martes, 13 de agosto de 2019

CCCLXXXIV

Últimamente me estuve preguntando bastante qué hay de cierto en la idea de que la vida enseña, que la experiencia es como un arcón de memorias accesibles que permiten a les seres humanxs conocer ciertos vericuetos o eludir ciertas esquinas en laberintos recorridos. Tras mucho pensar en el tema he llegado a la conclusión de que la asociación entre lo vivido y el saber es más bien una construcción mítica que protege del pensamiento, siempre intolerable, cuando se ejerce de buena fe.
No me refiero aquí al aspecto más pueril de la experiencia, que se produce por la mera repetición, porque, como queda claro en la mera enunciación, reduce el saber a lo iterable, lo mecánico, que es en definitiva la pura domesticación del cuerpo a evitar o repetir ciertos actos en función de resultados predecibles. Esa forma de la experiencia no procede por acumulación, o al menos no se vuelve más relevante por más repetida. Basta quemarse una vez para no meter la mano sobre el fuego. Un niño aprende eso con la misma velocidad que un adulto.
Pienso, en realidad, en el saber como conocimiento de lo inmensurable. El punto de partida, desde ya, es la propia vivencia de la estupidez. Ser, como soy, un viejo bastante estúpido, ayuda para pensar estas cosas, lo que me da cierta ventaja.
Siendo apenas un niño y con el único fin de proteger mi integridad (en lo cual, diré, he fracasado), hice una promesa secreta: callar; callar siempre, callar todo resabio del sentimiento que pudiera desatar el cataclismo del dolor que siempre se presagiaba con efectividad. Fue tal vez por esa promesa que empecé a escribir siendo muy joven, simplemente para hablar conmigo, para no dejar que el silencio militante al que me había comprometido fuera lo suficientemente grave como para derogarme. Los subterfugios que busqué para escapar de la dolorosa convivencia con las palabras escondidas fueron peores que la mortaja del decir. Esa promesa se enquistó en la vida y la experiencia demostró, no sólo su ineficacia, sino también su capacidad de daño, hoy irreversible. La vejez, en ese sentido, es menos un haber que una tragedia. No es cierto, como se dice, que siempre se puede cambiar el curso de las cosas; en todo caso, no es cierto que todo el mundo pueda hacerlo; éste es mi caso.
Sucede lo mismo con el pliego cínico que se le hace a la piel encadenada a la tartamudez en lo sabido y al temor de lo ignoto. No hay experiencia positiva en el espanto atormentado que produce el ardor insoportable del amor que se desvanece. No se aprende a amar. El amor es por antonomasia el ejemplo de la recaída en el error de la autoflagelación intempestiva. Si la edad me hubiera dejado alguna enseñanza valedera, debería deshacerme del amor como de la peste. Sin embargo, no hay sirena ni libélula que pase que no me encuentre acechando cacerías, no sólo imposibles, sino también penitentes, fuentes del agobio insoportable de lo que siempre está más allá de lo merecido. Porque merecer amor es cosa de humanxs, y la mudez cosifica, encalla la angustia en el pecho y lx hace a unx despreciable. Los años y lo vivido no tienen injerencia en la destreza del amor, como me dijo una colibrí una vez, poco antes de dejarme claro que yo ya no servía, que estaba roto, no sólo para ella. No hablo del amor como acontecimiento o como militancia, sino del amor como recaída en lo abstruso de lo imponderable. En ese estricto sentido, los años sólo me desenseñaron a cuidarme y me educaron en la certeza de que debía admitirme sobrante. Curiosamente, lo tenía más claro cuando era más joven: amaba menos, deseaba más y sufría sólo lo necesario, tal vez un poco más de lo recomendable, pero podía soportarlo. Cuando no pude, supe qué hacer y luego qué hacer para deshacer la respuesta equivocada que había encontrada. Hoy, repleto de gloriosas experiencias, me cuesta mucho más (y no sé siquiera si podré) hacer exactamente lo mismo.
La razón no se fortalece con el paso del tiempo y, si lo hace, sólo es para encargarse de lo mundano, o simplemente de lo que no tiene ninguna importancia. La sabiduría no es un proceso de la razón, por más que así se crea, sino de la sensibilidad; dicho de un modo mejor: se es sabio si se es sensible y la razón es capaz de acompañar esa sensibilidad; lo contrario es imposible, porque la sensibilidad no es compañera, sino motor. Dicho en forma metafóricamente banal, la sensibilidad es locomotora, no vagón. La razón siempre llega tarde al espectáculo del saber; llega para imponerle modos al aluvión del cuerpo ya desencajado, pero cuando lo hace, cuando logra imponer esos modos, es porque ya ha sido derrotada. Sólo sale invicta cuando logra que el modo contenga la aparición de la novedad y eso, precisamente, es lo que los años hacen: contener, inconmover, ponerse de rodillas frente al cinismo.

No me extiendo más, aunque podría. Sólo partí de la idea corrupta de la vida como un proceso de docencia. No existe tal cosa, sobre todo porque “la vida” no es. Sólo existe “mí”, “tu”, “su vida”. Cada quien sabe si el vivir le ha sido provechoso en términos de placeres y saberes, amores y penurias. No es mi caso.

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