Empecé a estudiar teatro a los 16
años, en el estudio de Roberto Saiz, luego un querido amigo.
Roberto, junto con otras personas, tenía un espacio teatral, “El
parque”, en Perú e Independencia, al que puntualmente asistíamos
los viernes y sábados a la noche a ver los espectáculos que se daban, la
mayoría de ellos, si no todos, producciones de los grupos de alumnxs
avanzadxs de la escuela, algunos unipersonales.
En el 86 se hizo un festival, de
varios días. Se presentaron infinidad de espectáculos, de los
cuales no dejé uno sin ver, mucho más de una vez (algunos de ellos ya los había visto, además, en presentaciones previas). Uno, en particular, me llamó la
atención: “El lumpenaje marginal”, autocreación de dos actores,
salidos de la escuela, desde ya: Fernando Rossaroli y Diego
Lublinski. La obra era genial, con un tipo de humor que me
identificaba plenamente. Merced a esa obra conocí a Fernando, amigo
del alma hasta hoy. Con quien nos hicimos casi inseparables durante
los siguientes dos o tres años.
“El parque” era cita obligada de
viernes y sábados, con salida posterior; era también escenario de uno de los
mayores divertimentos que recuerdo de aquellos años: la velita. La
velita era un deporte inventado en la sala, que tenía unas gradas
fijas en una pared y unas sillas movibles en otra. Para jugarlo,
había que quitar las sillas de la segunda pared que, limpia de ellas, descubría una raya negra
todo a lo largo, a unos diez o quince centímetros del piso. El
deporte era sencillo; sólo se necesitaba una pelota de goma (se
podía hacer también con pelota de paleta o de tenis, pero la negra
dura y chiquita era la mejor) y manos. Consistía en pegarle a la
pelota con la mano, que la pelota picara en el piso antes que en la
pared y que rebotara en este por encima de la línea; el contrincante
debía devolverla sin que la pelota picara más de una vez, una vez habiendo
pegado en la pared.
Para el juego, había un sexteto casi
infaltable: Fernando, Roberto Saiz, Diego Lublinski, Diego Wainstein,
Damián Rovner y yo. Éramos muy parejos, cada uno con sus
características. Fernando le pegaba con una fuerza notable, pero su
“tiro de gracia” era el “slice”;
se trataba de cortar la pelota con la palma de la mano, que salía mansita,
pegaba en el piso y sobre la línea y caía muerta al lado de la
pared; cuando le salía, era indevolvible. Roberto le pegaba cortado a los
rincones; también era difícil devolverla cuando lo hacía bien; mi
tiro preferido era el rasante: dejaba venir la pelota y esperaba que
bajara; le pegaba cuando llegaba a unos veinte o quince centímetros
del piso, fuerte; la pelota salía casi paralela al suelo, y volvía,
también fuerte, a una altura bajísima; era otro tiro ganador,
cuando me salía. De los otros tres no recuerdo golpes particulares,
excepto de Damián, que era el único que le pegaba bien de revés
(con el dorso de la mano y no con la palma); los demás, cuando venía
cambiada, usábamos la mano izquierda o derecha (dependiendo de
nuestra mano hábil; pero si mal no recuerdo éramos diestros todos).
Éramos muy parejos. Fernando y
Roberto eran probablemente los mejores, pero por muy poco. Lo que sí
había eran parejas fuertes: Fernando y Roberto; Fernando y yo, las
que recuerdo como particularmente difíciles y ganadoras. Complicaba
el juego una columna en la mitad de la sala, que rompió unas cuantas
manos (la mía varias veces); una mano fue rota casi literalmente, la de Wainstein,
que le dio una vez de lleno con una fuerza tal que a la fecha no se
entiende como aun la conserva (a la mano).
Pasábamos horas jugando, singles y
dobles, campeonatos de todos contra todos. Creo que no hubo nadie ni pareja que
no haya ganado un torneo alguna vez. Un día de esos tantos, sucedió
un hecho que Fernando siempre recuerda y revive (y yo, desde ya). El
partido era Fernando contra mí. Siempre salían peleados. El árbitro
(quien constataba que la pelota pegara sobre la línea negra), era
Diego Wainstein. En uno de los tantos puntos, yo le di fuerte, pero
inofensivamente; fue un tiro que volvió alto, fácil de devolver;
Fernando, entonces, hizo su temido “slice”; pero yo lo vi venir y
puedo relatar, hasta cierto punto, la secuencia (es para lo siguiente
que necesité de la memoria de Fernando y, sobre todo, de Diego, que
estaba pegado a la pared).
Viene la pelota alta, lo veo a
Fernando y adivino lo que va a hacer, Fernando pone la mano casi
horizontal a la pelota y la “corta” para abajo, yo sé que si no
salgo rápido, la pelota se muere en el pido, así que no la tengo
que dejar picar y empiezo mi carrera, la pelota pega en la pared y
yo, ya al lado, le doy despacito para el lado contrario, donde
Fernando no va a llegar. Sé que Fernando no llegó, el tema es que
no sé si fue porque no podía, o por lo que pasó, porque mi
recuerdo termina ahí. Igual que en todo lo que hacía (y hago), era
particularmente vehemente. Se sumaba a eso mi torpeza esencial (no
hay forma de que me pare de una mesa sin golpearme una rodilla, o que
no me lleve una puerta por delante, o no me rompa la cabeza con una
ventana, todo consuetudinariamente, para regocijo de mi hijo menor,
que coherente con su crueldad quinceañera, lejos de compadecerse de
mí, me usa como fuente de diversión). En mi corrida hacia la pelota
pensé en todo: en Fernando, en la pelota, en el “slice”, en la
devolución; sólo me olvidé de una cosa: la pared. Es decir:
devolví la pelota y mi siguiente recuerdo real fue un coro de
carcajadas, algunas desaforadas y yo tirado medio de espaldas en el
piso. Al parecer, lo primero que impactó la pared fue la cabeza y,
en secuencia, el pecho, el pubis, las rodillas; simplemente reboté, al parecer en forma muy plástica e hilarante.
Fernando hace la mímica del movimiento ondulante de mi cuerpo con
especial gracia. Aturdido, sólo atiné a reírme con los demás, sin
saber muy bien de qué me reía.
El partido siguió. Ya no me acuerdo
quién ganó. En caliente los golpes no duelen. Pero cuando salimos a
comer y tomar algo, empecé a sentir el bulto en la cabeza y el dolor
en la rodilla derecha, que se me terminó de hinchar al otro día. Lo
que sé, por referencias, es que le gané el punto al temible “slice”
de Rossaroli. Sólo eso hizo que lo demás valiera la pena.
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