La
calculista era bastante menor que Gerardo, al menos en su aspecto.
Nunca dijo su edad, pero Gerardo le daba treinta y cuatro, por lo que
debía tenerlos. Se conocieron en un estudio contable para el que
Gerardo trabajaba como free lance, cuando el estudio tenía mucho
trabajo. Gerardo había empezado a trabajar de contador por su cuenta
y le iba bastante bien, pero no le gustaba dedicar tanto tiempo a su
trabajo, por lo que se quedó con algunos clientes importantes, que
le daban lo suficiente como para que no necesitara más.
La
relación entre Renata y Gerardo era intensa. Se envidiaban y
admiraban mutuamente, sin gustarse lo suficiente; ella podía
canónicamente ser linda o fea, dependiendo del día y del modo de
mirarla, exactamente igual que Gerardo. Llegaron a ser muy cercanos y
se acostaron un par de veces, pero ambas fueron un fracaso, por lo
que mantuvieron una amistad genuina, que se hizo más profunda a
partir del inicio del proyecto.
El
día que se vieron por primera fue poco feliz para él, puesto que
fue la primera vez que sintió una envidia real, de esas que hacen
enojar en serio. Estaban en una reunión con el Director General del
Estudio y éste lanzaba al aire unos números; ella,
instantáneamente, devolvía los resultados exactos, mentalmente,
antes que Gerardo, que habría necesitado un par de segundos más.
Durante toda la reunión, el episodio se repitió unas cuantas veces;
lo que asombraba y ofendía a Gerardo era que ella contestaba sin
pensar, como una calculadora. Lo hacía con todas las operaciones
posibles (más adelante, Gerardo observó que su exactitud para
calcular raíces cuadradas era inconcebible, no sólo por a
velocidad, sino también por la precisión, a veces de hasta seis
decimales). A diferencia de lo que sucedía con Gerardo, el numero
siete era el preferido de ella, precisamente porque al carecer de
regla planteaba un desafío mayor; aunque en rigor de verdad, no
parecía ningún desafío, puesto que identificaba sus múltiplos al
instante. Gerardo nunca imaginó que alguien pudiera calcular
mentalmente más rápido que él; por lo que todas las noches se
planteaba desafíos para mejorar su velocidad, inventaba técnicas
nuevas. Pero no era ese el problema: ella no calculaba, sabía.
Tiempo más adelante, en una charla, simplemente se lo dijo: “cuando
alguien pide una cuenta, el resultado me aparece escrito en la
cabeza; no tengo que pensar, sencillamente ya lo sé”.
Renata
habría podido, de haberlo buscado, hacerse verdaderamente rica, como
asesora en inversiones; pero no le gustaba la bolsa y tenía una muy
mala imagen de los corredores de bolsa en general. Su capacidad para
cruzar variables era asombrosa y su memoria, como la de Gerardo, un
prodigio. Era feliz con los números y nunca los vio como fuente de
riqueza personal, aunque su posición en el Estudio era inmejorable y
ganaba muy bien. Su límite era el mundo y era eso algo en lo que
Gerardo le sacaba ventaja, lo que hacía mutua la envidia. En varios
de sus encuentros trataba de entender cómo funcionaba la mente del
numerista, pero no podía. Una tarde de sábado, en el Museo de
Bellas Artes, recorrían una muestra especial de Chagall y lo vio a
Gerardo absorto frente a un cuadro en especial. Intentó hablarle,
pero él la frenó con la palma de la mano. Pasó un rato largo,
hasta que finalmente Gerardo sacó los ojos del cuadro y le preguntó
qué le iba a decir, pero ella ya se había olvidado; lo que le
preguntó fue qué era lo que tenía de particular el cuadro ese, al
que tanto tiempo le había dedicado y la respuesta de él la dejó un
tanto aturdida: “es un cuadro raro, dijo el numerista, si mirás
todos los cuadros de Chagall, te dan más o menos entre 76,35 y 77,40
cada uno; éste en particular me daba 86,38, como si no fuera de él,
aunque evidentemente lo es”. Ella no entendió nada, por lo que
repreguntó a qué se refería. Fue ese el momento en el que Gerardo
le contó por primera vez sobre su proyecto, tomando como ejemplo el
modo en que había llegado al número en el cuadro; aunque Renata
entendió la explicación específica del cuadro a medias, sí
entendió el proyecto, que sin embargo le pareció un tanto
descabellado. Como ya se dijo, el mundo de Renata eran los números,
a diferencia de Gerardo, que vivía en un mundo de números. Ella
veía siempre resultados y él simplemente veía números en lugar de
cosas.
Así
nació, también, otro de los motivos de la envidia de ella hacia él.
Ya fuera de la muestra, en la exposición permanente, mirando un
cuadro de Cándido López sobre la Guerra de la Triple Alianza,
Gerardo dijo en voz baja, como para sí: “ciento sesenta y siete”.
Ella lo miró y le preguntó ciento sesenta y siete qué. “Soldados,
dijo él, son ciento sesenta y siete soldados en el cuadro, o ciento
sesenta y ocho”; ella miró el cuadro un rato y contó ciento
sesenta y seis. Él le dijo que no podía ser, por lo que ella miró
de nuevo, con el mismo resultado. En rigor, ella no los contaba,
simplemente los agrupaba de distintas maneras y luego hacía
cálculos. Le repitió a Gerardo el resultado y él, entonces, se
concentró más en el cuadro; después de un rato, señalando un
rincón, le marcó un soldado solitario, caído. “¿Contaste ese?”,
le preguntó. Efectivamente, ella no lo había contado. Eran ciento
sesenta y siete. Ella le preguntó, entonces, cómo había hecho para
contarlos tan rápido y él le dijo “no los conté, los estimé;
hay cosas que son más fáciles de estimar que de contar, si tenés
buenas técnicas. Estuve viendo todos los cuadros, además de que ya
conozco la obra de López de antes y vi que no hay ninguno que no
tenga un soldado o dos separados del resto; estimé ciento sesenta y
seis y le sumé ese, que supuse que estaría en algún lado; podía
no haber estado, pero era improbable; habría sido más probable que
hubiera dos, pero me arriesgué a uno, por eso dije 'sesenta y siete
o sesenta y ocho'. Lo mismo pasa con los colores, por ejemplo;
¿Cuántos colores ves en el cuadro?”. Ella se sobrepuso a su
perplejidad y miró el cuadro y se dio cuenta de que no podía
responder la pregunta. Se lo dijo. “Es que estás tratando de
contarlos, dijo él, y no se puede; si nos atuviéramos a los colores
básicos, tal vez no sería muy difícil, de hecho no lo es, es
fácil. Quiero decir que es fácil si tomás como colores el verde,
el rojo, el anaranjado y cosas así; el tema es que no todos los
verdes son iguales, ni los rojos, ni los azules; hay matices y
matices de matices y todo eso te lleva a números imposibles.
Entonces ahí estimás, en vez de contar; en este cuadro, por
ejemplo, hay unos quinientos sesenta y cuatro, siempre probables y
arbitrarios; si nos quedamos con los básicos, son sólo treinta y
tres, éste último número es exacto, pero poco descriptivo”. Ella
volvió al cuadro y tuvo una sensación extraña; notó que nunca
había mirado un cuadro de ese modo y, tal vez inauguralmente, miró
un cuadro como un cuadro, distinguiendo matices, posturas,
perspectivas. La experiencia fue sobrecogedora. Fue cuando se dio
cuenta de que Gerardo era una buena compañía.
Al
salir, fueron a dar una vuelta por Plaza Francia y entraron en el
Cementerio de Recoleta, porque Gerardo quería ir a ver la tumba de
Evita. Ella le preguntó si era peronista y él se encogió de
hombros; “creo que sí”, le dijo, “nunca milité, pero los voté
siempre; pero Eva y Perón fueron seres especiales. Te lo podría
explicar con números, pero sería un desperdicio, hay cosas, por
ahora, que prefiero ver como son y Eva es una de ellas. Si querés,
un día podemos ir al Museo Evita y después tomar algo a la salida;
hay un bar precioso y hacen unos escones riquísimos”. Ella le dijo
que sí.
Se despidieron en Las Heras y Junín, cerca de las siete.
Se despidieron en Las Heras y Junín, cerca de las siete.
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