sábado, 3 de agosto de 2019

CCCLXIII


No deseo la muerte, no la busco ni la espero, no la llamo, no la imploro ni la quiero ni la anhelo. Es absurdo suponer que quien deja la vida voluntariamente va a la muerte con la esperanza de encontrar un sitio. Morir no es del mundo, no está, no es objeto ni idea ni concepto. “Morir” es referencia de la finitud: morir no lo es, porque no hay nada asignable a tal acto. Lo que ansío es dejar de ser, día tras día, un rezago maltrecho de un instante casual en el que un cuerpo se llenó de mí, para dejarme a solas conmigo. Deseo no querer, no ser el mismo sin poder corromperme aunque sea en una palabra desigual, que asesine la monotonía infame del amor derrochado en cuerpos que se burlan de mí, en silencio sólo por cortesía o lástima. La muerte va a venir, eso es sabido; pero la velocidad de su paso es intolerable. Cada segundo que vivo está herido y cada herida supura de memoria y vergüenza. No deseo la vida; porque de nada vale ser una vez que se rompe el hilo que ata la piel a la brisa, los sentidos al mundo. Cuando ya nada huele, ¿por qué permanecer aquí?

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