miércoles, 21 de agosto de 2019

CDIII

La calculista era bastante menor que Gerardo, al menos en su aspecto. Nunca dijo su edad, pero Gerardo le daba treinta y cuatro, por lo que debía tenerlos. Se conocieron en un estudio contable para el que Gerardo trabajaba como free lance, cuando el estudio tenía mucho trabajo. Gerardo había empezado a trabajar de contador por su cuenta y le iba bastante bien, pero no le gustaba dedicar tanto tiempo a su trabajo, por lo que se quedó con algunos clientes importantes, que le daban lo suficiente como para que no necesitara más.
La relación entre Renata y Gerardo era intensa. Se envidiaban y admiraban mutuamente, sin gustarse lo suficiente; ella podía canónicamente ser linda o fea, dependiendo del día y del modo de mirarla, exactamente igual que Gerardo. Llegaron a ser muy cercanos y se acostaron un par de veces, pero ambas fueron un fracaso, por lo que mantuvieron una amistad genuina, que se hizo más profunda a partir del inicio del proyecto.
El día que se vieron por primera fue poco feliz para él, puesto que fue la primera vez que sintió una envidia real, de esas que hacen enojar en serio. Estaban en una reunión con el Director General del Estudio y éste lanzaba al aire unos números; ella, instantáneamente, devolvía los resultados exactos, mentalmente, antes que Gerardo, que habría necesitado un par de segundos más. Durante toda la reunión, el episodio se repitió unas cuantas veces; lo que asombraba y ofendía a Gerardo era que ella contestaba sin pensar, como una calculadora. Lo hacía con todas las operaciones posibles (más adelante, Gerardo observó que su exactitud para calcular raíces cuadradas era inconcebible, no sólo por a velocidad, sino también por la precisión, a veces de hasta seis decimales). A diferencia de lo que sucedía con Gerardo, el numero siete era el preferido de ella, precisamente porque al carecer de regla planteaba un desafío mayor; aunque en rigor de verdad, no parecía ningún desafío, puesto que identificaba sus múltiplos al instante. Gerardo nunca imaginó que alguien pudiera calcular mentalmente más rápido que él; por lo que todas las noches se planteaba desafíos para mejorar su velocidad, inventaba técnicas nuevas. Pero no era ese el problema: ella no calculaba, sabía. Tiempo más adelante, en una charla, simplemente se lo dijo: “cuando alguien pide una cuenta, el resultado me aparece escrito en la cabeza; no tengo que pensar, sencillamente ya lo sé”.
Renata habría podido, de haberlo buscado, hacerse verdaderamente rica, como asesora en inversiones; pero no le gustaba la bolsa y tenía una muy mala imagen de los corredores de bolsa en general. Su capacidad para cruzar variables era asombrosa y su memoria, como la de Gerardo, un prodigio. Era feliz con los números y nunca los vio como fuente de riqueza personal, aunque su posición en el Estudio era inmejorable y ganaba muy bien. Su límite era el mundo y era eso algo en lo que Gerardo le sacaba ventaja, lo que hacía mutua la envidia. En varios de sus encuentros trataba de entender cómo funcionaba la mente del numerista, pero no podía. Una tarde de sábado, en el Museo de Bellas Artes, recorrían una muestra especial de Chagall y lo vio a Gerardo absorto frente a un cuadro en especial. Intentó hablarle, pero él la frenó con la palma de la mano. Pasó un rato largo, hasta que finalmente Gerardo sacó los ojos del cuadro y le preguntó qué le iba a decir, pero ella ya se había olvidado; lo que le preguntó fue qué era lo que tenía de particular el cuadro ese, al que tanto tiempo le había dedicado y la respuesta de él la dejó un tanto aturdida: “es un cuadro raro, dijo el numerista, si mirás todos los cuadros de Chagall, te dan más o menos entre 76,35 y 77,40 cada uno; éste en particular me daba 86,38, como si no fuera de él, aunque evidentemente lo es”. Ella no entendió nada, por lo que repreguntó a qué se refería. Fue ese el momento en el que Gerardo le contó por primera vez sobre su proyecto, tomando como ejemplo el modo en que había llegado al número en el cuadro; aunque Renata entendió la explicación específica del cuadro a medias, sí entendió el proyecto, que sin embargo le pareció un tanto descabellado. Como ya se dijo, el mundo de Renata eran los números, a diferencia de Gerardo, que vivía en un mundo de números. Ella veía siempre resultados y él simplemente veía números en lugar de cosas.
Así nació, también, otro de los motivos de la envidia de ella hacia él. Ya fuera de la muestra, en la exposición permanente, mirando un cuadro de Cándido López sobre la Guerra de la Triple Alianza, Gerardo dijo en voz baja, como para sí: “ciento sesenta y siete”. Ella lo miró y le preguntó ciento sesenta y siete qué. “Soldados, dijo él, son ciento sesenta y siete soldados en el cuadro, o ciento sesenta y ocho”; ella miró el cuadro un rato y contó ciento sesenta y seis. Él le dijo que no podía ser, por lo que ella miró de nuevo, con el mismo resultado. En rigor, ella no los contaba, simplemente los agrupaba de distintas maneras y luego hacía cálculos. Le repitió a Gerardo el resultado y él, entonces, se concentró más en el cuadro; después de un rato, señalando un rincón, le marcó un soldado solitario, caído. “¿Contaste ese?”, le preguntó. Efectivamente, ella no lo había contado. Eran ciento sesenta y siete. Ella le preguntó, entonces, cómo había hecho para contarlos tan rápido y él le dijo “no los conté, los estimé; hay cosas que son más fáciles de estimar que de contar, si tenés buenas técnicas. Estuve viendo todos los cuadros, además de que ya conozco la obra de López de antes y vi que no hay ninguno que no tenga un soldado o dos separados del resto; estimé ciento sesenta y seis y le sumé ese, que supuse que estaría en algún lado; podía no haber estado, pero era improbable; habría sido más probable que hubiera dos, pero me arriesgué a uno, por eso dije 'sesenta y siete o sesenta y ocho'. Lo mismo pasa con los colores, por ejemplo; ¿Cuántos colores ves en el cuadro?”. Ella se sobrepuso a su perplejidad y miró el cuadro y se dio cuenta de que no podía responder la pregunta. Se lo dijo. “Es que estás tratando de contarlos, dijo él, y no se puede; si nos atuviéramos a los colores básicos, tal vez no sería muy difícil, de hecho no lo es, es fácil. Quiero decir que es fácil si tomás como colores el verde, el rojo, el anaranjado y cosas así; el tema es que no todos los verdes son iguales, ni los rojos, ni los azules; hay matices y matices de matices y todo eso te lleva a números imposibles. Entonces ahí estimás, en vez de contar; en este cuadro, por ejemplo, hay unos quinientos sesenta y cuatro, siempre probables y arbitrarios; si nos quedamos con los básicos, son sólo treinta y tres, éste último número es exacto, pero poco descriptivo”. Ella volvió al cuadro y tuvo una sensación extraña; notó que nunca había mirado un cuadro de ese modo y, tal vez inauguralmente, miró un cuadro como un cuadro, distinguiendo matices, posturas, perspectivas. La experiencia fue sobrecogedora. Fue cuando se dio cuenta de que Gerardo era una buena compañía.
Al salir, fueron a dar una vuelta por Plaza Francia y entraron en el Cementerio de Recoleta, porque Gerardo quería ir a ver la tumba de Evita. Ella le preguntó si era peronista y él se encogió de hombros; “creo que sí”, le dijo, “nunca milité, pero los voté siempre; pero Eva y Perón fueron seres especiales. Te lo podría explicar con números, pero sería un desperdicio, hay cosas, por ahora, que prefiero ver como son y Eva es una de ellas. Si querés, un día podemos ir al Museo Evita y después tomar algo a la salida; hay un bar precioso y hacen unos escones riquísimos”. Ella le dijo que sí.
Se despidieron en Las Heras y Junín, cerca de las siete.

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