lunes, 5 de agosto de 2019

CCCLXVIII

Empecé a estudiar teatro a los 16 años, en el estudio de Roberto Saiz, luego un querido amigo. Roberto, junto con otras personas, tenía un espacio teatral, “El parque”, en Perú e Independencia, al que puntualmente asistíamos los viernes y sábados a la noche a ver los espectáculos que se daban, la mayoría de ellos, si no todos, producciones de los grupos de alumnxs avanzadxs de la escuela, algunos unipersonales.
En el 86 se hizo un festival, de varios días. Se presentaron infinidad de espectáculos, de los cuales no dejé uno sin ver, mucho más de una vez (algunos de ellos ya los había visto, además, en presentaciones previas). Uno, en particular, me llamó la atención: “El lumpenaje marginal”, autocreación de dos actores, salidos de la escuela, desde ya: Fernando Rossaroli y Diego Lublinski. La obra era genial, con un tipo de humor que me identificaba plenamente. Merced a esa obra conocí a Fernando, amigo del alma hasta hoy. Con quien nos hicimos casi inseparables durante los siguientes dos o tres años.
“El parque” era cita obligada de viernes y sábados, con salida posterior; era también escenario de uno de los mayores divertimentos que recuerdo de aquellos años: la velita. La velita era un deporte inventado en la sala, que tenía unas gradas fijas en una pared y unas sillas movibles en otra. Para jugarlo, había que quitar las sillas de la segunda pared que, limpia de ellas, descubría una raya negra todo a lo largo, a unos diez o quince centímetros del piso. El deporte era sencillo; sólo se necesitaba una pelota de goma (se podía hacer también con pelota de paleta o de tenis, pero la negra dura y chiquita era la mejor) y manos. Consistía en pegarle a la pelota con la mano, que la pelota picara en el piso antes que en la pared y que rebotara en este por encima de la línea; el contrincante debía devolverla sin que la pelota picara más de una vez, una vez habiendo pegado en la pared.
Para el juego, había un sexteto casi infaltable: Fernando, Roberto Saiz, Diego Lublinski, Diego Wainstein, Damián Rovner y yo. Éramos muy parejos, cada uno con sus características. Fernando le pegaba con una fuerza notable, pero su “tiro de gracia” era el “slice”; se trataba de cortar la pelota con la palma de la mano, que salía mansita, pegaba en el piso y sobre la línea y caía muerta al lado de la pared; cuando le salía, era indevolvible. Roberto le pegaba cortado a los rincones; también era difícil devolverla cuando lo hacía bien; mi tiro preferido era el rasante: dejaba venir la pelota y esperaba que bajara; le pegaba cuando llegaba a unos veinte o quince centímetros del piso, fuerte; la pelota salía casi paralela al suelo, y volvía, también fuerte, a una altura bajísima; era otro tiro ganador, cuando me salía. De los otros tres no recuerdo golpes particulares, excepto de Damián, que era el único que le pegaba bien de revés (con el dorso de la mano y no con la palma); los demás, cuando venía cambiada, usábamos la mano izquierda o derecha (dependiendo de nuestra mano hábil; pero si mal no recuerdo éramos diestros todos).
Éramos muy parejos. Fernando y Roberto eran probablemente los mejores, pero por muy poco. Lo que sí había eran parejas fuertes: Fernando y Roberto; Fernando y yo, las que recuerdo como particularmente difíciles y ganadoras. Complicaba el juego una columna en la mitad de la sala, que rompió unas cuantas manos (la mía varias veces); una mano fue rota casi literalmente, la de Wainstein, que le dio una vez de lleno con una fuerza tal que a la fecha no se entiende como aun la conserva (a la mano).
Pasábamos horas jugando, singles y dobles, campeonatos de todos contra todos. Creo que no hubo nadie ni pareja que no haya ganado un torneo alguna vez. Un día de esos tantos, sucedió un hecho que Fernando siempre recuerda y revive (y yo, desde ya). El partido era Fernando contra mí. Siempre salían peleados. El árbitro (quien constataba que la pelota pegara sobre la línea negra), era Diego Wainstein. En uno de los tantos puntos, yo le di fuerte, pero inofensivamente; fue un tiro que volvió alto, fácil de devolver; Fernando, entonces, hizo su temido “slice”; pero yo lo vi venir y puedo relatar, hasta cierto punto, la secuencia (es para lo siguiente que necesité de la memoria de Fernando y, sobre todo, de Diego, que estaba pegado a la pared).
Viene la pelota alta, lo veo a Fernando y adivino lo que va a hacer, Fernando pone la mano casi horizontal a la pelota y la “corta” para abajo, yo sé que si no salgo rápido, la pelota se muere en el pido, así que no la tengo que dejar picar y empiezo mi carrera, la pelota pega en la pared y yo, ya al lado, le doy despacito para el lado contrario, donde Fernando no va a llegar. Sé que Fernando no llegó, el tema es que no sé si fue porque no podía, o por lo que pasó, porque mi recuerdo termina ahí. Igual que en todo lo que hacía (y hago), era particularmente vehemente. Se sumaba a eso mi torpeza esencial (no hay forma de que me pare de una mesa sin golpearme una rodilla, o que no me lleve una puerta por delante, o no me rompa la cabeza con una ventana, todo consuetudinariamente, para regocijo de mi hijo menor, que coherente con su crueldad quinceañera, lejos de compadecerse de mí, me usa como fuente de diversión). En mi corrida hacia la pelota pensé en todo: en Fernando, en la pelota, en el “slice”, en la devolución; sólo me olvidé de una cosa: la pared. Es decir: devolví la pelota y mi siguiente recuerdo real fue un coro de carcajadas, algunas desaforadas y yo tirado medio de espaldas en el piso. Al parecer, lo primero que impactó la pared fue la cabeza y, en secuencia, el pecho, el pubis, las rodillas; simplemente reboté, al parecer en forma muy plástica e hilarante. Fernando hace la mímica del movimiento ondulante de mi cuerpo con especial gracia. Aturdido, sólo atiné a reírme con los demás, sin saber muy bien de qué me reía.

El partido siguió. Ya no me acuerdo quién ganó. En caliente los golpes no duelen. Pero cuando salimos a comer y tomar algo, empecé a sentir el bulto en la cabeza y el dolor en la rodilla derecha, que se me terminó de hinchar al otro día. Lo que sé, por referencias, es que le gané el punto al temible “slice” de Rossaroli. Sólo eso hizo que lo demás valiera la pena.

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