No
deseo la muerte, no la busco ni la espero, no la llamo, no la imploro
ni la quiero ni la anhelo. Es absurdo suponer que quien deja la vida
voluntariamente va a la muerte con la esperanza de encontrar un
sitio. Morir no es del mundo, no está, no es objeto ni idea ni
concepto. “Morir” es referencia de la finitud: morir no lo es,
porque no hay nada asignable a tal acto. Lo que ansío es dejar de
ser, día tras día, un rezago maltrecho de un instante casual en el
que un cuerpo se llenó de mí, para dejarme a solas conmigo. Deseo
no querer, no ser el mismo sin poder corromperme aunque sea en una
palabra desigual, que asesine la monotonía infame del amor
derrochado en cuerpos que se burlan de mí, en silencio sólo por
cortesía o lástima. La muerte va a venir, eso es sabido; pero la
velocidad de su paso es intolerable. Cada segundo que vivo está
herido y cada herida supura de memoria y vergüenza. No deseo la
vida; porque de nada vale ser una vez que se rompe el hilo que ata la
piel a la brisa, los sentidos al mundo. Cuando ya nada huele, ¿por
qué permanecer aquí?
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