sábado, 24 de agosto de 2019

CDX

Mi segundo regreso ingrato a casa fue algo más cercano en el tiempo, probablemente más hilarante y casi menos traumático, al menos desde el punto de vista físico, si no fuera por el instante casi final del viaje. Sucedió cuando tenía dieciocho años y mi relación con el alcohol ya era más que problemática. De este episodio, sí puedo recordar algunas cosas que sucedieron en la reunión, protagonizada en su mayoría por gente de teatro. No era una fiesta, sino más bien una juntada entre compañerxs, charla y tragos de por medio. Los nombres ya los olvidé y la juntada en sí no ofrece ningún interés.
Más o menos a eso de las cinco de la mañana, con la reunión ya deshecha, decidí volver a casa. Lxs amigxs que me despedían consideraron, en función de mi estado, prudente acompañarme a la parada del colectivo. La esquina: Ángel Gallardo y Corrientes. Colectivo que me llevara a casa: ninguno. Lo que más se acercaba era el veinticuatro, que me dejaba en Patricios; de ahí, o caminaba mucho o me tomaba el ciento sesenta y ocho, que me dejaba en la puerta. Todo esto me fue explicado minuciosamente, sin que yo entendiera absolutamente nada. De acuerdo con el relato de mis acompañantes, lo que sucedió cuando llegamos a la esquina y me dejaron en la parada, fue que delante de mí había un caballero, que viendo llegar un colectivo lo paró. Yo me subí detrás, lo cual demuestra que todas las explicaciones que se me habían dado habían sido interpretadas por mí como “subite en el colectivo al que se suba el tipo que tengas adelante”. Lxs acompañantes relataron luego haberme gritado que no me subiera, cosa que no recuerdo. Me limité a hacer lo que hacía siempre: sentarme y dormir.
Casi instantáneamente, sentí unos sacudones y escuché una voz que me interpelaba. Abrí los ojos. Era el colectivero, que me avisaba que habíamos llegado a destino. Abrí los ojos y vi que estábamos en Plaza Once, por lo que le dije que yo iba a Patricios, a lo que el hombre me respondió que el recorrido del colectivo terminaba en Once. Era el diecinueve. Un tanto desorientado, intenté explicarle que estaba equivocado (él), infructuosamente. Como segunda medida, le pedí instrucciones para llegar a La Boca. Me dijo que fuera a Yrigoyen y me tomara el ochenta y seis o el sesenta y cuatro, números que tenían sentido para mí, ya que eran algunos de mis colectivos habituales.
Esperando en Rivadavia vi, cruzando Pueyrredón, un ochenta y seis pasando por la esquina, por lo que crucé Pueyrredón yo también, buscando la parada. La encontré, sorprendentemente. No recuerdo si tardó mucho o no, pero vino y me lo tomé. Sentarme y dormir, nuevamente (el dormir no era intencional, cabe aclarar). En un momento abrí los ojos y me costó reconocer el paisaje. Lo que más me sorprendió fue ver pasar un tren. Me paré y le pregunté al colectivero si estábamos yendo para La Boca, a lo cual contestó que para ir a La Boca tenía que tomar el colectivo en la vereda de enfrente. Estábamos en Liniers, casi a la altura de General Paz.
Bajé, fastidiado. Crucé la avenida y a esperar de nuevo. Llegó el colectivo y lo volví a tomar. Esta vez intenté no dormirme, en vano, ya que estaba en la punta exactamente contraria a mi casa de la ciudad. Pasó un rato, para mí breve, y volví a sentir sacudones. Nuevamente el colectivero (otro) me indicaba que me tenía que bajar. Había llegado, efectivamente, a La Boca, pero a la terminal del colectivo, lejos de mi casa.
El último tramo no fue sencillo. Salí de la terminal decidido a no dormirme y no lo conseguí. Me desperté en Independencia y Perú, otra vez incorrectamente, a veinte cuadras de casa. Tomé una decisión salomónica: caminar. Agarré Paseo Colón y doblé en Garay, para entrar por la vía; Hice una cuadra y en la esquina de azopardo un coche me revoleó a la vereda. Así como me caí, me levante, miré al automovilista, que se había bajado y le hice un pulgar para arriba, para que se quedara tranquilo. Él me gritaba cosas que no recuerdo, supongo no muy agradables. Entré por la vía, llegué a casa y me acosté, eran las diez menos veinte de la mañana. Cuando me desperté tenía el pantalón todo roto y un raspón que daba miedo. Nada que no se quitara con un baño. Al menos había llegado a casa, lo cual en el futuro se iba a volver cada vez más complicado.

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