lunes, 5 de agosto de 2019

CCCLXX

No sé por qué se me ocurrió, simplemente sentí la necesidad.
Vivo en Congreso, en una esquina que, sin parecerlo, tiene un toque de marginalidad peculiar. Sobre Uriburu conocí a Antonio. Desde que vivo ahí, siempre me mangó plata y puchos y siempre le di. No lo conocía, obviamente. Un día me paró para sacarme algo, le di un par de puchos y diez pesos y me empezó a hablar de su bicicleta, nueva. Con el paso de la conversación me di cuenta de que estaba tratando de vendérmela. Era afanada; según sus palabras, no por él. Le dije que no y ahí conocí su nombre, que pensé falso hasta que escuché a lxs vecinxs llamarlo “Toni”. Lo único que sabía antes de la charla era que dormía en la entrada de la cochera, cuando no lo rajaban unos tipos que cada tanto copaban la parada y, si no, sobre Uriburu, entre Mitre y Perón. El día de la bici me enteré, además de su nombre, de que tiene tres hermanxs, madre y padre, a quienes casi no ve, salvo para pedirles plata, siempre sin éxito. Unos días después, bastante crudo, festejando un partido de River, me contó, mangazo mediante, que le habían ofrecido laburo en una carpintería, que no era para todos los días, que le pagaban por jornada. Obviamente, lo debían estar cagando, pero él parecía contento, sobre todo porque le iba a poder decir a su viejo que tenía trabajo. Estuve un tiempo sin verlo y cuando lo reencontré le pregunté por la carpintería; “me fui”, fue la respuesta. Según él, no le querían pagar; como estaba muy borracho, dejé que se desahogara y dejé la conversación ahí. Pasó un rato largo sin aparecer. Un día fui a pagar la cochera y le pregunté al de la caja si sabía algo de Toni; me dijo que estaba en cana, que se había choreado un celular en Sarmiento y Pasteur. Me dio pena y, de hecho, pienso en él cada tanto y me pregunto cuánto sufrimiento vale un celular de mierda, agregado encima a una vida peor.
Hoy estaba en el subte y vaya a saber por qué razón venía pensando en él, particularmente en el “soy Toni” de la noche de la bicicleta. Yo le dije mi nombre pero nunca se lo acordó (creo), porque siempre se dirigió a mí como “señor” o “flaco”, de acuerdo con su estado de ánimo. El recuerdo de Toni me trajo otros tres. El primero, de Carlos y Matías, padre e hijo, sentados en la puerta de Güerrín, pidiendo; pasé un mediodía y entré a la pizzería, saliendo con una muzza y una fainá para cada uno. Hablamos un rato y se quejó mucho del desprecio de la gente que pasaba; “algunos se creen que son oligarcas”, me dijo, o algo así (yo recuerdo esa frase). Había trabajado en la construcción. La mujer limpiaba casas y falleció de cáncer; vivía en una casilla, pero se quedó sin laburo y ya no la pudo pagar, así que terminó con el pibe en la calle. Yo me tenía que ir, le di la mano, le dije mi nombre y me agradeció la pizza.
El tercer recuerdo fue bastante más amargo. Pasaba por la puerta de un Carrefour Express y había una mujer, Amanda, con tres chicos, cuyos nombres no averigüé (cosa que lamento). La mujer me paró y me pidió si podía comprarle leche en el mercado. Le dije que me esperara. Entré, compré tres leches, un par de paquetes de fideos y un arroz. Cuando salí, Amanda no estaba; miré para los costados y la vi en la esquina; la llamé y le pregunté por qué no me había esperado; “es que el señor del mercado me dijo que yo no podía estar en la puerta porque molestaba a los clientes”, me contestó. Le di la bolsa, le deseé suerte y le llegué a decir, estúpidamente, que si le volvía a pasar algo así no se fuera, como si fuera a hacerlo o como si no hubiera formas bastante más violentas de sacarla, si se resistía. Volví al mercado y estaba el Gerente, a quien supuse culpable de los hechos, con razón; en tono de voz amenazante lo increpé de varios modos, hasta que me di cuenta de que no tenía sentido. “Es para lo que me pagan”, llegó a decir; y es verdad: es para lo que le pagan.
Me acordé entonces de Antonia, mamá de Lucía y otra chica cuyo nombre olvidé y eso me enfurece. Yo volvía a casa de la farmacia y ella estaba pidiendo en la puerta de La Americana de Callao y Mitre. Iba a sacar la billetera y escuché que le pedía a una señora, que ni la miró, si no le compraba una empanada para las nenas. Me acerqué, le pregunté el nombre y le dije el mío; me presentó a sus hijas, preciosas. Le dije que no se fuera, que ya volvía. Entré y salí rápido, con media docena de empanadas y tres porciones de fainá, que ella les dio a las nenas, que salieron corriendo a la pared a disfrutar del banquete. Antonia me abrazó y empezó a llorar. Yo me quedé tieso como una estatua; le dije que no pasaba nada, que no me agradeciera nada, que no era nada. Nada, nada, nada.
En eso estaba, sentado en el subte, pensando en toda esa gente, cuando me dejaron un papel en la pierna, que devolví. El papel decía algo sobre una madre y su hijo discapacitado y la falta de empleo y terminaba con un número de celular, que no anoté. Levanté la cabeza y la vi de espaldas, llevando un niño en una silla de ruedas, con una nena al lado. Justo atrás pasó un vendedor de corazoncitos Dorin's a dos por 30 pesos. Me acordé de mi infancia y se los compré. Pagué con 100 y cuando me devolvió los 70 volvía la mujer de la silla. Se los di a ella, que agradeció.
Se paró en la puerta y yo también, porque era mi parada y entonces me salió: “¿Cómo te llamás?”, le pregunté; “Melisa”, dijo; le pregunté el nombre de lxs chicxs: Naiara y Mateo. Le dije mi nombre, pero ya salía corriendo a meterse en el vagón de adelante. No supe, en ese momento, por qué me había importado tanto saber su nombre. Pensé en los otros casos y me di cuenta que en todos el nombre formaba parte de la historia. Cuando salí de terapia, sobre Lacroze, estaba el ciruja que pide puchos o plata o lo que sea al que pase. Yo siempre le doy 20 pesos, pero esta vez, antes de dárselos (no por chantaje, sino por sincero interés), le pregunté como se llamaba. Ricardo (al menos eso dijo). Le di la plata y seguí. Volviendo a casa a buscar el auto, dos pibes me pidieron un cigarrillo; les di uno a cada uno e, imaginarán, les pregunté los nombres: Juan Andrés y Mateo. “Acabo de conocer un Mateo”, le dije y se sorprendió. “Somos como los de Vélez”, me dijo, “parecen pocos pero hay más de los que se cree”. Le dije que mi hijo era de Vélez y que yo me había hecho hincha de Vélez y de San Lorenzo, por mis hijos; Juan Andrés, sonriente, me estiró la mano y me dijo que le mandara saludos al cuervito. Nos despedimos, gracias de por medio.
Fui a la cochera, saqué el auto y me fui a una actividad cotidiana de 17 a 19. Cuando volvía, no dejaba de pensar en que estamos rodeados de nadies. De todxs mis vecinxs sólo conozco el nombre de Marilí y de Cecilia. Entro y salgo de la cochera todos los días y no sé el nombre de ninguno de los serenos (desde hoy, sé que el nombre del de la noche es Tucho). Estaba yendo a casa y me di cuenta de que me faltaba hacer algo. La chica que hace dos años me plancha las camisas se llama Celia y la viejita que está con ella, Natalia, que es su mamá.
Juro que esta noche me siento un poquito menos solo.

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