sábado, 17 de agosto de 2019

CCCXCIII

Llegó de un tiempo casi impertinente, volando con la boca ensombrecida por el luto de un espacio que no daba lugar a concordias, a un sitio anónimo incapaz de cobijar un silencio tan espeso y plácido como el de sus ojos cancinos y su ansia empecinada de nubes ostentosas. Era demasiado pequeña para caber en la bóveda gris que el tiempo le teje a la rutina y demasiado grande para ser vista de golpe. Sabía, eso sí, ser recuerdo antes de ser conocida y olvido antes de ser recuerdo.
Él, por el contrario, llegó tarde, cargando lejanías propiciadas por el rugir repetido de los nombres sin rostro, al menos con la sustancia que un nombre exige para ser transformado en cuerpo, que es todo lo que vale, al fin y al cabo. Era demasiado viejo para recobrar el ímpetu del vuelo y muy poco dado a precipicios migratorios, de esos que hacen de un aroma una vida resumida en suspiros y de una piel un territorio impredecible.
Ella rozaba el aire citando melancolías capaces de rasgar los desamparos que a él le eran ya tan familiares como inevitables. Él crujía las palabras tratando de entenderse en voz alta, sabiendo que lo que decía era más grave que la pura futilidad en la que su mal hablar lo traducía.
Hizo falta que se ignoraran, no sólo por la penitencia burocrática pendiente, sino porque había que formar un surco que tejiera en la memoria una frase memorable, o un recuerdo restaurado a mano limpia, música y pinturas y gustos fabulosos de por medio.
Era esperable que aconteciera de una vez el amor, aunque sólo fuera en la vida de él, ya despojado y reticente a la belleza real. A partir de cierto momento el amor sólo duele. La vida es ir y volver, tratando de no abrir más heridas, aun a riesgo de perder en el trayecto la posible resurrección del deseo. Para ella era más sencillo. Era mujer, en principio, y el coraje es un arma poderosa de la que sólo se alimenta con cordura el cuerpo femenino, no transido ni tramado por la voz del hombre siempre abyecto a la libertad real, que deplora las imposturas. Pero era, además, digna del goce impropio que él nunca conoció, un poco por cobardía y otro poco por estupidez.
Al poco tiempo de iniciado el eclipse las cosas vuelven a ser como deben. El amor queda entonces como quiste que lacera días y noches, mientras la luna pasa y pasa, esperando un sol lo suficientemente cálido y puro para merecerla un rato. Pero no hay tantos soles para ciertas lunas, tal vez ninguno y seguramente no el que nació lo suficientemente roto como para ser capaz de iluminar el agua pura.
Y la luna pasa y pasa. Y el sol espera el siglo en que por un segundo coincidan los diámetros otra vez, aunque sepa que probablemente nunca ocurra.
Él llegó tarde y ella volaba. El amor está hecho de esos infortunios.

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