números. Nada, como ya se dijo.
Probablemente la mejor descripción de Gerardo que pudo hacer alguien alguna vez salió de la boca de Martina (y era inevitable que así fuera). Una tarde de llovizna, en un café sobre Callao, después de un comentario de un insólito Gerardo con los ojos llenos de lágrimas, ella le dijo: “nunca conocí a nadie en quien fuera tan abismal la distancia entre lo mucho que es y lo poco que cree que es”. La prueba irrefutable de la verdad de la frase fue el llanto de Gerardo, probablemente uno de los bienes más escasos sobre la tierra.

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