Últimamente
me estuve preguntando bastante qué hay de cierto en la idea de que
la vida enseña, que la experiencia es como un arcón de memorias
accesibles que permiten a les seres humanxs conocer ciertos
vericuetos o eludir ciertas esquinas en laberintos recorridos. Tras
mucho pensar en el tema he llegado a la conclusión de que la
asociación entre lo vivido y el saber es más bien una construcción
mítica que protege del pensamiento, siempre intolerable, cuando se
ejerce de buena fe.
No
me refiero aquí al aspecto más pueril de la experiencia, que se
produce por la mera repetición, porque, como queda claro en la mera
enunciación, reduce el saber a lo iterable, lo mecánico, que es en
definitiva la pura domesticación del cuerpo a evitar o repetir
ciertos actos en función de resultados predecibles. Esa forma de la
experiencia no procede por acumulación, o al menos no se vuelve más
relevante por más repetida. Basta quemarse una vez para no meter la
mano sobre el fuego. Un niño aprende eso con la misma velocidad que
un adulto.
Pienso,
en realidad, en el saber como conocimiento de lo inmensurable. El
punto de partida, desde ya, es la propia vivencia de la estupidez.
Ser, como soy, un viejo bastante estúpido, ayuda para pensar estas
cosas, lo que me da cierta ventaja.
Siendo
apenas un niño y con el único fin de proteger mi integridad (en lo
cual, diré, he fracasado), hice una promesa secreta: callar; callar
siempre, callar todo resabio del sentimiento que pudiera desatar el
cataclismo del dolor que siempre se presagiaba con efectividad. Fue
tal vez por esa promesa que empecé a escribir siendo muy joven,
simplemente para hablar conmigo, para no dejar que el silencio
militante al que me había comprometido fuera lo suficientemente
grave como para derogarme. Los subterfugios que busqué para escapar
de la dolorosa convivencia con las palabras escondidas fueron peores
que la mortaja del decir. Esa promesa se enquistó en la vida y la
experiencia demostró, no sólo su ineficacia, sino también su
capacidad de daño, hoy irreversible. La vejez, en ese sentido, es
menos un haber que una tragedia. No es cierto, como se dice, que
siempre se puede cambiar el curso de las cosas; en todo caso, no es
cierto que todo el mundo pueda hacerlo; éste es mi caso.
Sucede
lo mismo con el pliego cínico que se le hace a la piel encadenada a
la tartamudez en lo sabido y al temor de lo ignoto. No hay
experiencia positiva en el espanto atormentado que produce el ardor
insoportable del amor que se desvanece. No se aprende a amar. El amor
es por antonomasia el ejemplo de la recaída en el error de la
autoflagelación intempestiva. Si la edad me hubiera dejado alguna
enseñanza valedera, debería deshacerme del amor como de la peste.
Sin embargo, no hay sirena ni libélula que pase que no me encuentre
acechando cacerías, no sólo imposibles, sino también penitentes,
fuentes del agobio insoportable de lo que siempre está más allá de
lo merecido. Porque merecer amor es cosa de humanxs, y la mudez
cosifica, encalla la angustia en el pecho y lx hace a unx
despreciable. Los años y lo vivido no tienen injerencia en la
destreza del amor, como me dijo una colibrí una vez, poco antes de
dejarme claro que yo ya no servía, que estaba roto, no sólo para
ella. No hablo del amor como acontecimiento o como militancia, sino
del amor como recaída en lo abstruso de lo imponderable. En ese
estricto sentido, los años sólo me desenseñaron a cuidarme y me
educaron en la certeza de que debía admitirme sobrante.
Curiosamente, lo tenía más claro cuando era más joven: amaba
menos, deseaba más y sufría sólo lo necesario, tal vez un poco más
de lo recomendable, pero podía soportarlo. Cuando no pude, supe qué
hacer y luego qué hacer para deshacer la respuesta equivocada que
había encontrada. Hoy, repleto de gloriosas experiencias, me cuesta
mucho más (y no sé siquiera si podré) hacer exactamente lo mismo.
La
razón no se fortalece con el paso del tiempo y, si lo hace, sólo es
para encargarse de lo mundano, o simplemente de lo que no tiene
ninguna importancia. La sabiduría no es un proceso de la razón, por
más que así se crea, sino de la sensibilidad; dicho de un modo
mejor: se es sabio si se es sensible y la razón es capaz de
acompañar esa sensibilidad; lo contrario es imposible, porque la
sensibilidad no es compañera, sino motor. Dicho en forma
metafóricamente banal, la sensibilidad es locomotora, no vagón. La
razón siempre llega tarde al espectáculo del saber; llega para
imponerle modos al aluvión del cuerpo ya desencajado, pero cuando lo
hace, cuando logra imponer esos modos, es porque ya ha sido
derrotada. Sólo sale invicta cuando logra que el modo contenga la
aparición de la novedad y eso, precisamente, es lo que los años
hacen: contener, inconmover, ponerse de rodillas frente al cinismo.
No
me extiendo más, aunque podría. Sólo partí de la idea corrupta de
la vida como un proceso de docencia. No existe tal cosa, sobre todo
porque “la vida” no es. Sólo existe “mí”, “tu”, “su
vida”. Cada quien sabe si el vivir le ha sido provechoso en
términos de placeres y saberes, amores y penurias. No es mi caso.
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