miércoles, 28 de agosto de 2019

CDXXIV

Eran más o menos las dos y media de la madrugada cuando Gerardo llegó a la puerta de la casa de Ricardo, que estaba abierta. El fotógrafo lo había llamado por teléfono rogándole que fuera y en su tono se notaba que estaba en estado de pánico, además de borracho. El mensaje era confuso; Gerardo trató varias veces de que el fotógrafo de explicara lo que pasaba, sin éxito. Sin embargo, en medio de la conversación escuchó un estallido, que interpretó como un disparo, seguido de la voz de Ricardo diciendo “ahí está, ahí está, se la va a llevar el hijo de puta”. Gerardo colgó y salió a los apurones. Afortunadamente, consiguió un taxi rápido y llegó en menos de diez minutos.
Estaba parado frente a la puerta, inmóvil. Tenía miedo de entrar, aunque adentro había silencio; la puerta abierta le daba temor y los dichos del fotógrafo indicaban que no estaba sólo y que su compañía, además, no era amistosa. Si entraba y se topaba con un delincuente, o más, ¿qué iba a hacer? Era un riesgo, por otra parte. Pero también pensó en escenas más sombrías; si lo que había escuchado había sido un tiro, adentro podía haber cualquier cosa. No sabía qué hacer, porque hablar también era peligroso. Pensó, no obstante, que si había ido tenía que actuar; al momento de salir e inclusive durante el viaje, no pensó nada de todo lo que se le pasaba en este momento por la cabeza; pero el problema era la puerta abierta.
Tomó coraje, empujó la puerta despacio y asomó la cabeza. Desde donde estaba, todo parecía tranquilo; la entrada daba a un pasillo, con dos entradas cercanas, enfrentadas, una a la izquierda y otra a la derecha; la de la izquierda estaba iluminada y esa era la única luz en la casa. Avanzó un poco, quedando del lado de adentro y cerró la puerta, mecánicamente; dio unos pasos y se atrevió a un “Ricardo”, en voz no muy alta. Nadie contestó, pero le pareció escuchar un ruido en la habitación iluminada. Avanzó unos pasos más y repitió el nombre, en forma de pregunta; esta vez, el ruido en la habitación fue más claro, era una silla o una mesa que se movía y, más difusamente, un cuerpo que se arrastraba en el suelo. “Soy Gerardo... ¿Ricardo?”; insistió, sin respuesta de ningún tipo; entonces, con mucha lentitud, tratando de no hacer ruido, fue acercándose a la puerta de la que salía la luz y, con mucho cuidado y sigilo, asomó la cabeza de a poco, tratando de ver qué pasaba.
Un tiro salió de la habitación y agujereó la puerta del cuarto de enfrente, lo cual casi le provocó a Gerardo un paro cardíaco. Se corrió de la puerta y se apoyó de espaldas contra la pared, respirando agitado y con una taquicardia formidable. Se sentía ahogado y sudaba profusamente; pensó en irse corriendo, pero no se podía mover; pensaba, además, que probablemente el fotógrafo necesitara ayuda. A medida que su respiración se relajaba y su corazón latía más lento, escuchaba que de la habitación salía un gemido, que claramente se correspondía con la voz de Ricardo. Volvió a hablar: “Ricardo, soy yo, Gerardo; ¿usted me tiró?”. Desde el cuarto salió, al fin, una voz: “deme una prueba”, dijo. Era Ricardo, definitivamente.
- ¿Está bien, Ricardo? - Preguntó.
- Una prueba. Pruébeme que es Gerardo – Contestó el fotógrafo
- ¿Pero cómo le voy a dar una prueba si me tira cuando me asomo?
- No sé, pero si no me da una prueba de que no es Acevedo lo cago a balazos
- Soy Gerardo, Ricardo; ni siquiera sé quién es Acevedo
- Eso es lo que Acevedo diría – Dijo el fotógrafo, con buen uso del sentido común
- Está bien – Dijo Gerardo -, hagamos una cosa: Usted me hace preguntas y si yo se las contesto correctamente se va a dar cuenta de que soy yo; ¿pero es que no me reconoce la voz?
- Acevedo sabe imitar voces. Eso no prueba nada
- Pero si Acevedo no me conoce, no me puede imitar la voz; ¿De dónde lo voy a conocer a Acevedo, si ni siquiera sé quién es?
Se hizo un rato de silencio. Finalmente el fotógrafo volvió a hablar
- No, no... puede ser un truco. No me convence. Déjeme pensar – Dijo.
Nuevo silencio. Pasado un tiempo, Ricardo preguntó.
- Ta bien, a ver, ¿cómo me conoció, en dónde?
- En el subte – Respondió Gerardo -, yo estaba concentrado mirando un volante y usted me sacó una foto.
- No me acuerdo – Dijo el fotógrafo
- ¿Y por qué me pregunta eso, entonces? ¡Pregúnteme algo de lo que se acuerde! Esa vez estaba borracho, así que no se va a acordar. De hecho, estaba tan borracho que lo acompañé hasta acá.
- De eso tampoco me acuerdo. Además, yo siempre estoy borracho.
- ¿Ve? Si me hubiera preguntado eso, se lo habría podido contestar. No me dé datos: pregúnteme cosas que se acuerde.
- Ya sé, ya sé; Gerardo tiene una amiga que es bailarina; ¿Cómo se llama la chica?
- Martina. Se llama Martina y no es bailarina, es trapecista.
- Ah... muy bien, va bien; se lo dije a propósito, a ver si caía. Si no me decía nada lo hacía boleta. Déjeme pensar otra.
- ¿No le alcanza con esa? - preguntó el numerista
- Me quiero asegurar – Respondió Ricardo – Espere... a ver, ya la tengo: ¿Dónde nos conocimos?
- Ya me preguntó eso, Ricardo; y me dijo que no se acordaba
- Ahora me acordé – Dijo el fotógrafo.
- Entonces ya está, ya se la respondí
- Pero me olvidé lo que me respondió... vamos, ¿dónde nos conocimos?
- En el subte, Ricardo, Yo estaba mirando un volante y usted...
- ¿Gerardo? - Interrumpió Ricardo
- Sí, Ricardo, soy yo
- Bueno, bueno, a ver... asómese despacio, sólo la cabeza
- Listo, listo; pero no me va a disparar, ¿no?
- Si es usted, no; vamos, asómese
Gerardo volvió a acercarse a la puerta; apoyándose en la pared, fue asomando la cabeza de a poco, hasta que su cara entera se podía ver de adentro. Desde su perspectiva, lo que vio fue el cañón de un arma apuntándole directamente a la frente. La cabeza de Ricardo se asomó desde atrás de un escritorio y se quedaron mirándose un rato.
- Bueno, ya está; ¿satisfecho?
El fotógrafo se asomó un poco más, mirando con suma atención, hasta que se convenció de que quien había aparecido era su amigo.
- Uf... qué susto – Dijo – Pase, pase.
- ¿Por qué no deja el arma, Ricardo? O apunte para otro lado.
Ricardo se miró la mano y desvió el cañón, pidiendo disculpas. Hecho eso, fue hasta la puerta de la habitación y miró a izquierda y derecha. Al ver la puerta cerrada, le preguntó a Gerardo si la había cerrado él. Gerardo asintió. “¿Y cómo entró?”, pregunto de nuevo. “Estaba abierta”, respondió Gerardo. El fotógrafo se abalanzó entonces a la puerta de enfrente, que tenía tres escopetazos, contando el que casi mata a Gerardo; la abrió y fue rápido a un rincón, en donde había una caja fuerte. La abrió y sacó un sobre, que abrió y miró, sin sacar lo que había adentro. “Uf. Hijo de puta”, dijo para sí, volviendo a meter el sobre el la caja fuerte y cerrándola otra vez. Se paró, volvió a la primera habitación y le dio unos cuantos tragos a una botella de vodka, que extendió a Gerardo. “No, gracias”, dijo el numerista; Ricardo se encogió de hombros, se echó otros tragos y fue hasta el escritorio, apoyó la botella en la mesa, acomodó una silla que estaba tirada y le hizo un gesto a Gerardo para que se acercara otra. Finalmente, se sentó, relajado por primera vez.
Se quedaron un rato callados, hasta que el fotógrafo preguntó:
- ¿Qué hace acá a esta hora?
Gerardo se quedó atónito.
- Usted me llamó por teléfono, diciéndome que viniera, asustado, diciéndome que alguien se iba a llevar algo; vine porque usted me llamó.
- ¿Yo lo llamé?
- Ajá.
- No me acuerdo.
- ¿Por qué no me dice qué pasa? - Preguntó Gerardo.
- ¿Quiere la historia corta o la larga?
- Supongo que la larga es más interesante.
- Mucho más
- Entonces la larga, ya que vine; y no tengo nada que hacer.
El fotógrafo se acomodó en la silla. Pensó un poco. Y empezó a hablar en tono muy pausado.
- Yo soy del 32, de La Plata. Mi viejo era metalúrgico y mi vieja trabajaba en una textil. Cuando yo tenía nueve años a mi mamá la echaron, así que las cosas se pusieron fieras. No pasé hambre, pero éramos pobres. No era que antes nos sobrara, pero se notó la diferencia. Mis viejos eran radicales, forjistas los dos. A partir del 43 mi viejo empezó a militar en el Sindicato y ese año escuché por primera vez la palabra “Perón” en casa. Que Perón esto, que El Coronel aquello; y más tarde, Evita. En casa se hablaba todo el tiempo de política y mis viejos se fueron haciendo peronistas; que las vacaciones, que el aguinaldo. Yo no entendía mucho, aunque ya para el 45 era un grandulón de trece. Entendí medio de golpe. Un día, yo estaba en casa con mamá y apareció mi viejo, agitado, apurándonos para salir, que íbamos a Capital, que salía el camión. Era el diecisiete de octubre. Mi vieja y yo salimos con lo puesto y nos subimos con papá a un camión lleno de gente; fue un viaje largo y durante todo el trayecto todos gritaban “¡Perón, Perón, Perón!”. No me acuerdo a qué hora llegamos a Capital. Entramos por abajo, por Paseo Colón y en Belgrano ya tuvimos que bajar, porque había mucha gente caminando. Fuimos con los demás a la Plaza y, no sé, no sé cómo explicarle lo que era eso; yo nunca había estado en Capital, fijesé; era mi debut y era una locura. “¡Perón, Perón, Perón!”, todo el mundo, todo el tiempo, horas y horas. Entrar a la Plaza nos llevó como tres horas y nos quedamos en ese lugar no sé cuántas más. No cabía una hoja de papel entre una persona y otra, pero nadie se movía. Mis viejos gritaban con los demás, así que yo me puse a gritar también y me gustó. Era como una sola persona hecha de cientos de miles de personas. Vi gente grande llorar, esa tarde, cosa que era rara, y la cosa seguía. Pasaron horas y horas y entonces lo vi, en el balcón. Perón. Tengo todavía la imagen en la cabeza y si cierro los ojos es como si lo estuviera viendo de nuevo; para mí era como si Dios hubiera bajado a la tierra; todos estaban como locos y yo me sumé. El griterío no paraba. Bue... usted ya sabe la historia, no se la voy a contar toda. Vino el 46, vinieron las elecciones y a fin de año nos fuimos de vacaciones por primera vez, a Mar del Plata. Mis viejos no conocían el mar, figuresé; y encima nos fuimos en un auto que se había comprado mi viejo; ¡un auto! ¿sabe lo que era eso? Papá salía de noche a la puerta a fumar y se sentaba en las escaleritas; yo sé que miraba el auto, que salir a fumar era una excusa para ver el auto, como que ni él lo podía creer. Algunas veces se paraba y lo tocaba. Él era herrero, pero trabajaba en obras; era calificado y ganaba bien y mi vieja consiguió laburo de nuevo, en una lencería. Imaginesé, ¿cómo no me iba a hacer peronista? Encima, en el 47, hablando con mi mamá le dije que a mí me gustaría ser fotógrafo; ¿sabe cómo supe que quería ser fotógrafo? Por el día ese, por el diecisiete. Yo ese día saqué mil, dos mil, tres mil fotos mentales; me di cuenta de que quería hacer eso, que había que sacar fotos de algunos momentos, que había que guardarlos de alguna manera y yo quería ser uno de los encargados – Ricardo agarró la botella y le dio un buen saque -. Mi mamá se enteró que existía la Fundación Eva Perón; las cámaras de fotos eran carísimas, imposibles. Yo no sé cómo hizo, pero ese año, para mi cumpleaños, me regalaron la cámara y unos rollos. Yo cumplía catorce. La cámara, por supuesto, se la había dado Eva; pero Eva en persona. Mamá lo contaba y lloraba; no me llevó a mí porque ya había decidido que fuera una sorpresa; ¿entiende lo que le digo? Mi vieja, una costurera de La Plata, le podía regalar una cámara de fotos a su hijo gracias a Evita. Encima a mi viejo le iba cada vez mejor y la lencería abrió una sucursal en Gonnet, que le dieron para atender a mi vieja. Yo no estudié ni nada, sólo leí y leí y aprendí todo, a sacar, a revelar. En casa no sólo me compraban lo que hacía falta sino que mi papá hizo armar un cuartito en el fondo que fue mi cuarto oscuro durante años. Terminé el secundario en el cincuenta, pero ya tenía trabajo desde el año anterior. Nunca trabajé para ningún diario; yo sacaba fotos y las llevaba a los diarios y a las revistas y, bueno, queda mal que yo lo diga pero era... soy bueno; sacaba buenas fotos y me empezaron a comprar algunas y al tiempo, no mucho, ya me empezaron a pedir, así que terminé la secundaria con trabajo y al poco tiempo ya me compraba las cosas yo y me sobraba. La cuestión es que un día voy a un diario a llevar unas fotos y me piden si no puedo hacer algunas del centro, pero sobre todo del Tortoni, porque iban a hacer una nota sobre la historia del bar. Me ofrecieron buena plata, así que dije que sí y al lunes siguiente me fui para la Capital. Llegué a Plaza de Mayo, hice algunas fotos (no muchas, tampoco era como ahora, era caro revelar) muy cuidadas, otras de Avenida de Mayo con el Congreso al fondo... lindas fotos, todas; y enfilé para el Café. Cuando estaba por cruzar Perú, vi como un revuelo y me llamó la atención; había un montón de gente, así que me acerqué, por curiosidad. En esa Época, la Fundación de Eva estaba ahí, en la Legislatura y adivine qué: ahí estaba, en la puerta, Ella. Me quedé helado, duro, literalmente. Sólo pensaba en mi cámara y ahí estaba la mujer gracias a la cual yo la tenía. Yo le debía todo, mi cámara, mi profesión, la felicidad de mis viejos. Los mejores años de mi vida habían sido peronistas y el símbolo de mi felicidad estaba ahí, a tiro de un grito; lo que yo quería era ir a decirle algo, a agradecerle; pero se me ocurrió que podía hacer otra cosa: sacarle una buena foto y regalarselá, otro día. Ese día fue la primera vez que me pasó lo que usted no vio en el subte y vio en el bar. Me puse la cámara en la cara y empecé a buscar un buen encuadre; me llevó un tiempo, tenía que ser una foto buena, pero buena en serio, así que busqué, busqué, busqué y cuando la tuve, ¡Paf! Saqué la foto. Vi que un par de personas dieron como un salto para atrás, pero no entendí por qué; lo que sé es que había llegado casi al lado de Evita, que se dio vuelta y me miró. Yo me quedé mudo y...
Ricardo se interrumpió. La voz se le había quebrado y se notaba que no quería llorar. Gerardo se le acercó y trató de darle un abrazo, pero el fotógrafo se lo sacó de encima con un sacudón y un “¡Eh! No sea maricón, che”. Agarró de nuevo la botella y la vació. Se quedó un rato callado y arrancó de nuevo.
- Bueno, no dije nada. Era mi oportunidad y no dije nada. Me quedé como un tarado mirándola, hermosa, con esa sonrisa que era, cómo decirle, era genuina, ¿me entiende? Me sonreía de veras, igual que a toda la gente que estaba ahí; y le hablaba a cada una, a cada uno, a cada nena y nene; a todos les hablaba y los abrazaba o les acariciaba el pelo. Era como un ángel; sólo el que la vio lo puede entender. A veces pienso en los gorilas... qué sé yo; imaginesé lo que me pasaba por la cabeza cuando pasaba por una pared y leía “Viva el cáncer”. Entré en la resistencia casi desde el principio y en las orgas, pero eso es otra historia. Lo que importa es esa foto. El resto del día fue sólo sacar unas fotos del Tortoni, de adentro y de afuera. Salieron todas buenas, al final. Me pagaron más, de hecho. Pero no me importaban esas fotos, se imaginará. Yo sólo quería ver la foto de Eva. La dejé para lo último; no la quería mirar hasta que no estuviera bien nítida, bien sequita. Y la vi. Soy, junto a mis viejos, de hecho, la única persona, además de Acevedo, que la vio. Nunca se la pude dar a Eva. Trabajaba cada vez más y nunca me hacía un rato y lo pateaba y bue, usted sabe lo que pasó. Evita se me murió sin verla – Ricardo tuvo que volver a detenerse, porque la voz se le quebró otra vez. Se quedó quieto un rato, se paró a buscar una botella nueva y volvió a la silla -. Creamé: no hay una foto igual que esa. No importa cuántas fotos de Eva haya visto, esta es mejor. Era oro en mis manos, no le miento, la hubiera podido vender por cualquier guita; pero no quise. Esa foto era para Ella y para nadie más; pero cometí un error: se la mostré a Acevedo, un tipo para el que había sacado fotos, unos treinta años mayor que yo. Cuando le vi la cara me di cuenta de que me había equivocado. Él empezó a insistir con que había que venderla y yo le decía que no. Me ofreció cantidades que usted ni se puede imaginar. Entonces dejó de insistir y simplemente decidió que me la iba a robar. Y creamé que trató. Pero no pudo, nunca. Pero encontró la forma de tomar venganza. Yo ya no tenía la foto en casa; la guardaba en una caja de seguridad del Banco Provincia. Ya le era inaccesible, así que me hizo una trastada que... ¡hijo de puta! Me llama un día y me dice que le saque unas fotos al acto del 51, el del renunciamiento. Ahí voy. Bueno: todas las fotos... ¿Vio la foto del abrazo? - Gerardo asintió -, bueno, es mía. Todas las fotos que vio de ese balcón, de ese día, las saqué yo, las que hoy se venden en todos lados. La cuestión es que muy tarde, estando en casa, se sienten unos ruidos afuera, unas sirenas, gritos. Mi viejo baja apurado y yo atrás, están golpeando la puerta. Mi viejo abre y se ven dos autos de policía y dos policías en la puerta. Se la hago corta: Acevedo, dueño de un diario y con contactos por todos lados, denunció que le habían robado unos negativos y me acusó, se consiguió una orden de allanamiento y me vaciaron el cuarto oscuro, me llevaron la cámara... todo; y me comí dos años en cana. Usted pensará que la cosa terminó ahí, pero no; supe que Acevedo había intentado, por suerte sin éxito, que me abrieran la caja de seguridad, que por suerte mis viejos, que sabían todo, habían mantenido. Estuvo ahí varios años, hasta que me mudé acá, a Capital, después de la muerte de mis viejos, porque encima en La Plata no podía trabajar. Compré esa caja fuerte y la foto está ahí desde entonces. Yo, de a poco, entré de nuevo en la rueda, pero porque era bueno. Hay varias fotos muy famosas que, de hecho, son mías pero tienen nombres de otros, porque me ponían esa condición. Bueno. Hoy vino de nuevo, pero me di cuenta y lo hice rajar.
- ¿Vino? ¿Quién vino, Ricardo? - Preguntó Gerardo
- Acevedo, pelotudo; ¿quién va a ser?
- ¿Pero no me dijo que tenía treinta años más que usted?
- Treinta y dos, exactamente
Gerardo se quedó mirándolo, para ver si se daba cuenta solo del disparate que estaba diciendo; si Ricardo tenía ochenta y cinco años, entonces Acevedo tenía que tener ciento diecisiete. Ricardo ni se inmutó. Sólo le dio unos tragos a la botella nueva.
- Ricardo: Acevedo no puede estar vivo, ¿no se da cuenta de eso?
- Está vivo. El hijo de puta no se va a morir hasta que tenga la foto y yo, cuando ya sepa que me voy a morir, que lo voy a saber, porque me voy a suicidar, antes la voy a quemar, a la foto y al negativo. Pero Acevedo no la va a tener jamás. Hoy lo cagué.
Gerardo se dio cuenta de que habría sido imposible discutir el asunto, así que se llamó a silencio. Se quedó sentado un rato, pensando en todo el relato y entonces se le ocurrió lo impensable.
- ¿Y a mí no me dejaría ver la foto?
Ricardo dio vuelta la cara y se lo quedó mirando con una seriedad que daba miedo. Tenía el revólver al lado de la mano y Gerardo se dio cuenta de que había hecho la peor de las preguntas posibles. A medida que avanzaba el tiempo el gesto de Ricardo se hacía más duro y el aire se ponía más espeso. Estuvo a punto de pedir disculpas, pero el fotógrafo rompió el silencio con una risotada.
- ¡Qué boludo! - Dijo - ¿Usted escucho una palabra de lo que le acabo de contar?
- Sí, sí, sí... - Respondió Gerardo, tratando de distender el clima -, disculpe, fue un error, me equivoqué, no le tendría que haber pedido eso; perdonemé, estuve mal. Disculpe.
Ricardo meneó la cabeza y volvió a mirar para adelante, distendido, para alivio de Gerardo. Ya no hablaron, así que pasado un buen rato, Gerardo se paró y le dijo a Ricardo que se iba, a menos que él necesitara algo más. El fotógrafo negó con la cabeza. Gerardo dijo “bueno, entonces, nos vemos en otro momento” y arrancó para la puerta. Lo detuvo la voz de Ricardo.
- Se la voy a mostrar – Dijo -, pero con condiciones.
Gerardo se dio vuelta, sin decir nada.
- Tiene que tener en cuenta que lo que va a tener es un honor que no tuvo nadie, excepto mis viejos y el puto de Acevedo – Gerardo asintió con la cabeza -. Yo le muestro la foto, pero hay dos cosas que no van a poder pasar.
- Digamé.
- Primera: nunca, bajo ninguna circunstancia y sin excepción de ninguna clase, usted le puede decir a nadie que esa foto existe; ¿Está de acuerdo?
- Sí, sí, por supuesto.
- Pero nunca; entiende eso, ¿no? Ni a la trapecista ni a nadie. Nunca jamás.
- Entendí; delo por hecho.
- Segunda: a partir de hoy, no nos podemos volver a ver en esta casa. Si quiere ver la foto, renuncia para siempre a volver a entrar acá, pase lo que pase. Tampoco hay excepciones. Si está dispuesto a cumplir estas dos condiciones, entonces lo dejo ver la foto. Acuérdese: es un honor que le hago, porque me cae bien, porque vino hoy y me salvó. Pero las condiciones no se negocian.
Gerardo pensó un poco y finalmente accedió. La curiosidad era demasiado fuerte. Ricardo se paró como pudo; ya estaba muy ebrio. Medio tambaleante, pasó al cuarto de la caja fuerte, con Gerardo siguiéndole los pasos. Tardó un rato en abrirla. Gerardo casi comete un error fatal, pero se abstuvo a tiempo: como ya lo había visto abrir la caja, sabía la combinación y estuvo a punto de cantársela, lo cual habría arruinado todo. Fue cuestión de tiempo hasta que el fotógrafo le acertó a los números y la caja se abrió. Sacó el sobre, lo puso sobre una mesa y se alejó. Gerardo quedó frente a frente con la foto aun ensobrada y tardó un ratito hasta meter la mano y sacarla. La puso frente a sí y la miró. Ricardo, por su parte, lo miraba minuciosamente, sobre todo la cara. Se sintió aliviado al ver que el gesto de Gerardo y el de Acevedo no tenían nada que ver, así que se sentó en una silla y se quedó mirando la nada y bebiendo de vez en cuando.
Gerardo, por su parte, sintió que se ahogaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que tuvo que enjugar rápido, para no mojar la foto. En la imagen se veía a Evita, vestida con ropa clara y el pelo desatado pero agarrado con una vincha. Miraba hacia abajo, a una nena que le extendía una mano, las puntas de cuyos dedos se tocaban con las puntas de los dedos de Eva. El gesto de Ella era celestial, en el que resaltaban una sonrisa franca y una ternura que Gerardo no recordaba haber visto en ojos algunos. No parecía un gesto humano; Gerardo pensó que si existía la Idea platónica de la ternura, entonces la estaba viendo. Pero la imagen se completaba con la cara de la niña, que miraba a Eva como quien mira a su sueño más preciado materializado. Los ojos de la chica tenían un brillo indescriptible y la sonrisa excedía la boca y se extendía a la cara completa, al cuello, a los hombros y la panza; la niña era un cuerpo feliz. Eran la esencia de la ternura y la esencia de la felicidad mirándose la una a la otra. Gerardo tenía que enjugarse las lágrimas cada dos segundos, porque lo que estaba viendo no era del mundo. Además, la luz de la foto proyectaba sobre ambas un aura casi imperceptible, que se completaba con la sombra de la pequeña en la falda de Eva. Era más aun que lo que había pensado; lo que se veía era el amor, si acaso el amor podía capturarse en una imagen. En un momento, Gerardo se echó para atrás y ya no lagrimeó, lloró. Lloró por tanta belleza, lloró por el fotógrafo, que no había podido regalarle a Ella la foto, lloró por él, que no imaginaba que fuera posible que existieran sentimientos de la intensidad que la foto dejaba ver. Y entonces, con la voz entrecortada, dijo “es...”; y se calló.
- Es perfecta – Dijo Ricardo, y agregó - ¿sabe que yo empecé a tomar cuando Eva se murió? Es la única forma que encontré para no pensar nunca en que no le di la foto. Mi mayor obra de arte fue mi peor condena, en todo sentido.
Gerardo lo miró y vio la tristeza en su cara. Sintió una pena honda y un amor profundo por ese viejo maldito por una proeza irrepetible. Y volvió a la foto y la vio y la vio y la vio. Vio cada detalle, hasta el más ínfimo, incluido un boleto de colectivo en el piso y una mosca lejana. Se quería llevar esa imagen del mismo modo que Ricardo se había llevado la imagen de Perón esa tarde en la Plaza. Finalmente, tomó la foto, la metió en el sobre y la dejó sobre la mesa.
- Gracias – dijo
Ricardo volvió a mirarlo y le sonrió. Hizo un gesto con la mano, como deteniendo a Gerardo; se paró y fue hasta una cajonera, de la que sacó un sobre. "Esto es algo que le debo", dijo. Gerardo lo agarró, sin abrirlo.
- ¿No va a mirar? - Preguntó el fotógrafo.
- En un rato – Dijo Gerardo -, ahora me tengo que ir.
Fueron juntos hasta la puerta, en silencio. Gerardo salió y le preguntó al fotógrafo si le podía dar un abrazo. Ricardo dudó un poco, pero finalmente dijo “está bien, pero que no sea un abrazo de maricones”. Gerardo se acercó y se abrazaron muy fuerte, palmeándose las espaldas unas cuantas veces. Venía un taxi, que Gerardo paró. Ya era de día y, antes de que se subiera al auto, escuchó que el fotógrafo le gritaba
- No se olvide del compromiso
- Nunca – Contestó el numerista -, sáqueselo de la cabeza.
El taxi arrancó y Gerardo miró el reloj. Eran las once de la mañana. Miró de nuevo, incrédulo. Finalmente, le preguntó al taxista la hora “las once y cinco”, escuchó. Calculó el tiempo de la llegada, de la charla con Ricardo, de la despedida. No le daba la cuenta. Como mucho todo eso había llevado dos horas. Entonces, ¿cuánto tiempo estuvo mirando la foto? El cálculo menos exagerado le daba seis horas. Su mente se rebelaba frente a la idea, pero finalmente tuvo que ceder. Para él habían sido cinco minutos, diez como mucho. Fue a sacar la libretita para hacer una anotación y se acordó del sobre que Ricardo le había dado. Lo abrió. Había adentro dos fotos idénticas, una para él y otra para Martina, de la mañana en que se encontraron en el bar. Era una foto hermosa, en blanco y negro, en la que resaltaba la sonrisa milagrosa de la trapecista. Guardó la libretita otra vez en el bolsillo y dedicó el resto del viaje a la imagen, buscando detalles. Realmente el fotógrafo tenía razón; no había nada discordante, por minúsculo que fuera.
Llegó a su casa a las doce menos cinco, prendió la PC y se dedicó a escuchar a Liszt, tirado en el sillón, hasta que se durmió, con una sonrisa en la cara y un par de lágrimas rodándole por las mejillas.

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