Prorrumpir en llanto hasta que se congele la sangre envenenada. Los
bordes de la boca dibujan asteroides en la tarde mientras se vuela el
sombrero de una mujer perdida; pero una lágrima es menos que la
molécula más ínfima de la soledad y no puede detener el viento sin
secarse. Por eso hay que dormir, dormir y llorar, llorar y gemir y
dormir en intervalos precisos; sólo cada tanto ser humano, hombre o
golondrina, porque al fin es lo mismo migrar que morirse y vale más
un sueño que un pecho rasgado. Una paloma existe en el cielo
formidable, que es azul y celeste y hasta rojo en los costados;
¿quién ve tal desmesura sin llagarse el alma? Nací como semitono
en una partitura terminada que ninguna orquesta toca; podría morir
de tristeza sólo por el silencio. Octubre queda tan lejos que es más
que probable que llegue a recostarme sobre mi propio sudor antes de
rogarle al mundo que me mire a los ojos. Ojitos claros, manos de
pelusa, lengua de durazno. La calle se funde en una esquina y un
mendigo pierde sus monedas de oro; hay que acudir en auxilio del
dolor ajeno sin dejar que el tiempo pase por la noche que viene, pero
no se puede creer en la paz del espíritu si cada paso es un duelo y
cada palabra una daga. Y perder. Saber que la vida carece, siempre.
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