Ayer
salí de casa con ciento noventa mangos y la plata justa para pagar
terapia. A la media cuadra, por Uriburu, me encuentro un ciruja que
pulula por la zona, cuyo nombre desconozco porque la pregunta está
más allá de sus capacidades de respuesta. Creo que no lo escuché
hablar, de hecho, sí farfullar. Es fácilmente reconocible porque lo
van a encontrar siempre acompañado de mocos y un tetra. Ya cuando me
ve venir emite unos sonidos guturales que interpreto como un pedido,
ya que ni el gesto le sale. Le doy veinte pesos, agarrarlos es algo
que todavía no olvidó. Llego a la esquina de Perón, cruzo, y
alguien me habla, me doy vuelta y veo que me extiende una mano, que
estrecho. “Juan Pablo”, me dice; “Alejandro”, le contesto,
“un gusto”. Ya consumada la acción veo las medias en su mano y
advierto que he cometido un grave error; cualquiera que camine por la
ciudad sabrá que los vendedores de medias son de los seres más
tenaces sobre la tierra. Me empieza a hablar de sus hijos, de que no
tiene trabajo, de que no quiere salir a robar y esas cosas. La cosa
empieza mal, porque al mismo tiempo que me dice que no quiere salir a
robar, me mete la mano en el bolsillo del saco. Se lo advierto y
simplemente retira la mano con un “disculpá, disculpá”, como si
simplemente nos hubiéramos tropezado. Yo sólo quiero que termine y
cometo un segundo error (el primero fue detenerme), saco la
billetera. Me frena con la mano; “no, no, no, pará, escuchá, yo
no quiero que me regalen nada”, acto que podría interpretarse como
de hidalguía, pero no lo es, desde ya (menos aun desde el momento en
que trató de afanarme); es un puro cálculo: si me vende las medias,
se lleva más plata que si le doy. Tercer error: abro la billetera y
asomo un billete de cincuenta, acompañado de la pregunta “Bue,
¿cuánto sale?”. La respuesta me descoloca: “ochenta el par y
tres por ciento cincuenta”. Le digo que no, que no tengo esa plata.
Saco los cincuenta y se los doy, diciéndole que es lo que tengo. Los
agarra, desde ya, pero cambia la mirada y aparecen las palabras
“garca” y “careta”, en distintas oraciones. Me empiezo a
preocupar, calculando que la cosa puede ponerse violenta. Le digo que
se olvide, que no me debe nada, que no es un regalo. Se arrodilla.
Sí: se arrodilla. “Mirá; de rodillas te lo estoy pidiendo”. Mi
respuesta es el tercer error: “Juan, me quedan nada más que cien
pesos”, lo cual él interpreta como una muestra de que
efectivamente le puedo comprar tres pares. Le digo que no, que se
lleve los cincuenta pesos, que lo entiendo, pero que más no hay. Los
ojos se le llenan de lágrimas y me abraza, después se retira para
atrás y con la voz quebrada y golpeándome el pecho con la mano en
la que tiene el billete de cincuenta me dice “gracias, papá,
gracias”. Yo ni llegué a entender lo que pasó. En tres minutos me
saludó calurosamente, me trató de afanar, de vender, me trató de
garca y de careta, me rogó de rodillas y terminó abrazándome entre
lágrimas. Aclaro, por las dudas, que caminé cinco metros y me
revisé todos los bolsillos; el abrazo, al menos, fue genuino. Sigo
caminando, hice una cuadra y ya perdí setenta mangos; pienso
(crealón, por favor), “falta que aparezca Matías, nomás”.
Taráaaaan. Sí señor, a mitad de cuadra lo veo saludándome con una
sonrisa; ¿qué carajo hace Matías en Uriburu, si vive en Mitre? No
sé, pero ahí está. Me acerco y le pregunto como anda, me dice que
bien y me pide plata; pasé de setenta mangos más pobre a noventa,
pero Matías ya está aburguesado: se pone los dedos índice y mayor
de la mano derecha en la boca. Quiere puchos. Meto la mano en el
bolsillo y tengo pocos; si se los doy, me quedo sin y no tengo plata
para comprar más (de los míos). Le digo que espere; ahí nomás hay
un kiosco y pregunto al kiosquero si tiene sueltos. Tiene, a siete
pesos cada uno. Veo atrás que tiene unos paquetes de unos
cigarrillos que son medio infumables, pero son baratos; valen
cuarenta. Ciento treinta pesos más pobre (no hice dos cuadras,
todavía). Pero falta algo: el amigo de Matías, que sale de la nada.
Me quedan sesenta pesos. Matías me dice si no le puedo prestar
(prestar) “una platita” a su compañero. Ciento cincuenta. Ya
cuendo me hace el gesto de los puchos le digo que los compartan.
Llego a Sarmiento con cuarenta pesos. Las dos cuadras más caras
desde que me mudé al barrio. Hacerse conocer tiene sus
inconvenientes. En las cinco cuadras hasta Córdoba me pidieron guita
tres veces más; descubrí que sé decir que no, por suerte.
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