martes, 27 de agosto de 2019

CDXXII

El Tucumano (el Tuco) fue la persona más grande que conocí; grande de tamaño, quiero decir. Cada mano suya eran dos mías y cada brazo una pierna. Era un indio gigante, borracho consuetudinario y consumidor de todo tipo de sustancias que fueran capaces de alterar sus facultades mentales, que ya sin alterar eran al menos complejas. No era tan alto (aunque era alto) como ancho, pero no gordo, sino macizo; ocupaba, literalmente, dos asientos de cualquier cosa y las sillas le quedaban ridículamente chicas. Era, sí, un tipo leal, “con códigos”, como suele decirse en la jerga, lo cual en general quiere decir que era de temer, excepto para un puñado de privilegiados, entre los cuales, afortunadamente, me encontraba yo. Tenía un extraordinario sentido del humor, pero sobre todo agilidad verbal y dichos hilarantes, aunque tenebrosos, generalmente. Toda reunión en la que participaba comenzaba irremediablemente con la narración de una pelea, de la cual había salido airoso, desde ya. No sé si le creíamos o jugábamos a creerle, porque contaba sus peleas en forma muy divertida. Yo lo vi pelear sólo una vez (en algo que no fue propiamente “pelear” y se cuenta más abajo) y me bastó para decidir que no iba a enemistarme nunca con él. Formar parte de su grupo tenía la ventaja de poder circular casi por cualquier parte, a cualquier hora.
A mis diecisiete años, que fue la edad que tenía cuando lo conocí, me parecía un honor ser merecedor de su atención y de la del resto. Éramos un grupo bastante poco apreciable, todos rotos de alguna forma. En lo que a mi respectaba, había con el Tuco una particular afinidad. Yo era el más chico del grupo y, cuando bebía, encajaba perfectamente con su carácter; como bebía siempre, nos llevábamos fenómeno. En esa época, yo me veía también con un querido amigo, Ernesto, pero en condiciones totalmente diferentes. Éramos amigos de militancia; él también era grande y poco aconsejable como rival, muy fuerte y de pocas pulgas pero más bueno que el pan, con quien teníamos un ritual semi pugilístico muy divertido: que intentara voltearme. Obviamente, no se trataba de pegarme y noquearme, lo cual habría sido sencillo para él, sino de tirarme al piso de alguna manera. Yo era como una víbora y Ernesto se desesperaba intentando, sin éxito, hacerme alguna toma que me tirara al piso. Una vez lo desafié al Tuco a hacer lo mismo y, para sorpresa de ambos, no pudo con mis retorcijones; sin embargo, a diferencia de lo que pasaba con Ernesto, con el Tuco me dolía; era como si una estatua me agarrara, tenía las manos y los brazos duros como piedras. Sólo de agarrarme me dejaba moretones. Pero me agarró la vuelta; era tan fuerte que simplemente me levantaba en el aire y me tiraba. Después me levantaba victorioso y me abrazaba, provocándome más sufrimiento que el de la caída.
Un buen ejemplo del carácter y la fuerza del Tuco fue una pelea (la que mencioné al principio) con un taxista que cometió el error de tirarle el auto encima en una esquina de Defensa, creo que con Estados Unidos. El Tuco increpó al tachero, que tuvo la pésima idea de contestar; el indio se acercó al taxi y sacó al tachero por la ventanilla abierta con la misma facilidad con la que yo sacaría un par de anteojos, lo apretó contra el taxi y le dio una piña. Fin de la pelea (y casi fin del tachero). Era temible.
Todo el grupo, de todos modos, se caracterizaba por relacionarse en forma violenta, tanto verbal como físicamente. Cariño extraño de machos estúpidos. Me exculpaba mi edad, visto a la distancia; los demás eran unos grandulones bastante poco iluminados. Yo era un pendejo que se sentía grande, nada más. Parábamos en San Telmo, y no creo que hayamos dejado bar sin conocer, aunque el de nuestra preferencia era uno que quedaba sobre la calle Balcarce, que no era propiamente un bar, sino una especie de galpón o local con mesas y sillas todas distintas, bastante roñoso y casi clandestino (no tenía barra, de hecho; lo que uno pidiera venía de un cuartito al que llamaban “la cocina”, no precisamente porque se preparara comida).
Resulta que una noche llegó Javier (un personaje singular, mezcla de Melingo y Frank Zappa), contando que un fulano lo había ventajeado con una plata, seguramente producto de algún negocio ilícito. El Tuco, desde ese momento, no dejó de repetirle que cuando quisiera fueran a buscarlo. Supongo que el tipo que lo había cagado debía ser medio pesado, porque Javier le decía siempre que no, lo cual era raro; en cualquier circunstancia, imagino que habría aceptado de buena gana.
El tema es que, como dije, el Tuco era un tipo leal. Pasado un tiempo, ya nadie en el grupo se acordaba del asunto, excepto Javier y el Tuco, este último por puro deseo de justicia para con su amigo. Pasó, entonces, que estando todos juntos en el bar Javier vio entrar a su enemigo y cometió el error de decirlo, en lugar de ir directamente él a reclamar, lo que habría cambiado el curso de los acontecimientos. El Tuco, que estaba de espaldas y muy colocado, no dudó. Se paró y fue hasta una mesa en la que había dos tipos sentados y uno sentándose. Agarró a este último y le empezó a dar una biaba que tuvimos que cortar entre seis o siete. Mientras esto sucedía, el rufián que lo había afanado a Javier salía corriendo del bar: el Tuco se había equivocado de tipo. Cuando se dio cuenta del error, ya era tarde para capturar al prófugo, por lo que el Tuco lo agarró al pobre diablo y lo sentó en la silla, mientras le pedía perdón, le hacía chistes y lo limpiaba con una servilleta. Los amigos de la víctima no decían nada, creo que con acertada prudencia. El dueño del bar se acercó y le dijo al Tuco que rajara, que no le hiciera quilombo, que lo tenía podrido y varias cosas más. Era impune, así que podía decir lo que quisiera. El Tuco, pidiendo disculpas otra vez, se fue y nosotros hicimos lo mismo.
Desde que sucedió ese episodio intento ponerme en la piel del tipo que ligó. Es difícil, realmente. Nunca supimos quién era, pero no puedo imaginar la sensación de quedar con un par de amigos encontrarme a tomar algo, entrar en un bar y que, apenas llego, una bestia me rompa a trompadas, después me mime, me haga bromas y se vaya.
Dejé de ver al Tuco y al grupo más o menos al año, pero me enteré, mucho tiempo después, que en el 92 cayó en cana en Tucumán, adonde volvió en el 90. Hoy al mediodía, volviendo del CBC en la línea B del subte, vi de espaldas, en dirección a la combinación con la H, una espalda y una caminata que no podían ser otras que la de él. La puerta se cerró apenas las vi, si no, me habría bajado. No sé si quería que me contara por qué ni cómo fue en cana; lo único que me importaba era saber si alguna vez había pensado en el tipo del bar. Apostaría que no, pero la duda me mata.

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