Llegó de un tiempo casi
impertinente, volando con la boca ensombrecida por el luto de un
espacio que no daba lugar a concordias, a un sitio anónimo incapaz
de cobijar un silencio tan espeso y plácido como el de sus ojos
cancinos y su ansia empecinada de nubes ostentosas. Era demasiado
pequeña para caber en la bóveda gris que el tiempo le teje a la
rutina y demasiado grande para ser vista de golpe. Sabía, eso sí,
ser recuerdo antes de ser conocida y olvido antes de ser recuerdo.
Él, por el contrario, llegó tarde,
cargando lejanías propiciadas por el rugir repetido de los nombres
sin rostro, al menos con la sustancia que un nombre exige para ser
transformado en cuerpo, que es todo lo que vale, al fin y al cabo.
Era demasiado viejo para recobrar el ímpetu del vuelo y muy poco
dado a precipicios migratorios, de esos que hacen de un aroma una
vida resumida en suspiros y de una piel un territorio impredecible.
Ella rozaba el aire citando
melancolías capaces de rasgar los desamparos que a él le eran ya
tan familiares como inevitables. Él crujía las palabras tratando de
entenderse en voz alta, sabiendo que lo que decía era más grave que
la pura futilidad en la que su mal hablar lo traducía.
Hizo falta que se ignoraran, no sólo
por la penitencia burocrática pendiente, sino porque había que
formar un surco que tejiera en la memoria una frase memorable, o un
recuerdo restaurado a mano limpia, música y pinturas y gustos
fabulosos de por medio.
Era esperable que aconteciera de una
vez el amor, aunque sólo fuera en la vida de él, ya despojado y
reticente a la belleza real. A partir de cierto momento el amor sólo
duele. La vida es ir y volver, tratando de no abrir más heridas, aun
a riesgo de perder en el trayecto la posible resurrección del deseo.
Para ella era más sencillo. Era mujer, en principio, y el coraje es
un arma poderosa de la que sólo se alimenta con cordura el cuerpo
femenino, no transido ni tramado por la voz del hombre siempre
abyecto a la libertad real, que deplora las imposturas. Pero era,
además, digna del goce impropio que él nunca conoció, un poco por
cobardía y otro poco por estupidez.
Al poco tiempo de iniciado el
eclipse las cosas vuelven a ser como deben. El amor queda entonces
como quiste que lacera días y noches, mientras la luna pasa y pasa,
esperando un sol lo suficientemente cálido y puro para merecerla un
rato. Pero no hay tantos soles para ciertas lunas, tal vez ninguno y
seguramente no el que nació lo suficientemente roto como para ser capaz de iluminar el agua pura.
Y la luna pasa y pasa. Y el sol
espera el siglo en que por un segundo coincidan los diámetros otra
vez, aunque sepa que probablemente nunca ocurra.
Él llegó tarde y ella volaba. El amor está hecho de esos infortunios.
Él llegó tarde y ella volaba. El amor está hecho de esos infortunios.
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