martes, 20 de agosto de 2019

CD

Ya desde niño supe mi condición de asteroide. Nací más veces que las aconsejables, en realidad; muchas de ellas fueron innecesarias, pero recurrí en regresar por temor a quedar hueco y vivo a la vez, dos cosas que no hacen buena pareja. No obstante, cada retorno fue menos sutil en lo que hacía que mi nombre y mi cuerpo significaran algo; y ese pánico al vacío empezó a hacerse más grave y mejor argumentado. Siempre que volví, lo hice más liviano, en el peor de los sentidos; menos espeso y sustancial, más aterrorizado a las cercanías. No pasó mucho tiempo desde mi resurrección última. Hoy, particularmente, me recorre la agonía del sentir que debí haber quedado en ese olvido cáustico al que había decidido abandonarme, en esa muerte pálida que, de perdurar un poco más, se hubiera convertido en la muerte real, la que lo cura todo. Cuando era muy pequeño la idea de la muerte me hacía llorar. No lo hacía en público, para no fastidiar a quienes ya sabía fastidiados de mí. Creo que no fui joven jamás, siendo la juventud esa edad en la que la muerte parece utópica. Carecí de esa relación con el no ser, al menos desde que puedo fechar mis recuerdos. La muerte fue para mí siempre un terror o una esperanza, sin nada en el medio; hoy creo que lo único que me impide buscarla es que mis hijos no merecen la desventura de mi ausencia, pero fuera de eso, no encuentro muchas razones para no claudicar una batalla perdida contra la infelicidad.

Hoy a la mañana me senté a fumar en el banco de una plaza. Hacía mucho frío, pero era agradable. Había un árbol, que era más bien un palo que salía de o entraba a la tierra. Fue la puerta de entrada al pensamiento del círculo de los renacimientos; porque un árbol es un poco el símbolo de lo que resurge, de lo que muere y revive, año tras año, hasta que finalmente no. Puede parecer estúpido pero me pregunté realmente si ese tronco inerte habrá sabido de antemano cuál habría de ser su último ciclo. Imaginé que no. Yo, sin embargo, si acaso la palabra “Yo” me sirve todavía como indicación de algo, creo que estoy desamparado y, por obvia consecuencia de mi idea, solo, viviendo un tiempo que ya no me corresponde desde un día de abril relativamente cercano. Debí seguir el curso del río y enfrentar la consecuencia inevitable de una decisión que había tomado y por cobardía abandoné. Paradójicamente, es ahora el momento en el que no puedo buscar mi muerte y tampoco puedo temerle. Soy el tronco seco de la plaza, entrando a o saliendo de la tierra. No hay tanta belleza ni tanta atrocidad en el mundo como parece. Es igual si llueve o no, si hace o no hace frío, si ella me quiere o no me quiere. Lo único discordante es el sufrir sin regla ni medida; es el dolor la única diferencia en el mundo. En eso, creo, el palo reseco me saca ventaja.

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