domingo, 4 de agosto de 2019

CCCLXVI

Una de las mejores cosas que tenía empezar séptimo grado era que se arrancaba el año sabiendo que había un veinticinco por ciento de probabilidades de salir campeón del torneo de fútbol de la escuela. En mi grado, no obstante, contábamos con un antecedente poco esperanzador: uno de los séptimos de la escuela, del turno tarde, venía de romper, el año anterior, la milenaria tradición de los séptimos campeones (única vez que eso ocurrió en el colegio), campeonando en Sexto. Lo que nos mantenía con cierta perspectiva de esperanza era que en aquél año, ellos habían tenido durante un rato largo un maestro suplente, que se llamaba Darío y la descosía. Los maestros jugaban con sus grados y, de faltar alguno, o bien jugaba otro que lo reemplazara, o bien se jugaba el partido sin maestros. El año que comenzaba, Darío no estaba. De todos modos, el Séptimo de la tarde (que jugaba con la camiseta de Holanda) tenía un equipazo; eran los candidatos naturales a la copa. Jugaba a favor nuestro que el profe que nos había tocado era Marchionne, que la movía, sin ser Darío. Como el Séptimo temible tenía dos maestras, siempre jugaban con profe prestado, o bien sin profe. Lo primero nos convenía porque, no estando Darío, Marchionne era de lo mejorcito y, además, toda ausencia de maestro reemplazante suponía la amenaza de la participación de Martiné, que era el Dios indiscutido de los maestros de el universo, pero un jugador menos, asegurado para el equipo rival, que arrancaba, aunque sobre decirlo, con uno más. Digámoslo de una vez: al pobre Martiné, en lo que a fútbol se refería, lo eludían hasta los postes del arco. Además, si bien Holanda (lo llamaré así desde ahora) era un equipo casi podría decirse arrollador (era raro que hicieran menos de tres goles por partido), nosotros nos caracterizábamos por no recibir goles (terminamos, de hecho, el campeonato invictos), sin hacer demasiados. Eso se debía, mayormente, a que teníamos al mejor arquero de la escuela, el Ore, que era un fenómeno. Era de los más bajitos del grado, pero se atajaba todo; literalmente volaba. Recuerdo especialmente un partido contra un Sexto en el que jugaba Adrián Silva (ya volveré sobre él, jugaba muy bien), en el que Adrián me dejó garpando y le dio al arco, al lado del palo. Yo la vi adentro. Pero de algún lugar recóndito (yo estaba tapado) vi aparecer al Ore vertical al piso, como una flecha y sacar la pelota al córner. Encima salía bien; era un fenómeno. Teníamos, además, a Fediuk, que jugaba de dos y era una pared. Nunca lo vi cruzar la mitad de la cancha y, raramente, no hacía faltas; el tipo sabía que su función era defender y lo hacía con una eficacia y elegancia poco habituales; de haber segiuido una carrera como futbolista, hubiera sido un Villaverde. Yo jugaba de cuatro y, si bien era más de ir y venir, tenía lo mío defendiendo; no era muy hábil, pero sí temerario: mi cuerpo era un instrumento al servicio del cero. Creo que no terminé un partido sin raspones, golpes (una vez contra un palo, para sacar una pelota que se metía), amarillas y moretones. Además, le pegaba muy fuerte a la pelota, por lo que mis revoleos en general obligaban al equipo contrario a arrancar siempre de nuevo desde su área. No recuerdo el nombre del tercer defensor, pero era un gordito que también era complicado de pasar. En términos gráficos, Holanda y nosotros éramos Menottismo y Bilardismo explícitos. Antes de pasar al evento que quiero relatar, cabe hacer algunas menciones a la dinámica de los torneos y de nuestro equipo y a algún que otro momento memorable, de entre los varios que hubo.

Nuestro grado tuvo, desde casi el principio del torneo de sexto y durante todo el de séptimo, un Director Técnico: Dante Zavatarelli, el conocido comentarista deportivo, padre de Ernesto, entrañable amigo de esos años. Todas las semana dedicábamos un día a practicar jugadas en la canchita. No era frecuente que fuéramos todos, pero la actividad no se suspendía. Fue merced a esas prácticas que quedaron establecidas algunas pautas, que cumpliríamos a rajatabla: Fediuk pateaba los penales, luego veníamos Moresco y yo; los tiros libres eran míos y los tiros de esquina tenían un propietario cuyo nombre no recuerdo. Fu, además, quien me fijó la posición de cuatro. Yo alternaba de cuatro y de tres, porque de tres me era más fácil patear al arco, con rosca, cosa que hacía muy bien. Dante me explicó que, siendo diestro, esa posición siempre requería un tiempo de más para tirar centros o para acomodarme, por lo que quedé del lado derecho. Con él aprendimos a triangular, a avanzar y retroceder en bloque, a ocupar la cancha, a marcar en ataque y algunas cosas más, muchas de las cuales hacíamos en los partidos, gritos de Dante mediante. En lo personal, además de mi posición, aprendí a “entrar por sorpresa”. Lo hicimos unas cuantas veces y se me hizo carne. El concepto era sencillo: mirar la defensa rival, descubrir el espacio mal marcado y correr allí para recibir solo. Quien tuviera la pelota tenía que estar atento, eso sí. Queda en suspenso esta enseñanza para el final del relato. En términos generales, diré que de los equipos del torneo éramos los más ordenados. Nuestro arco en cero se debía, en parte, además de a las razones ya mencionadas, a eso.

Los maestros eran parte esencial de la ceremonia. Organizaban, dirigían, jugaban, terciaban en los conflictos. Había uno, en particular, que me regaló una alegría que aun recuerdo y me hace feliz por mí y por él: Ruiz Díaz. Lo tuvimos en sexto, junto a Marchionne (a partir de sexto, los grados tenían dos maestrxs, unx de sociales y otrx de naturales). Marchionne continuó en séptimo, pero su par era Irala, una maestra que reunía todas las características despreciables que pudieran imaginarse. De ella aprendí, por ejemplo, que en la Unión Soviética los autos no tenían techo y los asientos eran de madera, o que se fusilaba a lxs niñxs por hablar en contra del comunismo. Marchionne era su contracara perfecta; siempre que veo alguna película con William Hurt me acuerdo de él; será mi idealización, pero para mí era idéntico. Pero volvamos a Ruíz Díaz. Era de porte pequeño, más bien regordete, sin ser gordo, de unos cuarenta, prolijo bigote siempre idéntico, infaltable camisa celeste y corbata, zapatos lustrosos y pelo engominado hasta la lisura perfecta; de hecho, si no fuera por lo que sucedió ese sábado, hubiera jurado que no tenía pelo, sino la cabeza pintada de negro. Dirigía el curso con una evidentemente falsa disciplina militar; se le temía un mes y se lo quería el resto del año. Un chico del grado, Iglesias, lo imitaba con una gracia memorable; Iglesias, junto a Pacheco (de séptimo) eran reclamados por sus imitaciones hilarantes. Recuerdo una tarde, en un recreo, en el que Martiné y Ruíz Díaz los llamaron a los dos, alertados por la tropelía de los capocómicos y les pidieron, a ambos, realizar su número frente a ellos. Ambos empezaron a desplegar sus actos y no puedo olvidar la risa desencajada de Ruíz Díaz, que lejos de ofenderse los abrazaba y les pedía más. Martiné, desde ya hacía lo mismo, pero era lo único esperable, en su caso. Pachecho e Iglesias no dejaron títere con cabeza; cayó hasta Mele, el Director, al que Pacheco le había sacado cada tic. Pero vayamos al sábado de Ruiz Díaz. Jugábamos los dos sextos de la mañana, uno contra otro. Era un clásico y perder podía ser trágico. En un acto de alta traición, Marchionne jugó para los otros y Ruíz Díaz fue nuestro jugador docente. Traten de imaginar al personaje ya descrito, quítenle el guardapolvos, cambien los pantalones largos por bermudas de vestir. No se quitó ni la corbata para el partido y, por supuesto, jugó con zapatos. El partido fue aguerrido; ellos atacaban mejor, nosotros defendíamos bien, Marchionne no hacía gran cosa, tampoco Ruíz Díaz. Con un gol de Lucio y otro, si no recuerdo mal, de Moresco, llegábamos al final 1 a 1. No faltaba nada. No puedo recordar cómo nació la jugada ni quien se la llevó por izquierda. Sólo recuerdo la pelota volando hacia el área y la cabeza de Ruíz Díaz impactándola hacia el gol. El delirio se apoderó del equipo, pero no puedo olvidar a Ruíz Díaz. Se dio vuelta y por primera vez lo vi despeinado; un triángulo negro perfectamente dibujado le caía sobre la frente y todos los chicos del equipo se abalanzaron sobre él. Es imposible describir su sonrisa, su pasito al trote hasta la defensa, donde lo esperaban nuestros abrazos (el mío, el de Fediuk y el del Ore). Sólo una palabra describe lo que expresaba su cara, su cuerpo, su forma de caminar: felicidad. Y puedo asegurar que hablo por el grado entero si digo que a todos los que estábamos jugando nos pareció el mayor acto de justicia para ese hombre bueno y regordete; él y nadie más que él merecía ese gol, que nos hacía felices a todos doblemente: por el triunfo y por el autor del gol.

Llegamos a séptimo, finalmente. Holanda y nosotros; no iba a salir de ahí. Estaba el Sexto de Adrián Silva, que era un equipo temible, sobre todo por Adrián, que era temible en sí mismo y en todos los sentidos. Era un jugador con mis características, pero mucho, mucho mejor con la pelota en los pies. Podía jugar de cualquier cosa y corría como un animal todo el partido. Nunca supe muy bien por qué, pero nos teníamos bronca; de hecho, nos agarramos a piñas un par de veces y, siendo los dos tenaces, las peleas eran largas y nadie las ganaba. Nos peleábamos hasta que nos cansábamos y nos íbamos insultándonos. Recuerdo dos cosas de él en el torneo; la más clara es personal: en el partido en el que nos enfrentamos, literalmente nos cagamos a patadas. La segunda es testimonial; creo que jugaban contra un Quinto o contra otro sexto; cerca de la línea del lateral un jugador del equipo contrario al de Adrián trataba de cuidar la pelota de dos marcadores; y entonces lo vi: desde la mitad de la cancha, Adrián tomó carrera hacia donde estaba la pelota; como ya dije, nos parecíamos, sobre todo en el olvido del cuerpo propio (y en el caso de Adrián, del de los demás); a más o menos dos metros de los jugadores, Adrián pegó un salto portentoso con las dos plantas de los pies para adelante. Todo (todo) salió de la cancha: la pelota, los tres jugadores que la disputaban y él, que terminó como cinco metros afuera, con un raspón en la espalda y dos raspones en las piernas que impresionaban. Los otros tres jugadores simplemente salieron volando en distintas direcciones. Adrián, sin siquiera mostrar un atisbo de arrepentimiento, agarró la pelota y se preparó para sacar el lateral, ya que según su parecer había pegado en el jugador del equipo contrario. Lo que se encontró fue una roja que venía corriendo desde mitad de cancha, lo cual le parecía incomprensible. Lo más asombroso fue que su perplejidad no era fingida; realmente no entendía por qué lo echaban; “voy a la pelota, voy a la pelota”, repetía, mientras el público trataba de ubicar los restos de los otros tres jugadores.

Holanda y nosotros. Vayamos de una vez al grano. El torneo tomó la dirección anticipada. Holanda primero, nosotros segundos; nosotros primeros, Holanda segundo. Todo el torneo fue así. Los partidos de Holanda terminaban todos 4 a 0, 7 a 1, 14 a 0 (sí, 14 a 0, a un Cuarto; y es que había una regla implícita que se respetaba a rajatabla: no había piedad. Todos los Cuartos habían sido humillados en forma decreciente y constante, hasta llegar a séptimo; una vez allí, era obligatorio humillar a los futuros humilladores). Nuestros partidos terminaban 1 a 0, 2 a 1; nuestra máxima goleada fue contra el peor Cuarto de la escuela, 4 a 1, con uno de mis únicos dos goles (el otro es el motivo de todo este relato), partido que encima empezamos perdiendo, para mofa (muy efímera), de los Séptimos que observaban. Faltando tres partidos, íbamos primeros, con un punto más que Holanda, el siguiente rival. Era el partido de la vida; si ganábamos, éramos casi campeones; si perdíamos, la cosa se nos complicaba porque quedábamos segundos los partidos que nos quedaban eran más bravos que los de ellos; si empatábamos, quedábamos a uno, faltando dos partidos. No era un mal resultado. Dante nos dijo que no nos descuidáramos. Armamos un equipo aguerrido con el pobre Moresco arriba, solo, esperando algún revoleo. Fue un partido de sufrimiento. Nos peloteaban de todos lados, pero no tenían ni una llegada clara y las que iban al arco eran del Ore, en general fáciles. Hubo una jugada que pudo (y, para ser honestos, debió), cambiar el resultado. En uno de los infinitos ataques de Holanda, no recuerdo quién hizo una falta al borde del área, creo que fue una mano. Ellos tenían uno, cuyo nombre detesto haber olvidado, porque era un buen tipo y jugaba fenómeno, que le pegaba bárbaro. Ore se paró cerca del palo derecho y yo me clavé en el izquierdo. El tipo le dio con una rosca increíble por arriba de la barrera y la pelota me vino a mí, que salté y alcancé a rozar, pero pegó en el travesaño y entró, claramente, saliendo de nuevo, por la misma rosca. Todos empezaron a gritar el gol, pero el árbitro pitó y anuló la jugada diciendo que no había dado la orden; el pateador, desencajado, que sabía más del reglamento que el propio referí (un maestro), le gritaba, rogaba, suplicaba, explicaba que nadie había pedido barrera, lo cual era cierto; el gol era legítimo. El árbitro lo desoyó e hizo patear de nuevo, la pelota pegó en la barrera y la jugada se perdió en la nada. Sobre el final, se dio una jugada que, de haber sido gol, hubiera hecho del partido Brasil – Argentina del 90 una réplica del nuestro. Con todos los jugadores dentro de nuestra área, la pelota quedó picando y Fediuk vio que Moresco estaba solo; la revoleó, Moresco (el mejor de los nuestros), sólo frente al arquero, hizo todo bien; el arquero le salió, lo eludió por la derecha y pateó al arco, desde una posición cerrada; la pelota pegó en el palo y recorrió toda la línea; le volvío a Moresco, pero el arquero se le puso en el medio y los defensores volvía; pateó de nuevo, a cualquier lado. Pero fue todo. Terminamos 0 a 0. Faltaban dos partidos; teníamos que ganar los dos y no dependíamos de nadie.


Llegó, entonces el partido del recuerdo, que fue el anteúltimo. Jugábamos contra un Séptimo, pero no muy bueno. Era ganable. Jugamos bastante bien; tuvimos la pelota casi todo el tiempo y ellos defendían muy mal por mi lado, así que yo iba y venía. Me cansé de tirar centros. De todos modos, el primer gol fue de ellos. Un gol horrible, pero gol al fin. Casi de inmediato, empató Fediuk de penal. El primer tiempo terminó 1 a 1. Dante, en el entretiempo, nos marcó algunas cosas, pero me acuerdo que me dijo a mí, puntualmente, que subiera más, que Fediuk me cubría bien porque ellos no tenían buenos delanteros. Jugué casi todo el segundo tiempo parado casi de ocho. Empezó el segundo tiempo. Teníamos que ganar, para asegurar el punto de diferencia. Y entonces pasó. Parecía que estábamos en las prácticas con Dante. La pelota se fue al lateral y Moresco la fue a buscar; yo vi que dos defensores se le fueron encima, erróneamente; enfrente, medio lejos pero brillando, estaba “el hueco”; empecé a correr y Moresco me vio, sacó por arriba de los dos defensores y la pelota y yo íbamos, solitxs lxs dos, uno hacia la otra. Como Dante me había dicho, nadie me esperaba ahí, la pelota dio un pique y yo sólo la acomodé con la rodilla; alcancé a escuchar un “¡Pegale!”, que me pareció de Dante, miré el arco y el tiro era limpio, éramos el arquero y yo; pero yo era diestro, por lo que tenía que darle con la parte de afuera del empeine, para que doblara un poco. Calculé todo, la distancia, la rosca, la fuerza (bastante, no estaba cerca) y le di. No miento: cuando la pelota dejó el pie yo supe que era gol; hay una foto, que tiene mi madre, que inmortaliza el momento; la sacó su pareja. En ella se me ve de espaldas, con el pie derecho ya apoyado en el piso y la pelota a mitad de camino. La pelota salió como un balazo, levantándose de a poco y rosqueando para la derecha; se clavó en el ángulo derecho, el contrario. Un golazo, probablemente el mejor que hice. El resto es anecdótico. Moresco hizo el tercero, ganamos y en la última fecha Holanda empató contra el Sexto de Silva. Si empatábamos, éramos campeones y terminamos 0 a 0 (el único detalle de ese partido fue que Ruíz Díaz, referí de ocasión, nos anuló un gol por offside y no hubo manera de convencerlo que jugábamos sin). Festejo, medallas, copa. Nada de eso superó el momento del gol del anteúltimo partido, pero por todo: porque fue un golazo, sí, pero también porque fue el resultado de nuestras prácticas, por el hecho de haberme acordado y de que Moresco se hubiera acordado también y, sobre todo, por la sonrisa enorme de Dante, que estaba justo al lado, a quien fui a abrazar, antes de que llegara el aluvión. Y lo escuché claramente: “qué te dije, Alemán; qué te dije”.

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