viernes, 30 de agosto de 2019

CDXXVI

Era viernes o sábado a la noche, o sábado o domingo a la madrugada, para ser más preciso. Llegué a casa tardísimo y en pedo, pero me quedé tomando algo más y escuchando música un rato (Rivero, si no recuerdo mal, que por esa época era mi obsesión), ya en el estadío en el cual dormir era sólo una consecuencia del estado de inconciencia propio del alcohol. Cuando ya no daba para más, decidí irme a la cama. Ya hacía rato que vivía solo, laburaba, había terminado la secundaria y tenía dieciocho años, por lo que mi vida no tenía más decisores que yo. Mis estados de entrada y salida eran invisibles.
Fui al cuarto y me desvestí, dejando la ropa sobre una silla que estaba al lado de la ventana. Tratando de sacarme los calzones me caí sobre la cama y con un enorme esfuerzo me paré, para trepar al colchón desde ahí, después de cerrar la ventana, que estaba siempre abierta por el olor a cigarrillo. Entonces, cuando me incorporé, la vi, parada en la puerta, mirándome fijo, a mi abuela, que había muerto dos años antes, vestida con su camisón celeste. Fue todo muy repentino, porque pasé sin escalas de casi morirme de un ataque cardíaco a subirme a la silla y saltar por la ventana.
Por suerte, vivía en un primer piso; por desgracia, caí bastante feo, con el hombro, que no sé cómo no me rompí, aunque me dolió semanas. Hay experiencias, cualquier bebedorx lo sabe, que desemborrachan al instante. No sé, en este caso, si fue el fantasma de mi abuela o la caída; supongo que fue lo primero, pero pudieron ser ambas.
Vivía en el barrio Catalinas Sur, en La Boca. Para quien no lo conoce, se trata de una serie de edificios conectados por veredas, sin calles internas, cada uno de ellos rodeado de un jardín, o un parque. En el caso de mi ventana, había también un pino, con el que me raspé y, creo, me salvó de caer más en seco. La cuestión es que de golpe me encontré en pelotas en el parque del edificio, al lado del pino y sin haber tomado la precaución de agarrar las llaves antes de saltar. No había nadie y yo estaba maltrecho, tratando de ordenar mis pensamientos y pensar una estrategia para entrar al edificio otra vez; si solucionaba eso, podía entrar a mi casa por la ventana del living, accediendo a través de un ventanal que daba a un techito, que a su vez daba a la ventana; eso, desde ya, si la ventana estaba abierta, lo cual fue así, por suerte. Tocar el portero en la casa de mi vieja no era opción, porque revelaría mi (patético) estado.
Me paré y caminé unos metros hasta donde el edificio doblaba; la puerta de entrada estaba, por suerte, cerca de mi lugar de caída. Me asomé y vi, para mi bien y para mi mal, que en la puerta estaba una vecina del séptimo, joven, pero algo mayor que yo, con su novio, calculo que despidiéndose. Salí de mi escondite y ambos giraron la cabeza. Todavía me acuerdo de las caras de los dos, mezclas extrañas de sorpresa, pudor y risa, pero sobre todo lo primero. Me tapé los genitales con ambas manos, me acerqué y con honestidad les comenté que me había caído por la ventana, pasando a pedirles si me abrían la puerta. Me abrió ella.
Lo más bochornoso del episodio fue lo que sucedió a partir de allí, ya que para pasar del ventanal al techo y de allí a la pared, tenía que exhibir mis partes íntimas (todas ellas) en todo su esplendor a lxs novixs, porque todo daba a la puerta de entrada; pero no tenía opción. Todo el proceso fue dificultoso y doloroso, más en patas y en bolas, porque había que pisar unas varillas muy finitas y apoyar el culo en el borde de una ventana metálica. Después de eso, había que apoyar un pie en un borde medio filoso de metal, dar un saltito al techo y, en mi estado, no era improbable que esto último terminara con una caída nueva. No fue así, por lo que la primera parte del proceso fue exitosa, más allá del dolor. Restaba, ahora, entrar por la ventana, que tampoco era sencillo. Me agarré del marco y me di un impulso para apoyar un pie en él, pero fue demasiado fuerte, por lo que entré de una vez, cayendo de cabeza en la alfombra y raspándome la tibia todo a lo largo con el borde del marco. Escuché en ese momento las risas de mis benefactorxs.
Ya adentro, recordé que mi huída se había debido a la presencia de mi abuela muerta, así que no sabía qué hacer. Con gran susto y sigilo, me acerqué al pasillo que daba al cuarto y luego a la puerta de la habitación. El fantasma, por suerte, se había ido. Volví al living, a cerrar la ventana y abajo estaban lxs tortolitxs, mirando hacia mí. Les agradecí y lxs saludé y ambxs contestaron el saludo con cortesía. Cerré la ventana del living, luego la del cuarto y me acosté, quedándome dormido enseguida.
Mi abuela no apareció más. Pero con el tiempo me di cuenta de que la mayor incomodidad del episodio vino con los días, cada vez que me cruzaba con mi vecina, en la que siempre notaba una risa contenida. Un día me atreví a pedirle disculpas y ella, con gran entereza, las aceptó. “Son cosas que pasan”, dijo. “Que me pasan a mí”, pensé; pero no se lo dije. La charla breve tuvo el buen efecto de borrar la risa de la cara de la chica, eso sí.

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