viernes, 23 de agosto de 2019

CDVI


Ayer salí de casa con ciento noventa mangos y la plata justa para pagar terapia. A la media cuadra, por Uriburu, me encuentro un ciruja que pulula por la zona, cuyo nombre desconozco porque la pregunta está más allá de sus capacidades de respuesta. Creo que no lo escuché hablar, de hecho, sí farfullar. Es fácilmente reconocible porque lo van a encontrar siempre acompañado de mocos y un tetra. Ya cuando me ve venir emite unos sonidos guturales que interpreto como un pedido, ya que ni el gesto le sale. Le doy veinte pesos, agarrarlos es algo que todavía no olvidó. Llego a la esquina de Perón, cruzo, y alguien me habla, me doy vuelta y veo que me extiende una mano, que estrecho. “Juan Pablo”, me dice; “Alejandro”, le contesto, “un gusto”. Ya consumada la acción veo las medias en su mano y advierto que he cometido un grave error; cualquiera que camine por la ciudad sabrá que los vendedores de medias son de los seres más tenaces sobre la tierra. Me empieza a hablar de sus hijos, de que no tiene trabajo, de que no quiere salir a robar y esas cosas. La cosa empieza mal, porque al mismo tiempo que me dice que no quiere salir a robar, me mete la mano en el bolsillo del saco. Se lo advierto y simplemente retira la mano con un “disculpá, disculpá”, como si simplemente nos hubiéramos tropezado. Yo sólo quiero que termine y cometo un segundo error (el primero fue detenerme), saco la billetera. Me frena con la mano; “no, no, no, pará, escuchá, yo no quiero que me regalen nada”, acto que podría interpretarse como de hidalguía, pero no lo es, desde ya (menos aun desde el momento en que trató de afanarme); es un puro cálculo: si me vende las medias, se lleva más plata que si le doy. Tercer error: abro la billetera y asomo un billete de cincuenta, acompañado de la pregunta “Bue, ¿cuánto sale?”. La respuesta me descoloca: “ochenta el par y tres por ciento cincuenta”. Le digo que no, que no tengo esa plata. Saco los cincuenta y se los doy, diciéndole que es lo que tengo. Los agarra, desde ya, pero cambia la mirada y aparecen las palabras “garca” y “careta”, en distintas oraciones. Me empiezo a preocupar, calculando que la cosa puede ponerse violenta. Le digo que se olvide, que no me debe nada, que no es un regalo. Se arrodilla. Sí: se arrodilla. “Mirá; de rodillas te lo estoy pidiendo”. Mi respuesta es el tercer error: “Juan, me quedan nada más que cien pesos”, lo cual él interpreta como una muestra de que efectivamente le puedo comprar tres pares. Le digo que no, que se lleve los cincuenta pesos, que lo entiendo, pero que más no hay. Los ojos se le llenan de lágrimas y me abraza, después se retira para atrás y con la voz quebrada y golpeándome el pecho con la mano en la que tiene el billete de cincuenta me dice “gracias, papá, gracias”. Yo ni llegué a entender lo que pasó. En tres minutos me saludó calurosamente, me trató de afanar, de vender, me trató de garca y de careta, me rogó de rodillas y terminó abrazándome entre lágrimas. Aclaro, por las dudas, que caminé cinco metros y me revisé todos los bolsillos; el abrazo, al menos, fue genuino. Sigo caminando, hice una cuadra y ya perdí setenta mangos; pienso (crealón, por favor), “falta que aparezca Matías, nomás”. Taráaaaan. Sí señor, a mitad de cuadra lo veo saludándome con una sonrisa; ¿qué carajo hace Matías en Uriburu, si vive en Mitre? No sé, pero ahí está. Me acerco y le pregunto como anda, me dice que bien y me pide plata; pasé de setenta mangos más pobre a noventa, pero Matías ya está aburguesado: se pone los dedos índice y mayor de la mano derecha en la boca. Quiere puchos. Meto la mano en el bolsillo y tengo pocos; si se los doy, me quedo sin y no tengo plata para comprar más (de los míos). Le digo que espere; ahí nomás hay un kiosco y pregunto al kiosquero si tiene sueltos. Tiene, a siete pesos cada uno. Veo atrás que tiene unos paquetes de unos cigarrillos que son medio infumables, pero son baratos; valen cuarenta. Ciento treinta pesos más pobre (no hice dos cuadras, todavía). Pero falta algo: el amigo de Matías, que sale de la nada. Me quedan sesenta pesos. Matías me dice si no le puedo prestar (prestar) “una platita” a su compañero. Ciento cincuenta. Ya cuendo me hace el gesto de los puchos le digo que los compartan. Llego a Sarmiento con cuarenta pesos. Las dos cuadras más caras desde que me mudé al barrio. Hacerse conocer tiene sus inconvenientes. En las cinco cuadras hasta Córdoba me pidieron guita tres veces más; descubrí que sé decir que no, por suerte.

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