Ya
desde niño supe mi condición de asteroide. Nací más veces que las
aconsejables, en realidad; muchas de ellas fueron innecesarias, pero
recurrí en regresar por temor a quedar hueco y vivo a la vez, dos
cosas que no hacen buena pareja. No obstante, cada retorno fue menos
sutil en lo que hacía que mi nombre y mi cuerpo significaran algo; y
ese pánico al vacío empezó a hacerse más grave y mejor
argumentado. Siempre que volví, lo hice más liviano, en el peor de
los sentidos; menos espeso y sustancial, más aterrorizado a las
cercanías. No pasó mucho tiempo desde mi resurrección última.
Hoy, particularmente, me recorre la agonía del sentir que debí
haber quedado en ese olvido cáustico al que había decidido
abandonarme, en esa muerte pálida que, de perdurar un poco más, se
hubiera convertido en la muerte real, la que lo cura todo. Cuando era
muy pequeño la idea de la muerte me hacía llorar. No lo hacía en
público, para no fastidiar a quienes ya sabía fastidiados de mí.
Creo que no fui joven jamás, siendo la juventud esa edad en la que
la muerte parece utópica. Carecí de esa relación con el no ser, al
menos desde que puedo fechar mis recuerdos. La muerte fue para mí
siempre un terror o una esperanza, sin nada en el medio; hoy creo que
lo único que me impide buscarla es que mis hijos no merecen la
desventura de mi ausencia, pero fuera de eso, no encuentro muchas
razones para no claudicar una batalla perdida contra la infelicidad.
Hoy
a la mañana me senté a fumar en el banco de una plaza. Hacía mucho
frío, pero era agradable. Había un árbol, que era más bien un
palo que salía de o entraba a la tierra. Fue la puerta de entrada al
pensamiento del círculo de los renacimientos; porque un árbol es un
poco el símbolo de lo que resurge, de lo que muere y revive, año
tras año, hasta que finalmente no. Puede parecer estúpido pero me
pregunté realmente si ese tronco inerte habrá sabido de antemano
cuál habría de ser su último ciclo. Imaginé que no. Yo, sin
embargo, si acaso la palabra “Yo” me sirve todavía como
indicación de algo, creo que estoy desamparado y, por obvia
consecuencia de mi idea, solo, viviendo un tiempo que ya no me
corresponde desde un día de abril relativamente cercano. Debí
seguir el curso del río y enfrentar la consecuencia inevitable de
una decisión que había tomado y por cobardía abandoné.
Paradójicamente, es ahora el momento en el que no puedo buscar mi
muerte y tampoco puedo temerle. Soy el tronco seco de la plaza,
entrando a o saliendo de la tierra. No hay tanta belleza ni tanta
atrocidad en el mundo como parece. Es igual si llueve o no, si hace o
no hace frío, si ella me quiere o no me quiere. Lo único
discordante es el sufrir sin regla ni medida; es el dolor la única
diferencia en el mundo. En eso, creo, el palo reseco me saca ventaja.
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